Una huella en la sangre recién brotada, nada más. Eso fue todo lo que vio.
Sintió como llegaba, como se arrodillaba lentamente, su respiración pesada y su olor a piel curtida, fuerte, un penetrante miedo lo invadió todo, hasta su boca. Era ya muy tarde, no sentía nada más allá de sus oídos y el espeso amargor que cundía en el aire. Sabía que se le escapaba la vida, ya no podía sentirlo, pero sabía que la sangre que lo cubría todo a su alrededor, tendiendo un encarnado velo a sus últimas miradas, era toda suya; había escapado a chorros, manchándole las manos y la cara. Se arrodilló a su lado, aunque no pudiera verlo. Le midió la cara con una mano dura, caliente en mitad de la noche. Acercó su rostro hasta que casi pudo rozarle; proyectaba una sombra enorme a los ojos de su presa ya inmóvil. Esa respiración costosa, porcina, se detuvo unos segundos. Sonrió, aunque nadie pudiera decirlo. Supo que estaba sonriendo, satisfecho. Intento girarse, verlo al menos una vez antes de morir, pero era inútil, ningún músculo respondía a sus desesperadas órdenes; su cuerpo había muerto mucho antes que su mente, y su corazón, cada vez más lejano, parecía hundirse en la roja marea empedrada que se retorcía a su alrededor.
Oyó sus pasos de nuevo, alejándose, su aliento se alejaba como se había acercado hacía unos minutos, nervioso y cerrado, para perderse de nuevo en las sombras. Reunió todas las fuerzas que pudo y provocó a su cuello moribundo en un último esfuerzo, por pura justicia. Levantó los ojos, aupado en los pocos milímetros que concedió en darle su cuerpo agarrotado por la muerte, y contempló de nuevo la calle por la que había bajado hacía sólo unos pocos minutos. No había nada, sólo sangre, su sangre y la sombra que se desvanecía, poco a poco. Creyó verla divertida, sonriendo con sorna ahora que había cumplido su jugosa labor. En la mancha de sangre, viscosa, una huella grande, extraña en medio de la esa gelatina helada y rosa, se empeñaba en afinar la realidad de lo que le rodeaba. Por un momento volvió a sentir el frío de la calle y ese sabor ocre en los labios, que ya no se le iría jamás.