Tres minutos

por Con Tongoy
Bardulias, relatos casi góticos: Tres Minutos

No hay palabras. Apenas si hay algo. En el andén del metro, tarde, esperando un último tren que siempre parece ir más lento que ninguno. Espera. Cansado, harto, le duele la cabeza y el ordenador le pesa especialmente colgado del hombro. Hace más frío de lo que debería en esta época del año y el calor supurante del metro es casi un alivio. Sólo son dos personas en ese andén. No hay nadie más. La mujer descansa, gesto de desidia y el mismo cansancio que él lleva encima desde hace tanto tiempo, que ya no recuerda la última vez que se sintió con verdaderas fuerzas. Dos oficinistas empedernidos, enganchados al único remedio del dinero como compensación.

Camina hacia el fondo, pasa al lado de la mujer que se distrae operando su móvil con frenesí. Por un momento la ve sonreír. Qué valor, piensa, sonreír, a estas horas. Su abrigo negro, elegante, de corte recto, y sus zapatos estilo «vintage» granates denotan cierto estilo al vestir. Apenas si va maquillada, lo justo, aunque a estas horas nada esconde las mismas ojeras que reconoce en su espejo cada noche. El pelo negro oculta ahora su rostro. Pasa de largo, mirar atrás sería todo un atrevimiento. No han cruzado miradas; ella sabía que la miraba, pero no ha levantado la vista. No son horas para la curiosidad, mucho menos para un flirteo estúpido. Llega hasta el final y vuelve sobre sus pasos, paseando tranquilo.

El traje le molesta, la corbata pende ya desganada de su cuello. Está deseando deshacerse de todo: del abrigo pesado que ahora le ofrece un calor cada vez más molesto; el traje, uniforme perenne del tedio; corbata y zapatos pesados de tanto pedalear sin sentido bajo la mesa. Una ducha, sólo piensa en darse una ducha, incluso un baño. No, es demasiado tarde, ducha como mucho. No ha cenado, pero no tiene hambre. Sueño tampoco, está cansado, pero su cerebro mantiene un nivel de actividad impropio, como si no pudiera dejar de funcionar. Por eso duerme mal. La ansiedad crece, se hace una bola dentro de él, pero él es más fuerte, no entiende de esas cosas; quién cae por culpa del estrés no es más que alguien débil. Las dañinas bubas crecen dentro de él, pero no se atreve a mirarlas.

Vuelve a abrocharse el abrigo, parece como si la temperatura hubiera caído de repente. El reloj del metro marca todavía nueve minutos. Su compañera de andén se ha levantado. Está de pie, delante de su asiento, la cabeza en un extraño gesto torcido, la mirada perdida en la pared de enfrente. Sus brazos cuelgan laxos, el móvil todavía agarrado en su mano derecha. No se mueve. El frío es cada vez más penetrante, y la humedad parece crecer desde la suciedad de las vías. Se para y observa a la mujer. Ella se gira y mira hacia donde está, pero no le mira él, mira más allá, aunque no parece ver nada. Comienza a moverse. Es un andar pesado, lento, pero decidido. Se acerca hasta donde está. De cerca, su rostro es serio, estático, su mirada perdida en el fondo del andén. No da la menor muestra de reconocerle, de percibirle a su lado siquiera. Pasa a su lado, ni le mira, ni se preocupa en apartarse lo justo para no rozar su brazo derecho. Un olor acre comienza a invadirlo todo, una emanación podrida del fondo de la peor alcantarilla.

Se gira y la sigue con la mirada, no se atreve a moverse, hay algo en la situación que le escama, que no le parece normal. Una escalofrío recorre su espalda. Ella sigue caminando hasta casi tocar la pared, al fondo. El olor es cada vez más fuerte. Se queda parada, al menos dos minutos. El reloj marca ahora tres minutos. Duda si acercarse a preguntarle, quizá tenga algún problema, algún problema mental o algo parecido. ¿Le habrá dado un ictus? No tiene ni idea, algo ha oído o leído en carteles del metro. Se acerca, anda hasta donde está, quieta, vuelta hacia las vías. No va con miedo, pero hay algo que se ha quebrado, revolviendo toda la situación. Hasta el negro del túnel parece más profundo, más evidente. Es como si la negrura saliera de él, fluctuando, yendo y viniendo.

Antes de que llegue hasta ella, la ve moverse de nuevo. Se agacha, coge el borde las escaleras de metal que bajan hasta las vías. El tren debería haber pasado hace ya tiempo. Mira el reloj, pero sigue marcando los mismos tres minutos. Baja hasta las vías y se queda parada.

–Eh, oye –dice, con una voz que le sale cortada.

No hay respuesta.

–Perdona, ¿estás bien?

No hay respuesta, pero se gira a mirarle. Es la misma mirada vacía, lejana, la cabeza torcida hacia su lado izquierdo, pero es como si no alcanzara a verle. Ve como ella intenta dar un paso, pero no consigue terminar el gesto. Se queda parada, se retuerce, se dobla sobre ella misma y sus manos se crispan en un espasmo generalizado. El móvil cae y al chocar contra el suelo suena como si hubiera caído en el fondo de una piscina. Se recompone y endereza, espera recta. Vuelve a andar, entra en la oscuridad del túnel tranquila hasta desaparecer.

Se queda esperando, quieto. El reloj no marca más el tiempo, ha quedado detenido en esos últimos tres minutos. Está a apenas unos pasos de las escaleras de metal, pero no quiere bajar. Está paralizado. Su primer pensamiento es salir corriendo, salir al exterior, coger un taxi y volver a casa. Le pesan las piernas y ha visto a esa chica perderse en el fondo del túnel, sin más. Hay algo que no es normal. El frío, el olor de todo, la luz de todo el andén que parece estar reprimida… Duda, mira a su alrededor, da dos pasos hacia las mismas escaleras por las que ha bajado hace un momento la chica. Se para delante, casi puede tocarlas si se agacha. No hay nada. No hay rastro de ella. Tampoco puede oír nada.

De repente, un llanto, un llanto que es más un lamento, un quejido ronco y constante.

—Ayúdame…

La voz surge del túnel.

—¿Hay alguien ahí? Ayúdame…

Es la voz de la chica. O no lo es… No la ha oído hablar, pero la voz es definitivamente de una mujer joven. Llora para sí misma, no es el llanto desgarrado del miedo.

—Ayúdame… ¿Hay alguien ahí?

–Ayúdame…

Es lo último que oye, el llanto cesa de repente. Se acerca hasta la escalera, se asoma a la negrura, pero no ve nada. El ambiente es frío, pero la respiración se hunde como si estuviera asomado al borde del mar. No se atreve a bajar. Las escaleras le parecen endebles, y la sombras que se mueven a su alrededor le erizan cada vello de su cuerpo.

De repente, un grito. Un grito terrorífico, de puro pánico. Un grito de muerte. Lo inunda todo, le envuelve por completo. Dura unos segundos, largos segundos, le obliga a taparse los oídos, pero sigue oyéndolo. Poco a poco decae, pero no desaparece, se tuerce en una especie de gemido metálico, en una forma digital y deformada del grito original, como si estuviera siendo tragado por un gran sumidero y su tono se deshiciera en medias notas raídas.

¿Sería ella? Baja las escaleras, casi no se da cuenta de ello, es un impulso. El suelo junto a las vías está extrañamente blando. Ante él no se abre nada, pero es evidente que hay algo. Algo que ocupa el túnel, justo delante de él. Tiene frío. Y el ordenador aún sigue colgado de su hombro, inclinándole. Lo agarra con fuerza, se aferra a él, no lo ha soltado en ningún momento, como si fuera la última marca de la realidad.

Algo le impele a entrar en el túnel, se resiste pero su cuerpo parece extraño, puesto en duda entre dos posibles dueños. El túnel parece respirar. La oscuridad respira. No ve nada y el olor es aún más fuerte. Se resiste, no camina. No está solo. Tiene la certeza de no estar solo. Recuerda las palabras que ha oído hace un momento. Hay algo más allí, alguien más, que se acerca y se aleja, que le mira. Unas manos que no llegan a tocarle. Le llaman. Voces que no escucha, le llaman. Son voces amigas, extrañas y amigas, difusas como las sombras que se abren ante él. Escucha la respiración del túnel y la llamada se hace más evidente.

—Ven. Búscame. Ven. —la voz en su cabeza es casi infantil

Su cuerpo quiere ir, pero él no puede moverse. Su cuerpo quiere moverse pero él no le deja. Siente como tiran de él sus propias piernas, la emoción de dar un paso le hace hervir la sangre, se vuelve irresistible… La negrura se agita nerviosa, una forma parece definirse al fondo. La forma de algo parecido a un hombre, pero emborronado y difuso. Su rostro sin formas es picudo y sus piernas y brazos no parecen tener número o tamaño estable. Un brillo amarillento parece surgir del fondo algo que podría ser su boca. Sonríe, o parece sonreír, pero al momento siguiente cambia, o desaparece, y vuelve a aparecer, canta, le llama, silba… Es una masa pequeña que se deforma con el baile de brumas a su alrededor. Parece moverse a pequeños saltos, cambiando en cada uno. Sonríe de nuevo, se acerca. Sus ojos son rojos, pero no parecen estar ahí. Abre su boca amarilla de nuevo y los dientes se muestran, numerosos, afilados, pequeños. Desaparece de nuevo, sólo hay oscuridad, pero está ahí. Hay algo. La voz de nuevo, le llama.

—Ven conmigo, acércate, juega conmigo.

Es un canto juguetón, casi agradable, repica en su cabeza de forma irresistible y su cuerpo acaba por vencerle. Rompe su resistencia en un primer paso. Va a dar el siguiente paso, pero un ruido parece entrar en su baile, desarmándolo todo. Es algo lejano, pero evidente, y se acerca con velocidad. Su parálisis se resuelve de inmediato cuando se percata del sonido del tren sobre las vías; es como si hubiera salido de repente de un sueño pesado. Le cuesta aún unos segundos reaccionar, pero consigue auparse sobre las escaleras y rodar sobre al andén. Pierde su ordenador en el salto. Se arrastra hasta el borde como puede, su bolsa está sobre las vías. Alarga una mano, pero ve la luces en el tunel desgarrar la sombras a su paso y se recoge sobre el andén, en un acto casi reflejo. La llegada del tren lo rompe todo y casi le arrastra con él. El ruido se le hace ensordecedor y la luz del andén brilla con una intensidad casi dañina para sus ojos. Su ordenador queda pulverizado entre los ejes del metro.

Se levanta, apoyándose sobre sus brazos, arrastrando sus piernas. Las puertas se abren. Espera de pie, mira hacia el otro extremo, hacia la cabina del conductor, pero nadie dice nada, nadie parece dar muestras de que haya pasado algo inusual. Todo es, de repente, tan real.

Entra en el vagón, desorientado y sudando de forma exagerada. Ocupa el primer asiento vacío que ve. Se tambalea al sentarse; está derrengado, como si hubiera corrido a toda velocidad un tiempo demasiado largo. Jadea. Su corazón late totalmente desbocado. Un mujer latina, agarrada a un bolso de cuero negro y grande como si temiera perderlo, le mira extrañada desde el asiento de enfrente. Cruzan las miradas y ella la aparta, nerviosa. No hay nadie más en ese tramo del vagón, el último de aquel día. Al fondo del tren puede distinguir dos chavales que hacen piruetas, colgándose de las barras y gritando como si estuvieran solos, pero no ve a nadie más. Espera a que arranque. Alguien debería decirle algo. El conductor debería haberle visto en las vías o haber sentido como destrozaba la bolsa de su ordenador, no es normal encontrar algo o a alguien en las vías. Deberían decirle algo. Todo es tan real…

El metro arranca. Nadie parece haber visto nada. Se recuesta en el asiento, deja que su corazón recupere su ritmo habitual. Mira su reflejo en la ventana de enfrente, por encima de su única acompañante, que intenta por todos los medios no volver a cruzar la mirada con él. Observa su imagen en el cristal. Su rostro está cuajado de sudor y su piel, lívida, tiene el tono brillante y cetrino de la enfermedad y el miedo. Se mira y se ve envuelto en las sombras, que se ciernen sobre él. Poco a poco, cierra los ojos, no puede más. Su último pensamiento va para la chica del andén. Apenas si puede evocarla, su rostro es un borrón en la memoria y su aspecto se va perdiendo según intenta alcanzarlo, se hunde en una oscuridad sólida sobre la que planea una extraña voz. Al final, desaparece, como si nunca hubiera existido. Quizá no existió, piensa, quizá no exista nada. Un sueño pesado e intranquilo lo engulle finalmente todo, hasta las sombras y los secretos que se ocultan en sus orillas.

 

Imagen por: Oogymcgloogy

 

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