Una noche cualquiera (basado en hechos reales)

por Somnoliento

El jueves pasado, a eso de las dos y media de la mañana, acabé tirado en el suelo sangrando y con golpes por toda la cabeza. Resultado: una herida en la nuca –no hubo que coser; suerte que me acompañaba un amigo médico y me dio el alta sobre la marcha– y toda la cara hinchada. Casi me dolió más esto último que los golpes en sí, que el viernes por la mañana parecía una mezcla entre Slot (el de los Goonies, sí, ¡qué original!), Carlos I de España y V de Alemania (ese prognatismo tan de moda entre los Austrias) y Soraya Sáenz de Santamaría (grandes papos y mejor papada).

Fue lo típico de una noche en Madrid, sales de concierto, vas a tomarte algo cerca, te decides a tomar la última en el bar de siempre y acabas tirado en el suelo, sangrando y molido a palos, literalmente, porque el energúmeno que me arreó se valió de un palo, vaya usted a saber de dónde lo sacó, para quedarse a gusto. Es broma, claro, que no se asuste nadie de fuera de Madrid, o peor, recién llegado, una noche típica en Madrid es dura, pero tampoco tanto. Lo que sí es más normal es que te roben la cartera, o el bolso, o el abrigo, o todo junto. A mí me pasó el jueves, de hecho, me di cuenta justo cuando me quitaban la cartera, esa fue mi perdición. Primera vez que me roban la cartera, lo juro, enésima que la pierdo, si consideramos el robo como pérdida; que según me acaban de confirmar, siguiendo la normativa oficial de la N.C.C.S.N.C.B (Novias Cabreadas Con Sus Novios Cuando Beben; es decir: todas), sí, parece que se considera pérdida; mi novia es quién más ha sufrido con mis carteras perdidas, llegando a regalarme dos, con dos días de diferencia, en premio a mi probada ineptitud y desidia para con el tema. La cosa es que noté que me la quitaban, me giré y me encontré de bruces con el andoba que, felizmente, me iba a zurrar momentos después. A esas horas de la noche, un jueves, cansado, pensando en el curro del día siguiente y habiendo tomado ya unas copas, no me mostré violento. Muy al contrario, y tengo mis testigos para corroborarlo, opté por la famosa táctica de hacerme colega del ratero, darle pena, hablarle en su idioma («titi, no seas mangui» y ese tipo de expresiones que aprendí viendo cine Kinki) e intentar que me devolviera la cartera, rogándole sin vergüenzas, insistiendo en que no había nada más que carnets y tarjetas que, para colmo, no tenían más que cuatro perras. Todo completamente cierto, valga decirlo. Apelé a su sentido de la humanidad y le pedí que me devolviera al menos el DNI o la tarjeta de transporte, comentándole lo obreros que éramos los dos, que arrieros somos, que todos teníamos que comer, que no importaba que robara que peor sería que matara… Vamos, que no me mostré violento en ningún momento, puedo asegurarlo, pero si insistente, demasiado… En ese impasse en que yo intentaba ganarme su confianza y darle un poco de pena, sólo conseguí enfurecerle mucho, pero mucho, mucho, mucho, al parecer. No le gustó nada que le llamara ladrón. Y tampoco se lo llamé, oiga, ratero como mucho, y muy solapadamente, que nunca usé tal o cual palabra, simplemente le mencioné que no me importaba, que sólo quería recuperar un par de cosas de la cartera, el resto podían quedárselo.


Lo dicho, acabe por pasarme y, así, sin intermedio ninguno, sin publicidad, sin aviso alguno, agarró un palo, creo que del suelo, no muy grande afortunadamente, y se lió a sacudirme como si fuera una estera. En la cabeza, eh, harto de que intentara convencerle sobre la conveniencia de devolverme alguna de mis pertenencias, no pudo soportar que siguiera aburriéndole con mi retórica impecable y quiso cerrarme la boca (¡malditos sofistas!), como mejor supo: a palazos. Recuerdo poco. Recuerdo quedarme parado durante los primeros porrazos, en una estúpida actitud de «yo defiendo mis derechos y aunque me pegues, aquí me quedo», para acabar yéndome al suelo, no sé si por defensa propia (y naturalmente lógica) o porque me tirara él, alguno de sus compinches o mis amigos viendo que el idiota de su amigo no hacía nada por escapar del vendaval de tortas. Todo muy confuso, como suelen ser estas cosas. No me quedó tiempo para levantarme y devolverle nada, la verdad, ni el mínimo insulto. No sé si llegué a caer inconsciente, creo que no, pero recuerdo muy poco. Me levanté hecho una piltrafa, lleno de sangre (eso siempre es divertido: recordad niños, si os veis un día llenos de sangre en Madrid, tirados en el suelo, aprovechad y haced angelotes, así, al día siguiente, la gente pensará que mataron a alguien, cuando en realidad sólo os zurraron con un palo; jajajaja, cuán gracioso) y totalmente dolorido. Lástima que no me diera su nombre y número de teléfono, con lo amigos que no habíamos hecho, si hasta quizá me haya dejado alguna marca que dure de por vida (moral, se entiende; de las físicas no hay nada serio), quién sabe… Bah, no fue para tanto, estoy casi bien, sólo me duele un poco la mandíbula y la maldita cartera y las horas que llevo colgado al teléfono y a internet anulando y renovando tarjetas de crédito, tarjetas médicas, tarjetas de transporte, más tarjetas de crédito que jamás he usado pero que llevó por si acaso, la del supermercado… En fin, que me faltó haber llevado la del videoclub, la verdad –algo que nunca tuve, por cierto–, pero es que hoy en día, con tanto móvil y tanta mierda tecnológica, qué parece mentira, llevamos en la mano cada vez más tarjetas. Por no hablar de los 60€ en tickets pendientes de pasar a la empresa, totalmente legítimos, que también andaban vagando por las profundidades del monedero y/o cartera. Eso sí que duele, joder que si duele.

El resultado, el que había dicho, yo refocilándome en el suelo cual gorrino hasta que me ayudaron a levantarme mis amigos, con el orgullo y la cabeza heridos, y otra de mis carteras danzando sola por esos mundos de Dios. Poco después «se personó en el lugar de los hechos» (porque lo de personarse es muy de la policía) un coche patrulla, con dos amables y jóvenes policías (me encantaba esa serie, Johnny Deep de joven, ¡qué hombre!), hombre y mujer, que nos preguntaron si necesitábamos ayuda: «no, deje, señor agente, ya me limpio yo la sangre en casa, luego cogeré una recortada y pasearé el barrio durante semanas a ver si encuentro yo al tarado de las pelotas, usted no se preocupe». Estuvieron amables, solícitos, aunque algo ajenos al asunto, como con pocas ganas de hacer nada, en su papel, vaya. Pero nos ayudaron, no seamos así, se preocuparon, cuando no tenían porqué, que ellos estaban, ahí, tranquilamente «apatrullando» la ciudad, y fuimos nosotros a molestarles con nuestras discusiones de adolescentes. Que no, que ayudaron, de verdad, aunque pudieron haber estado más activos, que los amigos del gordo del palo (ey, no le insulto, no era obeso, pero estaba gordo el amigo, bastante, así como «rubenesco», que diría el bueno de Chris Griffin) estuvieron un rato parados al final de la calle y no hicieron nada. Tampoco se lo dijimos, pero es que en el calor del momento, ahí, recomponiéndome el peinado y mis ropajes, departiendo con los espectadores que asistieron a la función, tampoco tuvimos tiempo; me debo a mi público, qué le voy a hacer, hasta en las más duras actuaciones.

A pesar de todo, se agradece que la Policía aparezca, casi a tiempo, y no sea para empapelarte por beber en la calle o insultar a la corona. Y que sean amables, aunque algo distantes, displicentes mejor dicho, que no pierden esos aires de aquí mando yo ni cuando están ayudando («cumplen un servicio, no son tus jefes, ¿entendiste?» ¿Quién ha dicho eso? ¿Has sido tú, virrey Morcillo?). Por lo menos se dieron un garbeo a ver si veían a los amigos del «colega gordo del palo no muy grande que me arreó hasta me fui al suelo sangrando» (esto, y una camiseta negra, es casi toda la descripción que puedo dar hoy de él; siempre piensas que experiencia tal grabará a fuego en tu memoria el mefistofélico rostro de tu agresor, pero nada), sin mucho éxito.

Menuda noche, oigan. Y pensar que todo pasó por ir a tomarnos la última a la Vía Láctea, garito al que hemos estado yendo durante eones, con la certeza de encontrarlo (casi)siempre abierto, por muy vacío que estuviese. Pensar que, justo en la puerta, entre que decidíamos qué hacer al verlo cerrado, ocurrió todo… Hay que ver qué poco estilo tenemos, ahí, sangrando a la puerta de semejante templo de la noche madrileña. Me da hasta vergüenza, rodando por el suelo cual croqueta de mierda, la camiseta rota, la sudadera rota, hecho un pordiosero… De verdad, quién me iba a decir a mí que a mis 34 años iba a estar recibiendo hostias de un chaval que no tendría más de 28. O quizá sí, igual hasta tenía mi edad y podíamos habernos hecho colegas. Lo que yo les decía, que si llega a tener un poco de más aguante y resiste a esa vocecilla interior que le susurraba que me partiera la crisma, igual hasta nos habíamos acabado por tomar algo (bueno, o meternos, que al «chaval» parecía «camelarle más la lejía»).

Para culminar esta aberrante, esperpéntica, aunque alucinante noche, dos hechos que terminaron por desorientarme más de lo que ya estaba. El primero, que tiene que ver otra vez con la policía, ocurrió poco después. Estando sentado al borde la acera en la plaza de Tribunal, pensando en irnos a casa, revisando una nueva herida que me acababa de encontrar en el brazo –la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida–, se acerca por la otra acera un coche patrulla que se para en el semáforo, justo a mi altura. De la zona oscura del copiloto se asoma la cabeza de una chica rubia (esta sí que no tenía más de 28, seguro), policía, claro, con chapa, porra, pistola y todo, que me grita, ahí, con esa sorna y picaresca tan castellana, y con un poco, un poquito nada más, de prepotencia: «¿qué, has encontrado ya el reloj?». ¡Qué simpatía! ¡Qué fandanguera la señorita agente! ¡Qué derroche de ironía! Tanta, que tardé en creerme lo que oía, pero cuando me di cuenta… Qué les voy a contar, al final, después de haber recibido más estopa de la que me correspondía por derecho, de echar unas cuantas lágrimas por la impotencia de sentirme alfombra al sol, acabé por inflamarme y saltar con quién menos debía. ¿Se merecía la moza tal exabrupto? Al fin y al cabo, ¿qué había hecho? Me había tomado por un borracho cualquiera y me había soltado una gracia, riéndose un poco de mí, ¿qué es eso? Nada, total, si ella es sólo un agente de la Policía, creo que Nacional, que debe comportarse como un ejemplo para los demás, si ella no es más que una profesional en el servicio al ciudadano. Eso sí, en cuanto me levanté y les dije gritando que no tenían derecho a decirme algo así, que me había pasado esto o aquello, ahí sí, buf, ahí se encendieron y se engalanaron con su mejor pose policial, echaron mano del freno de mano y a punto estuvieron de esposarme. Menos mal que mediaron mis amigos, entendieron mi historia y bajaron la guardia, que si no, el enchironado, después de todo, habría sido yo. Bonito final para una historia de amor. Y lo peor de todo, que lo hubiera merecido, por desacato a la autoridad y todas esas gaitas. Del desacato, gratuito e infantil, al que me sometió la agente segundos antes, nadie hubiera dicho nada, de eso estoy seguro. Al fin y al cabo, ella fue mucho más graciosa que yo, donde va a parar, aunque luego no quisiera reconocerlo; humildes que son…

Como decía, y aunque suene del todo inverosímil, este no fue el final a una noche mágica. Y digo mágica, porque al final, volviendo a casa, solo, sangrante aún, con pinta de yonqui metido a hipster, tuvo lugar un encuentro del todo insospechado, propio de los cuentos de hadas. Y es que, «¡oh sopresa, oh dolor, oh campos de soledad, mustios collados!», tuve la fortuna de encontrarme, nada más y nada menos que al ínclito, al ascendido, a ese duende de la cultura moderna, ese iluminado que ha hecho de nuestra seguridad nacional y de nuestra política un chiste mal llevado, a ese prócer de los desheredados… Me refiero, por supuesto, al mal llamado «Pequeño» Nicolás. Encuentro fugaz pero lleno de luz en medio de noche tan aciaga. Le vi venir, caminando como sobre algodones, casi no tocaba el suelo, fresco como una lechuga a pesar de la hora. Conversamos dos minutos sobre su situación, me dijo que estaba ya libre, que no tenía miedo, y cual Jesucristo reencarnado, se interesó por mi estado, me miró y se compadeció de mí. Fue algo digno de cuento, me sentí revivir a su lado… O no, la verdad es que no, todo esto son chorradas, pero no dejó de tener su gracia. Y el tío estuvo amable, simpático, con medio minuto que estuve con él comprobé el carisma que tiene el moreno. No soy de los que le admiran, pero tuvo su gracia encontrármelo después de todo aquello. Fue, y ahora fuera de bromas, un poco ya de chiste. Recuerdo pensar que si el siguiente con el que me cruzaba era Astraco sería la señal definitiva para pasar por el hospital. No cayó esa breva, ¡con la de tiempo que hace que no le veo!

En resumen, es una jodienda que te apaleen, y más sin razón. O aunque tengan razón, aunque puedas resultar tan molesto como yo, no hay excusa para comportarse así, pero tuve mala suerte, di con la persona equivocada. Y a pesar de lo que pueda parecer, no me siento rabioso o con ganas de matar –no más que de costumbre, vaya–, al contrario, estas cosas, después del chute inicial de furia, me dejan todavía más convencido de que genera muchos más réditos ser buena persona que comportarse como un energúmeno. Ese pobre hombre que me zurró bastante tendrá con lo que tiene siendo como es, no envidio su vida, como tampoco envidio el caos que debe tener metido dentro… A qué si no atizarle a un tío tan majo y bien parecido como yo, ¡es de locos!

Ah, y por cierto, durante el concierto también estuvimos con Pepe Colubi, lo que no pasará el jueves, joder…

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