El baile de aquel día no fue casualidad, lo había buscado durante todo el verano. Había querido rodearla con mis brazos, aunque fuera de esa manera sosa y pulcra, desde que llegue a principios de Agosto. Y ese día estaba preciosa, encantadora, con esos rizos, novedad asombrosa frente al cuidado liso de los días pasados. Sus ojos, como siempre, negros y profundos, sonriendo en cada mirada aunque su boca permaneciera cerrada en esa delicada línea que formaban sus labios rosas, jugosos bajo el brillo transparente. Pero no era su boca lo que realmente me perdía, lo que siempre me había hecho elegirla, por encima de las demás, en las continúas y tontas clasificaciones que hacíamos. Lo que de verdad definía su rostro y le daba esa armonía perfecta, era su maravillosa nariz. Pequeña, sin ser diminuta, respingona, sin llegar a ser porcina… Morena, como el resto de su cuerpo, fuera o no verano. Aunque en un tamaño más reducido, siempre me recordó a la graciosa nariz de la Cleopatra de Uderzo; “ era una nariz deliciosa”, decían.
Tenerla tan cerca, sólo para mi, tan sonriente, sabiéndola divertida entre mis brazos, fue la culminación de ese verano de amistad y primeros amores. A su lado, me envolvía el suave, delicioso aroma a frutas que desprendía su piel. – ¿Has visto que bien huelo? – Me decía, juguetona pero distante, como hacía siempre. –Si, muy bien – contesté yo, ensimismado, superado por la urgencia de su proximidad. – Y llevo brillo de labios con sabor a fresa – continúo, diciéndolo como si se tratara de alguna novedad, cuando, cada noche que lo llevaba, se encargaba de recordármelo. Me quedaba prendado, fijos los ojos en su mirada, pícara y educada al mismo tiempo. Me fascinaba el pequeño toque rasgado que tenían sus ojos, acrecentado en cada sonrisa; Sonrisa de locura en blancos lirios, dibujada sobre el fondo de los labios húmedos…
Estábamos pegados, mis manos en su cintura, apretando el vestido veraniego de flores contra sus caderas, con sus brazos reposando en mis hombros y los dedos, casi entrelazados, rozándose apenas, rodeando mi cuello. Qué sensación tan agradable, sentir la piel de sus muñecas rozando la mía, mientras mis manos, rígidas por su inexperiencia pero alerta por la emoción, sentían la tibieza de su cintura, apenas protegida por el fino vestido. Hablábamos mientras y yo le hacía reír, eso no era raro, pero cada risa, cada una de sus tímidas carcajada, era un gozo para mí, un paso más hacia la conquista de su territorio vedado, un escalón más, para conseguir una atención exclusiva y dedicada.