No hay mejor forma de replantear lo peor de la humanidad, de rebuscar en aquello que nos deforma y destruye, en lo peor que tenemos, que el humor. No conocemos todavía una forma mejor de dar luz a los rincones más oscuros y envelados de la humanidad que la vieja fórmula del chiste.
El humor es, si no la mejor, sí la forma más humana de crítica. La parodia, la pantomima, el exceso, la sátira, la burla o la broma más tonta consiguen que nos enfrentemos desnudos, frente a frente, empíricamente humanos, con la realidad. La realidad en su forma menos deformada, porque se nos presenta como es, sin constricciones sociales o políticas, sin el sesgo de nuestra poliédrica disfunción cognitiva; realidad plana, seca, o húmeda, mucho, pero real, muy real, humorísticamente real. El humor puede permitirse lujos que otras situaciones no contemplan. Si le quitamos al humor su capacidad para sobrepasar límites, para transgredir y perforar, si, en resumen, le quitamos su capacidad para ofender, lo despojamos de todo sentido. Y con ello, perdemos una de nuestras mejores virtudes y herramientas de desarrollo social y personal.
La ofensa está de moda. Hoy lo que se lleva no es solo ofenderse, sino vociferar que se está siendo ofendido en todas las redes sociales, blogs y demás elementos retorcidos del ecosistema digital. Lo que olvidamos, casi siempre, sobre todo esos ofendidos profesionales, es que la ofensa es una ente activo, no pasivo. Uno se ofende porque quiere, punto. En cualquier situación, por muy ruin o emascular que sean el insulto o la afrenta. Si nos mentan a la madre, reaccionaremos de una forma u otra porque queremos hacerlo así; unos serán presa de sus instintos más primitivos, otros desdeñarán el insulto con soltura y desdén de oficinista consumado. El humor es humor porque no busca la ofensa, sino la risa. He aquí una diferencia esencial. El humor es humor, porque ofende sin pretenderlo, y en esa ofensa, nos pone contra las cuerdas de nuestra propia identidad, y por eso ofende, aquí lo bonito del chiste, de la gracia, del comentario jocoso o del sketch absurdo y pintado. Tiene la virtud, el poder y la potestad, como ninguna otra herramienta de nuestra condición humana, para abrirnos como una sandía y hacernos sacar en surtidor todos nuestros complejos y prejuicios más ocultos; esos que creíamos bien ocultos.
La pérdida del humor tal y como lo conocemos es un asunto muy serio. El humor libre, el humor que ofende, porque el humor no está hecho para contentar a nadie, está hecho para hacer reír, y en la risa hay gozo, hay revuelo, hay hermandad y hay ofensa; es muy importante que la haya. Y no hay nada más gracioso que saltarse las normas y escandalizar. Escandalizar, por el bien de hacerlo. Satirizar, porque es necesario, porque es un instrumento básico de la racionalidad humana. Escandalizar y satirizar entendidos como una palanca, como el ridículo o la reducción al absurdo de los temas con los que choca y trata, esos mismos que nos revuelven e incomodan, por subterráneos, intratables o enquistados subconscientes.
Decía Lenny Bruce, genio del humor y padre del «Standup Comedy» moderno —juzgado varias veces por indecencia y escándalo público, y finalmente condenado por ello—, que la audiencia es un genio, somos genios, porque solo nosotros, la audiencia, somos capaces de regular la comedia. A través de nuestra risa o no risa medimos lo que es gracioso o socialmente aceptable. No son los humoristas, las instituciones, ni siquiera la masa encendida —tenga razón o no; la masa siempre será la masa, y actuará acorde—, es la audiencia; somos los individuos los que progresamos, y nadie tiene que venir a decirnos de qué podemos reírnos y de qué no. El humor ha cambiado a lo largo de la historia, porque la audiencia, el individuo ha ido decidiendo —eligiendo— lo que era gracioso o no, lo que un humorista podía decir en escena o no, si el chiste que contaba nuestro tío puede hoy ser gracioso o no. El humor, siempre un paso por delante de la sociedad, ha ido regulando a la sociedad, tallándola en sus arquitecturas interiores, mientras esta, a rebufo y casi siempre algo perdida, pretendía regularlo a él. Casi siempre tarde, casi siempre mal, incapaz de comprender, incapaz de liberarse.
No. En absoluto. La respuesta al racismo visceral que consume nuestras sociedades desde hace siglos no es acabar con el humor por decreto, sin condiciones y bajo premisas pueriles. Al contrario, eso solo nos volverá más maleables. El humor nos despierta y espabila. Nos ayuda a entender mejor las sociedad humana y nuestro papel en ella. El humor no es solo risa, el humor es confrontar, y tiene también una función cognitiva, un mecanismo que activa nuestra inteligencia y la pone en un estado de atención y disfrute combinados como ninguna otra experiencia humana es capaz de hacerlo. Riendo uno siempre aprende, trabaja, ama, vive mejor. Riendo uno se curte y endurece, de la forma más floral, dulce y amistosa posible. pero riendo uno no se relaja. Uno no se relaja cuando está en un espectáculo de humor, no puede relajarse porque ha de estar activo, preparado para la risa, para comprender y ejecutar, para interiorizar y aprovechar, para no dejarse coger. Uno solo puede relajarse después, de ahí que la sensación posterior a una buena sesión de risa sana y sin barreras sea parecida a la de un soberbio orgasmo, o de varios muy seguidos. La risa puede considerarse la expresión facial de un orgasmo intelectual, profundo y continuado. Gracias a la risa, todos los seres humanos, incluso los peores y los más santos, han podido saber qué hay detrás de tanta pasión por los orgasmos, por tener uno detrás de otro, carcajadas de placer emotivo racional, la combinación heroica que solo la risa, solo el humor en todas sus formas puede provocar.
En casos como el ocurrido hace unos días con Little Britain, o lo que ocurrió con Rober Bodegas en España hace ya un tiempo, por poner un ejemplo más cercano a nosotros, se da la misma componente asocial y puritana: un grupo de personas, más o menos numeroso, casi siempre de forma anónima, por tanto cobarde, y socialmente digital y desinformada, juzga en nombre de otras lo que está bien y lo que está mal en el humor, sin pararse a pensar en si lo que está haciendo tiene alguna base real, más allá de la mera postura comunal y masiva. No hay análisis, no hay deducción concienzuda, solo la rabieta pseudo intelectual por dictar sobre los demás, aupados en esos podiums morales que hoy nos tallamos en un molde de pajaritos azules y argamasa de intimidad e ignorancia. Si Little Britain se pintaban de negro la cara, se vestían como estereotipos negros y hacían sketches sobre la vida de los negros en Gran Bretaña, no lo hacían porque ellos fueran racistas, porque sus actuaciones lo fueran o porque el humor que hacían fuera racista, lo hacían, en primer lugar para hacer reír —con esto debería ser suficiente—, y en segundo, de forma algo velada, no apta para todos los mundos, para ponernos de frente con la realidad de nuestra sociedad, una sociedad que acepta estos estereotipos con total normalidad, siendo capaz hasta de reírse de ellos como si de una verdad totémica se tratasen. El hecho de Rober Bodegas haciendo bromas sobre gitanos, aunque menos fino humorísticamente hablando —entre lo sunos y el otro dista un abismo de posibilidades e ingenio—, tiene una raíz similar. Aunque el humorista no lo busque activa y conscientemente, la función intrínseca al humor es romper techos, ventanas y muros, para mostrarnos la sociedad, al ser humano, tal y como es. Y hacerlo con gracia, que no sea políticamente correcto es una cualidad connatural al humor, porque no se puede hacer humor de verdad, bajo la premisa de la corrección, eso no es más que una variante deformada, encorsetada, desplumada, mutilada y pobre de lo que el humor debiera ser.
Si alguien cree que esas bromas de Rober Bodegas o los sketches de Lucas y Wallams, o incluso esos capítulos de Fawlty Towers —cumbre mundial del humor, no en vano contaba con su mesías y enviado, John Cleese de todos los santos— retirados esta semana, si alguien piensa que estos y sus bromas son racistas, debería pararse a pensar un momento en sí mismo. ¿No será que el racista soy yo? No será que me da miedo reírme de ello, porque temo darme cuenta de que, efectivamente, tal y como yo mismo pensaba, algo de racismo queda en mí. No será que temo enfrentar la realidad, la puesta en solfa de este mi racismos escondido y reprimido, y recurro a la ofensa y la indignación como un mecanismo de defensa, mi último refugio ants de la aceptación. El bunquer en el que soportar la confrontación insoportable para ese consciente que vive en la inopia sobre su propia circunstancia.
La imaginación es el mayor de los valores humanos. Una verdadera máquina de tiempo y de sueños. Y una de sus mayores y más fructíferas expresiones es la risa, el humor en todas sus formas, la capacidad para hacer reír y reírse, a mandíbula batiente, hasta mearse encima de pura risa. Querer coartarlo, limitarlo sin ton ni son, sin más baremo que una observación superficial y aislada de ciertas bromas, sketches o actuaciones, con la sola, simple y vacía razón de que ofende a un grupo de personas, es otro de esos errores de los que parecemos empeñados en caer en este sigo, sin darle la más mínima oportunidad a la razón, la razón profunda, la razón verdaderamente humana, que no viene solo de esa mente conspicua y reptiliana, sino de un compendio de todas nuestras vísceras, emociones y pensamientos.
Y yo que siempre he pensado que el que más se ríe con las bromas es el bromista, no el embromado. Ese que nos tiende trampas con sus palabras y gestos, para que nosotros caigamos y riamos como endemoniados, sin que ni siquiera podamos pararnos a pensar sobre qué nos estábamos riendo. Y entonces caemos, y reímos más, porque sabemos que hemos caído en la trampa, pero quién más ríe es él, porque ha triunfado, ha envuelto nuestros criterios y razones en un velo de risa, mientras los exponía con saña a la fría y muchas veces oscura esencia misma de la realidad. Desde siempre, supongo que desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, ha habido gente intentando controlar la risa, intentando regularla, prohibirla, utilizarla a su favor, y desde ese mismo siempre, la risa ha sabido ingeniárselas para salir viva y seguir en su camino raudo hacia un futuro que ni ella misma conoce. Esperemos que esta vez sepa sobrevivir otra vez, aunque nunca había estado tan amenazada, por tanta gente, ni por semejante volumen datos malformados y peor utilizados.
El humor ha de ofender, sino, no será nunca humor, pero no es humor aquel que solo busca ofender; ofender con la risa, por y para la risa. Y si al final alguien se ofende, lo hará porque quiere, sin derecho a devolución o compensación alguna, verbal, legal o monetaria. Parece que hemos olvidado también este concepto tan sencillo: que algo nos ofenda no significa que sea malo, intrínsecamente malo, la vida son todo ofensas en potencia, no por ello todo lo que nos ocurre, todo lo que se nos dice y no nos gusta, es malo. Y no es tan difícil distinguir lo que es el insulto o la falta de lo que supone una ofensa, no nos hagamos los tontos o los huidizos, solo hay que mirar en quién es el sujeto activo en cada caso. Mírense a ustedes, si son ustedes los ofendidos, si se ven rodeados de gente que ríe y ustedes no, y enfurruñados piensan que eso no ha tenido gracia, relájense, no pasa nada, es solo que ese chiste, esa broma o pantomima no era para ustedes. Háganse un favor, vivan en paz, no se solivianten y aplíquense el viejo dicho castellano de «quien se pica, ajos come».