El escribir se corta, como la leche. Si le das demasiadas vueltas a una idea, si la dejas reposar al sol demasiado tiempo, al final siempre acaba estropeándose. Se corta y se agria. Y no es algo que se pueda evitar, no al menos si no eres de los que puede o quiere dedicarle al tema de la escritura todas las horas del día. Yo lo haría, desde luego, si pudiera. No es haya nada que me lo impida, me lo impido yo solo, o mi miedo me lo impide, o ese agriar de las ideas que a todos acosa. Aunque lo más probable es que no seas más que el miedo a la falta de talento y de ideas, de ritmo y de belleza a la hora de escribir. No hay nada peor que sacarle tiempo a la página en blanco para tener que borrarlo todo después. Y eso que me empeño. Y cuando más me empeño es en esas situaciones en las que no hay nada que sacar, cuando las palabras no fluyen sino que se deslizan pesadas por la pendiente blanca del papel, formando glaciales coladas que asolan toda posible vida surgida en el texto. Creer en la inspiración como aire divino es creer en la nada. Habrá qué o quién te inspire, pero sólo plasmarás, sólo sacarás esa inspiración adelante si te pones a ello, si lo coges, lo arrancas de tu cabeza, corazón y tripas y sabes tallarlo en piedra, papel o pantalla. Fue Picasso quién dijo que la inspiración sólo llega trabajando y me maldijo con esa frase, porque no he hecho otra cosa que creérmela, tragármela y convertirla en una losa que a veces alegra, que a veces funciona, y que otras, cargante e insoportable, tortura y abruma.
Es el problema, si la inspiración te llega en un Pub, porque algo o alguien te dice, te toca o se sincera, sólo será verdadera inspiración si, al llegar a casa, esa semana o veinte años después, da igual, consigues convertirlo en algo inspirado, en algo modelado a partir de eso o esos o ese o esa, que merezca la pena, al menos para ti. Una inspiración que sale del primer día que te vas a tomar algo al pub, solo, como yo me fui esta semana. No fue sin sentido, había fútbol y era la única forma de verlo, mis reducidos contactos en Londres no dieron su fruto y no me quedo más remedio que bajarme a la calle y buscar un local para ver el partido. No bajé solo, todo hay que decirlo, es evidente que mi oscuro amigo decidió venirse conmigo e intentar hacer lo más difícil posible la elección del local. Se podría decir que, al fin y al cabo, fui solo, porque no se puede llamar acompañante a una cosa, a un homúnculo trastornado y hortera que salió de uno mismo y se dedica a buscar lo peor de ti y a vivir de lo que saca de tus miedos y complejos. Pero ahí nos fuimos, no tenía forma de librarme de él, al menos, que yo conociera.
¿Ahora nos vamos a ir a un Pub? ¿Los dos solos? Menuda mierda, con la que está cayendo, si no están ni los ingleses por la calle, no lo ves- dijo mi amigo chupasangres, o “chupamiedos”, haciendo más evidente aún su aversión al agua.
Ahora, sí, paso de quedarme sin verlo, nos metemos en el primero que veamos que lo ponen, buscamos un rincón y nos tomamos unas cervezas- dije, sin ninguna gana de iniciar una discusión.
No te tienes que quedar sin verlo, lo vemos por internet, como el de hace dos semanas- el tono de su voz podía ser especialmente complaciente cuando quería.
No, ya te he dicho que paso, aunque me moje, voy a ir a verlo, si no te gusta, quédate en casa, a mi me la trae bastante floja lo que hagas.
Odio la lluvia, odio mojarme- fue lo único que añadió. No supo decir nada más, refunfuñó un poco y metió sus manos en los bolsillos al tiempo que hundía la cabeza entre los hombros. Teníamos un paraguas enano, comprado hacía dos días a la salida del metro, apenas si valía para cubrir a una persona. No sé si su odio era más hacia la lluvia o hacia el hecho de mojarse, o quizá su malestar proviniera de mi gusto por la lluvia. A mí me gustaba la lluvia, de vez en cuando, y por ahora no había llovido en exceso por aquí, los ocasionales chaparrones no sólo no eran molestos, sino que hasta se agradecía que alguno te mojara de vez en cuando. Cierto que ese día llovía más de la cuenta, pero iba a ser un trayecto corto, no más de tres calles, alguno de los cinco pubs que había de camino debería dar el partido. No me importaba que fuera una tele pequeña o que el sitio estuviera petado, pensaba ver el partido, beber un par de cervezas y largarme de vuelta.
Como había previsto, no tardamos en encontrarlo. Él llevaba su levita completamente empapada de rodillas para abajo y su malestar era evidente. Yo me divertía, no había sido para tanto, las lluvias en estas latitudes mojan más de lo que parece, pero diez minutos bajo el agua no le hacían daño a nadie. Había pasado por delante de este pub varias veces, pero nunca me había fijado demasiado. La calle donde se encontraba era pequeña, poco más que un callejón, pero muy cerca de la estación de metro de South Kensington. No era grande, al menos a simple vista, estos sitios a veces engañan, pero tampoco estaba muy lleno y la pantalla donde ponían el partido era enorme. Busque algún sitio libre con la mirada, pero todas las mesas parecían estar ocupadas. Le hice un gesto con la cabeza y me dirigí hacia la barra, me siguió refunfuñando algo sobre su levita mojada. Pedí dos pintas de cerveza, oscuras, de las que dicen “Ales”, tostadas, vaya, y me acerqué un poco más a la zona de la televisión. La puerta de entrada estaba como en un esquina del local y a la izquierda, nada más entrar, había una zona de mesas y sofás, todo muy hogareño, con algo de gente, no demasiada, ajena a lo que pasaba en el lado opuesto del local. En el lado derecho de la puerta, se situaban algunas mesas más, orientadas hacia la pared de la que colgaba una enorme pantalla. La barra hacia una ele, ocupando tanto el espacio de la derecha, como el de la izquierda, con toda el equipo replicado en cada uno de sus tramos; mangas, botellas, vasos y hasta nevera con la habitual selección de sidras; debía ser un pub bastante concurrido normalmente, el partido de hoy no implicaba a equipos ingleses, se podía entender la poca gente había, pero no debía ser lo habitual. No me di cuenta hasta que miré la tele de verdad, que el partido que estaban poniendo no era el que yo quería ver. Lo que estaban viendo ese grupo de ingleses con pinta de estibadores de los muelles de Baltimore, era, obviamente, un partido entre equipos ingleses de alguna competición menor, supuse, por el día que era. Yo había visto claramente en la entrada el cartel en el que decía que retransmitían el partido, pero algo no funcionaba.