—Sancho, por qué me has traído aquí, apenas puedo sostenerme en el caballo. ¿Y qué narices hago a caballo? Se supone que ya no debo montar, no sé qué hago aquí…
—Antes le encantaba salir a caballo.
—Antes… Antes estaba loco, como una cabra, Sancho, y todo esto no es más que una locura a la que no le veo ningún sentido. Volvamos a casa, Sancho, por favor, ya no estoy para molinos ni para gigantes, ni para gigantes que nunca fueron molinos.
—No sé si le prefería yo loco…
—Tú, puede ser, pero lo que es yo, seguro que no. Si tengo que elegir entre el ser apaleado por confundir ejércitos con ovejas y vivir tranquilo en mi casa, lo tengo claro.
Sancho no supo que contestar, la decadencia de su señor le aguijoneaba el corazón, pero por más empeño que pusiera, no conseguía nada. Era muy duro ver caer a esa antiguo loco en la apatía y la desidia. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentado viendo la televisión, ya prácticamente no leía nada, ni siquiera la prensa que él le llevaba puntualmente cada mañana. Comía mucho, mal y a deshora, su aspecto era el de un anciano abotargado por la medicación y los malos hábitos. Era triste verle así. Estaba más cuerdo, sí, desaparecieron las visiones y las ganas de desfacer entuertos y salvar doncellas, pero esa cordura le estaba haciendo caer en una espiral de derrota permanente que Sancho apenas podía soportar.
—Pero, mi señor, necesita salir de casa, que le dé un poco el aire. No puede pasarse el día ahí metido, comiendo esa basura, viendo la televisión sin parar…
—¿Quién dice que no puedo, Sancho? Soy un enfermo, y los enfermos están en casa, descansan y comen para recuperarse. A cualquier dolencia es remedio la paciencia, Sancho.
Cuánto habían cambiado las cosas. Sancho perdió su afición por los dichos y refranes en el mismo momento en que empezó a oírlos de boca de su señor.
—Pero señor, eso que lleva usted no es vida.
—¿Y qué es vida? ¿Vérmelas a palos con pastores o salir manteado de la última casa rural de la Mancha? Vamos Sancho, sabes muy bien que la vida de antes era una pantomima, las fantasías de un enfermo, y no critico que me siguieras en ellas, pero quizá pudieras haber hecho algo antes…
No era la primera que le reprochaba el que le hubiera seguido en sus aventuras. Quizá debió haber avisado antes al médico… Pero ¿para qué?
—¿Por qué no caminamos tranquilamente hasta los molinos? Ya sé que no son auténticos molinos, pero hagámoslo. Por dar un paseo, nada más, no hay porque buscar gigantes donde no los hay, mi señor.
—Está bien, Sancho, un paseo corto, y nada más. Quiero ver de cerca esos nuevos molinos, si son tan grandes como aparentan.
Caminaron al paso, Sancho en su vieja mula, que aún aguantaba gracias a los esmerados cuidados que le prodigaba. Alonso en un joven caballo color canela; el bueno de Rocinante había muerto hacía unos años, tranquilo en su cuadra, esa había sido la última vez que había visto llorar a Alonso. Cómo echaba de menos al viejo Don Quijote, nunca pensó que lo haría, pero lo echaba de menos, y a su locura, y a sus locos y anticuados valores…
Tardaron casi una hora en llegar, y a medida que ascendían, el ánimo de su señor parecía mejorar de forma notable.
—Ves, Sancho, esos no son molinos ni son nada.
—Claro que no, no tienen alma.
—¿Alma?… Sí, alma, bien dicho Sancho. No tienen alma. ¿Qué es de un molino si no puede moler el grano?
—Estos dan electricidad.
—Bah, electricidad. ¿Para qué? ¿Para mantener más televisiones y cargar esos teléfonos móviles del demonio?. Alimentar a la gente es una causa noble, esclavizarla a la tecnología no lo es.
—Cuánta razón tiene…
Sancho veía como cambiaba su ánimo a cada paso; su postura sobre el caballo, su mirada, sus palabras, todo destilaba una emoción perdida hacía mucho tiempo.
—Vamos, Sancho, quiero ver esos monstruos de metal de cerca antes de que se nos eche la noche encima.
Alonso apretó el paso y Sancho le siguió como pudo, no quería forzar a su vieja mula con esfuerzos innecesarios. En poco tiempo alcanzaron la cima y se encontraron bajo las grandes pilonas de metal.
—La verdad es que desde aquí, su aspecto es imponente —dijo Sancho, mirando hacia arriba, asombrado por la altura que alcanzaban esos enormes molinos de viento.
—Bah, no son gran cosa. Mira, es un palo y tres palas, poco más. Grandes, pero no fuertes.
—Sin duda estos no son gigantes.
—Gigantes dices…
Alonso Quijano se giró y miro a su criado con un extraño brillo en los ojos, un gesto de emoción que no le había visto en mucho tiempo.
—Gigantes, eso es, claro que son gigantes, Sancho, como no lo he visto antes. Y no unos gigantes cualquiera.
—¿Cualquiera? —Sancho contestó divertido, encantado por ver una chispa del loco que tanto echaba de menos.
—Son gigantes muy peligrosos, Sancho, ten cuidado, alejémonos con cuidado.
—¿Por qué?
—Por qué estos son hecatonquiros, antiguos gigantes de cien brazos, ¿no los ves Sancho?. Gigantes sin alma y poco cerebro que se alimentan de las almas de los pobres seres que se cruzan en su camino.
Sancho sonreía divertido y miraba con falso asombro a los enormes molinos que les rodeaban.
—Rápido Sancho, tenemos que volver rápido a casa. Hay que acabar con ellos antes de que lleguen más lejos.
El viejo y grueso hombrecillo lloraba de emoción sobre su mula.¿Y qué si estaba loco? ¿Y qué que llevara cambiando sus pastillas por simples aspirinas desde hacía varios días? Era la primera vez que le veía así, feliz, en meses. Y es que hacía mucho tiempo que había comprendido que su verdadero señor nunca fue Alonso Quijano, sino el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha.
—Es curioso, Sancho, me siento como si llevará meses durmiendo…
Imagen por: catch–22