Querido Carlos

por M.Bardulia
Relatos en Bardulias: Querido Carlos

Lo que más le gustaba del verano eran las fiestas en el parque, y las de la familia Harper eran las mejores, sobre todo porque Dustin siempre estaba en ellas, presidiéndolas, divirtiendo a sus invitados, espléndido y radiante con todas las chicas. El guapo de Dustin, el anhelo de todas, pero que no había hecho sino demostrar su admiración por ella en todos los bailes en los que habían coincidido desde el invierno pasado. Nicole era le envidia de sus amigas, Nikki La Guapa la llamaban, y era guapa, muy guapa, pero el nombre era sobre todo para diferenciarla de la otra Nikki —y chinchar todo lo que pudieran—, la hermana de Dustin, la gorda de Nikki, la fea, la insoportable y malhablada. Su hermano estaba rendido a ella, lo sabía, y estaba encantada con la idea de convertirse en la esposa del hombre más deseado de todo Londres.

Aquel día, el día de la gran primera fiesta del verano, se había vestido con el mayor de los cuidados, llevaba meses preparando su vestido y no dormía bien desde hacía dos semanas pensando en todo lo que podía no salir bien en una noche que debía ser perfecta… Eran tantas cosas, y debía estar tan espléndida; debía destacar por encima de todos y de todas las demás, ser la única atracción de la fiesta, sobre todo para Dustin. Los nervios la atenazaban, una semana más y le hubiera dado una ataque de nervios, estaba segura. La espera mereció la pena, hasta su hermano pequeño, siempre respondón y maleducado con ella, tuvo unas palabras de asombro: Estás guapísima, pareces una… pareces una princesa. Dustin iba a ser su prometido, su marido, no tenía la menor duda, el más guapo y el más rico de todo Londres. Lo tenía todo previsto desde aquella misma noche. Se besarían en el parque, y quizá le dejara hacer algo más, pero le mantendría a raya, sabía como hacerlo, había practicado con la prima Anna, y con Molly, la criada irlandesa, ella había sido la que les había enseñado, en realidad, todo lo que sabían. Los hombres son muy fáciles, decía, déjales que se metan dentro de ti sólo después de hacérselo sudar, que sufran por ello, y cuando ya estén dentro, no les sueltes, sácales todo lo que puedas; ya verás como vuelven entonces, siempre, y el ciclo comienza de nuevo. Les enseñó a tocarse, a ellas mismas y entre ellas, descubrieron las verdades de un cuerpo que había sido un desconocido, un tabú, hasta ese momento. El cuerpo de su prima era menos bonito, más abombado y rollizo, pero de una voluptuosidad que Nikki admiraba, por su femineidad, sus curvas marcadas y jugosas. El suyo era más fino, más deseable y bello al fin y al cabo, pero el de su prima destilaba sexualidad, algo que envidiaba en secreto, pero que sabía que no era un activo valioso para su futuro; mientras que ella estaba destinada a casarse y convertirse en una de las damas más importantes de Inglaterra, su prima tendría muchas hijos y viviría una vida mediocre con un hombre mediocre. Habían aprendido juntas cómo encontrar el placer, y cómo darlo, y Molly les enseñó cómo debían hacer lo mismo con un hombre. Las mujeres tenemos suerte, podemos elegir el momento, sabemos y dominamos, los hombres sólo buscan meterla, descargar dentro o sobre ti, son animalitos y a los animalitos, nosotras, las mujeres, sabemos muy bien cómo controlarlos; un poco cada vez, nunca todo de golpe, darles algo, que su mente se nuble, pero sin rendiros a la primera ni a la segunda ni a la tercera, sólo cuando estén al borde del espasmo, entonces es cuando debéis dejarlos caer encima de vosotras, y, así, dominarles.

Dustin no era un hombre cualquiera, aunque igual de ingenuo que la mayoría, y esa noche sería su noche. Escaparían en cuanto pudiera del baile y se besarían bajo las sombras del parque, sin que nadie les viera. Le dejaría que la rozara, y ella le rozaría a él, le sorprendería con la intimidad aprendida y entrenada, le haría sentirla muy cerca, todo su calor, pero nada más. Él le declararía su amor incondicional, presa de la pasión, y estarían juntos para siempre. Su padre aceptaría sin dudarlo, era una de las mejores familias de Londres, ¿cómo no iba a hacerlo?  Estarían casados en primavera.

Como había esperado, aquella noche, su entrada en la pérgola junto al estanque causó la sensación esperada; todos se giraron y un silencioso murmullo de asombro recorrió el ambiente. Los globos de gas que iluminaban todo con su luz amarillenta realzaban de forma casi mágica el color azul cian de su vestido, adornado con pequeños lazos de un ocre brillante, acorde con los tonos que ya se apagaban en los grandes castaños del parque. Los bordados eran exquisitos, y las joyas que le había dejado su madre completaban un atuendo perfecto, como juzgaron todos los presentes. Los ojos de Nikki, de esa envidiable y única variación del violeta, brillaban más que nunca iluminados por la emoción de ver a Dustin destacado entre la gente, sonriéndole con gesto de evidente asombro. «Estás radiante, querida» Oyó, como de lejos, en una voz conocida, pero que no llegó a identificar, presa su atención ya de la imagen de aquel joven que se acercaba a recibirla, con prisa, con el mismo nervio que se agitaba en su propio pecho. Ella se comportaba como le habían enseñado, fingiendo sin esfuerzo un rubor exagerado, cruzando una mirada distraída, aunque atenta, con el anfitrión. Como no podía de ser otra manera, no hay otra mujer en esta fiesta, en todo Londres, en toda Inglaterra, más bella y elegante que usted, Lady Tremblay, dijo Dustin, nada más recibirla, cogiendo su mano y besándola con suavidad.

Respondió Nikki con una mirada que dejó entrever algo más que la educada señorita que el joven conocía. Éste desvió la mirada, nervioso, su azoramiento se mostró rápido en sus mejillas y sus orejas, que se tiñeron de un rojo intenso, a pesar de la fresca brisa que ya recorría la orilla de lago.

A partir de aquel saludo, toda esa noche fue como un teatro para ella; la representación perfecta de todo lo que había planeado. Dustin no se separó de su lado, atrapado en la red que había tendido Nikki a su alrededor, salvo por las dos o tres veces que fue reclamado por su vetusta y rígida madre, empeñada en que conociera a todos y cada uno de los numerosos invitados, entre los que se encontraba lo más granado de la sociedad londinense. No en vano, era considerado el soltero de oro, uno de los muchachos más prometedores de toda Inglaterra, heredero de la enorme fortuna de su casa. Era el futuro, su futuro, el futuro de los dos. La única pega que tenía era su hermana pequeña, desastrada y fea, un ejemplo de lo que nunca debería llegar a ser una señorita. Su fama era de las peores, y las historias que se contaban sobre sus aventuras en la noche londinense hacían enrojecer hasta a los caballeros más curtidos en las lides nocturnas. En cuanto se casaran, se libraría de ella, no tendría por qué vivir con ellos, se lo pediría a Dustin, él haría cualquier cosa por ella, la enviarían a vivir a París, o peor, a Escocia, a algún castillo perdido en las Tierras Altas.

El baile acabó por hacérsele un mundo, no porque no disfrutara como nunca en su vida, regodeándose con su prima y sus amigas de lo que estaba siendo su coronación oficiosa como reina social de Londres, sino porque tuvo que esperar casi hasta el final para poder bailar con Dustin y mostrar a todos lo que para ella era una cuestión del todo hecha. Y fueron, como esperaba, la sensación de la noche; todas las parejas dejaron de bailar cuando ellos salieron y el evento en sí pareció convertirse en una petición de mano anticipada. Todo era perfecto, y la evidencia se transmitía al resto de los presentes, podía sentirlo. Su noche, y su felicidad, culminó cuando, gracias a una apagón cuidadosamente preparado con Anna y su amiga Bianca, y celebrado por algunos invitados con gritos nada propicios, pudo la pareja escabullirse para pasar, por fin, a su tan ansiada soledad. Cogió a Dustin de la mano, y atravesaron los setos del lateral, adentrándose rápidamente en la oscuridad cómplice del parque. Corrieron, riéndose los dos, ella sujetándose el vestido, tirando de él, aún algo cohibido por la repentina huida, hasta casi llegar a la orilla del Támesis, justo al lado de la entrada oeste del parque, cerca del puente; Nikki conocía el parque como la palma de su mano, había estudiado con cuidado donde poder pasar un buen rato a solas, antes de ser encontrados. Era una noche cerrada y, como había esperado, esa zona del parque, cubierta por los enormes castaños, quedaba sumida en una oscuridad que apenas si dejaba ver el estrecho camino de arena. Nikki buscó un espacio entre los setos y atrajo a Dustin hacia sí, tomándolo con las dos manos, sumergiéndose en la vegetación y la negrura de una noche sin luna.

Oh, querida, qué bien preparado lo tenías, dijo él, contemplándola divertido, igualmente encantado con la situación. No podemos estar fuera mucho rato, nos echarán de menos. Sí, querido, pero no nos van a encontrar aquí, al menos por un tiempo largo, disfrutemos de esta soledad antes de que acabe. Él sonrió y se acercó hasta ella, pegando su cuerpo levemente. Ella le correspondió acercándolo más, reposando sus manos y su cabeza en su pecho. Sentía su mirada y su respiración, su pulso algo acelerado, puede que por la carrera, aunque seguro que también por ella, por su cercanía en aquella oscuridad impenetrable. Buscó con su cuerpo pegarse a su cintura, como habían hablado con Molly, intentando que la sintiera todo lo cerca que pudiera. Él la cogió con la cintura y la atrajo con fuerza hacia sí, una fuerza que Nikki no esperaba, pero que entendió como una muestra de que su estrategia estaba teniendo efecto. Levantó la mirada, ocultando su satisfacción tras unos ojos que mezclaban algo de falso rubor y miedo fingido. Él la miraba también, pero en sus ojos parecía crecer algo distinto, no era la sensación mezcla de pasión y extravío que Nikki hubiera esperado de un hombre recto y algo ingenuo como Dustin, había algo más, era como si le mirara con cierta sorna, divertido ante la escena. Querida Nikki, no sabes las ganas que tenía de estar así contigo, a solas, en la oscuridad, sin nadie a nuestro alrededor. Y la apretó aún más fuere contra él, y Nikki sintió por primera vez que algo estaba torciéndose en su noche perfecta. A pesar de ello, siguió con su papel, el papel de niña tímida que no sabe lo que pasa, dejándose hacer, pondría las barreras en el momento preciso, cuando él más se inflamara, así su necesidad de ella sería aún mayor, se volvería loco por ella y pediría su mano esa misma semana…

Dustin, dijo melosa, ¿no vas a besarme? ¿Quieres que te bese? Si lo haces con dulzura, sí, Dustin, nadie me ha besado antes. Era mentira, su prima Anna y ella se habían besado muchas veces, en la boca, en los pechos, en otras partes de su cuerpo menos acostumbradas, jugaban a que eran también hombres. Y con Anthony también se había besado, fue la primera vez que besó a un hombre, y la primera que un hombre la tocaba. Pero nunca con alguien que de verdad deseara, que de verdad le provocara esa sensación que había oído describir a Molly tantas veces, pero que no había llegado a entender. Y ese pensamiento la desequilibró por un momento. Se sintió caer, unos segundos, perder el control y caer, al contrario de lo previsto, en manos de él, de Dustin. Volvió a mirarle y comprobó como su mirada, su gesto, su rostro entero mostraban algo totalmente distinto. Ya no era Dustin, no él Dustin, educado y apocado, casi tímido en su papel de heredero, que había conocido siempre. Éste le miraba con suficiencia, con deseo, con un deseo que la turbaba y que abría la puerta a cosas que no entendía, cosas oscuras y con un toque salvaje. Un escalofrío le recorrió el cuerpo e intentó separarse de él instintivamente. No cariño, dijo él, su boca torcida en una mueca mezcla de lujuria y desprecio, no te vas a ir sin que te bese, ¿verdad? Es eso lo que querías. Déjame Dustin, déjame, no estoy cómoda, me quiero ir, déjame volver al baile. Y se escabulló de entre sus brazos, dispuesta a salir corriendo de allí. Había algo malo en él, algo que no había previsto, un halo de miedo, de maldad que la paralizaba. Había pensado tantas veces en aquello, como un juego, en cómo ella manejaría a Dustin a su antojo y conseguiría sus propósitos, que no sabía cómo reaccionar. Si salía de allí corriendo podría perderlo todo, su oportunidad de ser la más envidiada de Londres, la gran Dama que siempre había soñado ser. Miró de nuevo a Dustin, delante de ella, inmóvil, sin variar esa mueca terrible en su boca. Los ojos le destelleaban en la oscuridad, que parecía fluctuar a su alrededor, bailando con su cuerpo en una luminiscencia imposible.

¿Qué? ¿No quieres que te bese? Fue tan grande la soberbia, la lascivia con que dijo aquello, que Nikki tomó una decisión sin pensarlo más. Me voy. ¿Cómo? Me voy, Dustin, has sido muy maleducado conmigo, creí que tú serías de otra forma, pero me equivoqué. Oh, no, cariño, no te equivocaste, sólo te enseñé lo que yo quería que vieras, te di el control, te hice pensar que todo sería para ti y que yo sería tu perrito faldero, pero fue sólo porque yo lo quise así. Nikki sintió como las lágrimas subían a sus ojos, pero reprimió el llanto, no le daría ese placer. Me voy, dijo, y dio un paso dispuesta a irse. Me temo que eso no podemos permitirlo, respondió él, al tiempo que una mano, pequeña, pero tremendamente fuerte, la cogía por la muñeca, apretando con fuerza. Intentó correr, pero unas manos pequeñas subieron como lianas por su cuerpo y la atenazaron con una presión enorme, sin darle a tiempo a reaccionar. Intentó gritar, pero Dustin le tapó la boca con su mano antes de que pudiera emitir sonido alguno.

Hola hermanito, dijo una voz conocida y desagradable, a sus espaldas, ¿necesitas ayuda con esta mojigata?. Era su hermana, la otra Nikki, la gorda de Nikki, la coja y contrahecha.  Hola, hermanita, menos mal que has llegado, nuestro pajarito quería irse, pensaba que podía escapar de nosotros. Dustin acercó su cara a la de Nikki hasta casi rozarla y dijo, en un tono sibilante: Relájate, querida, ¿no es esto lo que tú querías? Los ojos de Nikki se movían en todas direcciones, presa del pánico. Intentó una vez más zafarse del abrazo de su captora, pero ésta no hizo sino apretar su presa, subiéndose encima de ella, maniatándola con sus brazos y con su piernas, como si fuera una especie de cerrojo de carne y hueso, un araña gorda hecha de carne. La sentía respirar pesadamente en su nuca, era como si hozara, un ruido animal, porcino; la veía sonreír sin verla, satisfecha de tenerla así, a ella precisamente. Vamos, hermanito, a qué esperas. Quiero saborear el momento, nada más, respondió. No tengas miedo, cariño, esto va a acabar muy pronto, relájate, no hay absolutamente nada que puedas hacer, ¿por qué preocuparse más? Y en cuanto terminó de decirlo, abrió su boca de forma totalmente antinatural; sus mandíbulas parecieron desencajarse hasta alcanzar una amplitud aterradora, abarcando una altura mayor incluso que la de su cabeza, dejando ver unas pequeñas hileras de dientes afilados y terroríficos. Nikki, Nikki la guapa, que había soñado con ese momento, que había caído en la trampa aquel horror, se estremecía en el abrazo brutal de la infecta hermana, que emitía una especie de gruñido nervioso, un gorgoteo creciente a sus espaldas,  ansiosa amarrada a ella, sin dejarla apenas respirar.

Una lengua viscosa y de color rojo sangre, un apéndice que parecía tener vida propia, olfateando, tanteando el espacio a su alrededor, salió de aquella boca babeante, buscándola a ella. Se agitó delante de los ojos de la pobre niña como si se excitara ante su presencia. La mano que cubría su boca levantó su presa asfixiante y, antes de que Nikki pudiera pensar siquiera en gritar, esa lengua enorme, moviéndose espasmódica como cola de reptil, penetró hasta el fondo de su garganta, silenciándola para siempre.

 


 

Carlos había sido siempre un chico raro. El divorcio de sus padres no ayudó en nada a que Carlos, de naturaleza tímida y con problemas de relación desde pequeño, alcanzara cierto grado de estabilidad. Poco a poco, Carlos, deslabazado por dentro y por fuera, fue encontrando cada vez más fascinación en el desorden y caos, mientras sus padres, demasiado concentrados en atraer su atención y en su propia vida egoísta, descuidaron aún más su atención y fomentaron que su carácter caminara por los extremos más peligrosas de una adolescencia torturada. Mudarse a Londres fue la gota que colmó el vaso y Carlos terminó por encontrar en la dominación y en la tiranía, dentro y fuera de casa, un escape a su confundida existencia. Aunque conflictivo, había sido siempre un chico inteligente, quizá demasiado, aunque muy pocos llegaran a darse cuenta de ello, y utilizaba esa inteligencia para manipular a todos los que le rodeaban. Su padre era un juguete en sus manos, todo lo que necesitaba, todo lo que pidiera, dinero, ropa, cualquier cosa, lo tenía al instante, le bastaba con mostrar una falsa pátina de cariño de vez en cuando y cumplir con la cena semanal que le obligaba a tener con él; una excusa que su progenitor se ponía a sí mismo, para poder decir que era el padre que nunca había llegado a ser. El resto de su relación era un continuo torrente de atenciones y caprichos para sobre compensar la falta de tiempo, atención y ganas que había sufrido toda la vida, por parte de unos padres más preocupados en hacerse la vida imposible, que en educar al único producto de un matrimonio abocado al fracaso desde la primera pedrada. Toda su educación, al menos los últimos cinco años, habían quedado en manos de Emily, la mujer filipina que contratara su madrastra para hacer todo lo que ella no deseaba hacer. Se convirtió en su madre y su padre, lo más parecido a una figura de autoridad que hubiera tenido en su vida, y aunque al principio consiguió pequeños triunfos, con el tiempo se vio también sometida por la inteligencia enrevesada y maquiavélica con la que Carlos conseguía todo lo que quería.

En sus oscuros manejos, iba creciendo un verdadero psicópata. Un psicópata de la peor clase, de la que le permite ser parte de la sociedad con la mejor de las sonrisas, como si nada más pudiera pasar, un miembro productivo de la pirámide de consumo, orgulloso y buen ciudadano, pero que transita sumergido, sorbiendo en la sombra, aprovechándose y cebándose todo aquél que se le acerca, sometiéndole a su voluntad retorcida. Había aprendido a mantenerse siempre en el límite y no descubrir su verdadera personalidad, pero con el tiempo, las ganas por explorar la verdadera extensión de su poder crecían de forma alarmante. Se sentía cada vez más poderoso, y en ese poder veía posibilidades sin fin, tantas, que en esos tiempos fue cuando por primera vez llegó a valorar el asesinato como el culmen de toda su atrofiada existencia.

Eran ideas, más o menos pasajeras, que se paseaban por su cabeza, siempre aburrida de lo de siempre, siempre convirtiendo lo nuevo en viejo y a la búsqueda de nuevas sensaciones que se iban envolviendo cada día en un baño más inhumano y salvaje. Pero aún no. Aún no estaba formada en él la pasión por la sangre ajena, se contentaba con manejar a la gente, operar y llevarles por donde él quisiera. Hacía daño, pero no llegaba a la sangre. Ver llorar a la gente que le rodeaba era una de sus más queridas aficiones. El provocar pena y desesperación en ellos le hacía sentir una sensación de plenitud que pocas veces alcanzaba. Se alimentaba de la ruina de otra gente, no importaba quien fuera.

Tenía una novia, una pobre chica de su edad que vivía por y para él. Consiguió convencerla para que salieran un tiempo, a pesar de las evidentes reticencias de ella, que quizá viera algo que no supo entender entre las fogosas y románticas declaraciones de amor del chico de origen español. Y al principio, cuando ella todavía no sabía qué pensar o sentir, todo fue como de otro mundo, se mostró como el mejor de los novios, un novio de película, un auténtico caballero que la hizo estar en las nubes. Ella se enamoró perdidamente de él, y cuando él la tuvo donde quería, en el centro mismo de su mundo, de esa telaraña de emociones que cuidadosamente había tejido a su alrededor, fue convirtiéndola poco a poco en su perfecta esclava. Hizo una yonqui de ella, una yonqui de él, y se ocupaba en mantenerla en ese estado de constante supresión en el que ni siquiera pudiera plantearse nada más que su historia: la verdad de Carlos, como él, en su fuero interno, con malicia y deseo, la llamaba. Su verdad, la verdad de Carlos, la única que existía.

Las Redes Sociales eran uno de sus pasatiempos preferidos. El lugar perfecto para alguien como él. Pasaba horas metido, sorbiendo de las vidas ajenas, alimentando su amargura con la falsa felicidad que todos proyectaban en sus fotos, sus comentarios, los videos con amigos que tanto le irritaban, que le machacaban haciéndole ver, sin que entendiera el porqué, la realidad de esa miseria que le consumía desde niño. Había creado una veintena de perfiles distintos y varias redes, y los había hecho crecer con una dedicación casi profesional. Había aprendido a moverse en ellas como un auténtico experto. En su pretendida superioridad, no se planteó nunca en ganar dinero con ello, y podía haberlo hecho si hubiera querido, pero no le faltaba el dinero; el dinero nunca fue un problema. Todo lo que hacía en la red cumplí un solo fin: su entretenimiento. Y Carlos solo se entretenía con el sufrimiento ajeno, poniendo en juego su capacidad de dominio sobre el resto de los mortales. El anonimato de internet le proporcionaba una herramienta perfecta para humillar, insultar y engañar todo lo que quisiera. Llegó hasta a sentirse comprendido entre tanta gente destripándose, sin control, arramplando con todo y con todos, se lo pasaba bomba, era su terreno, sin duda, pero esa euforia sólo le duró un tiempo. Pasados unos meses se cansó; le pareció tan fácil reírse de la gente de esa forma, sin emoción alguna, sin riesgo, que comenzó a perder interés por ello. Necesitaba algo más, algo real, él no estaba hecho para esconderse, quería emociones fuertes.

Pasó algunos días dándole vueltas, desesperado por encontrar por dónde seguir, prácticamente abandonando todo el entramado que había creado online, cuando, en una de sus múltiples visitas al perfil de una compañera de clase que le volvía loco, pero que no le hacía el más mínimo caso, leyó una noticia sobre unos supuestos «Payasos Terroríficos» que estaban apareciendo en Estados Unidos. Al momento, el asunto captó su atención, y cuando supo que no eran más que gente disfrazada, bromistas de mal gusto, aplaudió la idea de forma histérica, encantado, deleitándose en la que, decidió, sería su nueva y principal afición.

Siguió cada nueva noticia con suma atención. Cada vez estaba más entusiasmado con el tema, y en cuanto empezaron a oírse rumores de que estaban ya apareciendo los primeros imitadores en Reino Unido, resolvió unirse a ellos, y hacerlo, además, de la manera más pública y sádica posible. Como no podía ser de otro modo, la pobre Sarah, su novia zombie, se vio metida en el lío desde el principio, por decreto, sin voluntad por mover un músculo y oponerse a su tiránico novio. Carlos, sumergido completamente en su nueva misión, se deleitaba con las enormes posibilidades que ésta le ofrecía. La sola idea de poder causar esa clase de miedo en alguien, fuera conocido o no, le provocaba ataques de risa incontrolables. Pasó días buscando el disfraz correcto en internet, llegó a probarse cinco diferentes delante de su novia, que le contemplaba aterrada, negando o asintiendo con la cabeza según lo que el otro le dijera sobre tal o cual de los disfraces. No la tenía allí para que le ayudara, sólo él decidiría, ella era su perro faldero, su sirviente, su esclava particular y principal testigo, la que alabaría lo que él, su Dios, hiciera. Llegó a obligarla a acostarse con él vestido con uno de esos horribles disfraces, y ella se sintió poco menos que violada, porque no quiso nunca llegar hasta allí, con nadie, y porque ya no le gustaba el sexo con Carlos, que se mostraba desagradable y violento. Estaba en el límite de su resistencia, pero seguía, porque no sabía como salir, porque ni siquiera se planteaba que pudiera salir de allí. Y mientras, la pobre Sarah perdía peso y amigos de forma alarmante, y se enterraba en un mar de maltrato y desorientación.

Mientras buscaba el disfraz adecuado, Carlos exploró con cuidado los rincones más oscuros cercanos a su casa. No buscaba lugares concurridos, quería algo apartado y oscuro donde pudiera encontrar transeúntes solitarios, pero donde también pudiera tener una vía de escape clara por si algo no salía del todo bien. Después de varias noches paseando por calles y parques, encontró el lugar perfecto. Se trataba de un rincón oscuro dentro del parque de Battersea, muy cerca del río; los castaños centenarios que lo cubrían provocaban una oscuridad impenetrable, que reforzaba su sensación de desamparo y calígine gracias a la niebla que subía al anochecer desde el río cercano. El parque era el lugar idóneo, sin duda, tendría que acertar con un día de niebla para que la conjunción fuera la adecuada, lo sabía, pero todo era cuestión de probar varios días hasta encontrar la noche propicia y la víctima adecuada.

Repasó el lugar una y otra vez, durante varias noches seguidas. La oscuridad que se formaba era aterradora, incluso para él, que sólo conocía el miedo como un vago recuerdo de su infancia olvidada, hacía demasiado tiempo. Pero no era sólo la oscuridad penetrante del paseo lo que le provocaba aquel recuerdo del miedo; no era sólo esa vasta negrura de fronteras cuasi rígidas, era algo más. Una de las noches, la más fría, y en la que una niebla gelatinosa que parecía tener vida propia, agitándose a su alrededor, crecía como tentáculos de la noche misma, un hombre y una mujer se cruzaron en su camino. Caminaban apacibles, ajenos al clima y a la negrura que crecía a su alrededor. Eran jóvenes; él, guapo y bien vestido; ella, desaliñada y fea, caminando colgada del brazo del otro, renqueante. Sonrientes, como quien camina una noche de verano y luna cerca del río, ni se inmutaron al verle. Hubo una mirada, una mirada corta pero mantenida, de un color verde intenso,  y en medio de aquel paraje nocturno aunque inusualmente vivo, pudo sentir en su espalda, recorriendo su columna de extremo a extremo, una sensación que creía perdida para siempre. Ése sería su lugar, sin duda, no podía haber otro. La pareja se alejó, adentrándose en el parque, sin que su presencia allí hubiera parecido sorprenderles en lo más mínimo.

Volviendo a casa, aunque algo azorado por aquel extraño encuentro, se relamía ya con las caras y los gestos de terror de sus futuras víctimas, y fantaseaba con acabar saliendo en las noticias: «el payaso asesino de Battersea». No pensaba matar a nadie, no de primeras, pero y si conseguía que a alguien le diera un ataque al corazón… Eso sería un éxito rotundo, elevaría su nivel a cotas que sólo había imaginado alcanzar; mataría a alguien sin mancharse las manos. Lo que se reiría si eso ocurría. Tenía que prepararlo todo bien. Se sentía más poderoso que nunca. Al acostarse ese noche, justo cuando apagaba la luz en el borde mismo del sueño, una punzada de miedo le hizo recordar de golpe esos ojos verdes que había contemplado en la oscuridad. Había algo en ellos que le desconcertaba, algo fuera de lo normal, ajeno, pero al mismo tiempo familiar, diría que hasta le había parecido que esos dos ojos le reconocían y le saludaban sin decir nada. Esa noche no durmió como siempre, en sus sueños algo se agitó, desconocido y lejano, como hebras de niebla verde, algo que parecía meterse dentro de él, dominándole, dominándole por completo.

Dos semanas después, la noche del sábado, como las últimas dos, habiendo estado, de nuevo, todo el día preparándose cuidadosamente, esperaba ya detrás de unos setos, en una zona que se abría entre ellos, como una lengua de tierra que quisiera atravesar el alma negra del parque, a que pasarán sus primeras víctimas. Al otro lado, casi en la valla del parque, oculta tras los troncos de los árboles, Sarah esperaba también, aterida de frío y de miedo, con la cámara de filtro nocturno entre las manos inestables. Era su papel, no sólo sería esclava y testigo, sino que sería cómplice de todo aquello. Esperaron y esperaron, los dos. Sarah en su puesto de vigía, Carlos apostado entre las matas, con su máscara puesta y un hacha sin filo —quizá la afilara un día—, aunque pesada, entre sus manos. Varios corredores estuvieron a punto de pasar por allí, pero todos parecieron querer esquivar esa zona a propósito en el último momento.

Se les hacía tarde y los pocos transeúntes nocturnos hacía tiempo que habían dejado el parque. Se oía ruido en las calles, coches y algunos borrachos cantando y gritando, pero estaban lejos. Perdía poco a poco el ímpetu: no se haría famoso, no sería su gran hazaña, esa era la noche, maldita sea. ¿Habría elegido mal el sitio? No. Era perfecto, oscuro, cerca de la entrada del parque; por allí pasaba la gente, no era un sitio «peligroso», y tenía muchas vías de escape posible. La noche era cerrada, y bajo los árboles todo era de una textura casi sólida. No sentía miedo, él no sentía miedo nunca, ni alegría, no sentía nada, pero en ese momento una sensación desconocida empezó a crecer dentro de él, como una aviso, como una alarma que saltara en su interior. Volvería a irse a casa sin nada, con las manos vacías. Sintió una ira irrefrenable, que se mezcló con esa sensación de desesperanza, de nerviosismo que le atenazaba; si hubiera sido una persona normal, quizá hubiera salido corriendo hace rato. Sin embargo, Carlos, tan desmembrado en el entendimiento de sus emociones, devastado como había vivido, sólo lo achacó a los nervios del momento; no supo atender a la reacción natural de su cuerpo ante una amenaza que, si bien su razón no estaba dispuesta a asegurar, su cuerpo hacía rato que venía presintiendo.  Al poco, escuchó por fin unos pasos que parecían dirigirse directamente hacia él desde uno de los senderos secundarios. Quién caminaría a aquellas horas por ahí, se preguntó de golpe; no había calculado bien los peligros de la noche, a esas horas, solo por allí, puede que no fuera buena idea saltar sobre ese alguien vestido de payaso terrorífico. ¿Y si ese alguien era más peligroso de lo que era él? No. Lo haría, qué mas daba. Tenía la sorpresa de su lado, y tenía el hacha. Si había problemas saldría corriendo, y punto. Estaba allí y tenía que hacerlo. Sería un hombre de verdad, y se haría famoso, como el resto de payasos asesinos, colgaría su video en Youtube y se haría tan famoso como los de Jackass.

Se concentró en su víctima. Era un paso firme, sin duda, un hombre solo, seguramente. Se acercaba y su andar no parecía el de alguien que tuviera prisa o miedo. ¿Silbaba? Silbaba, despreocupado, algo que sonaba antiguo, ¿un vals? Agitó la cabeza y se concentró en su tarea. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, hizo una seña a su novia, aunque le era imposible distinguirla desde allí; si no estaba grabando, le costaría muy caro; no la había pegado nunca, pero en ese instante tuvo unas ganas horribles de hacerlo. No hubo más, saltó sobre su víctima, hacha en mano.

Ni gritos ni carreras, se sintió estúpido. Un hombre joven, solo, con sonrisa de estar pasándolo bien, estaba plantado delante de él, con total tranquilidad. Le reconoció al momento, era él, el hombre del otro día, pero iba solo. Aquí estás, dijo él, sin variar un ápice su gesto burlón. Carlos no supo que decir. Quítate la máscara, que estamos entre amigos. No podía hablar, no fue capaz de mover un músculo. Vamos, si te hemos visto estos días por aquí, sabíamos que vendrías, no seas tímido, nos encanta lo que estás haciendo, en serio, pero no nos gusta que andes tanto por aquí, te estás volviendo un poco pesado. Como presa de un impulso mayor que él, se retiró la máscara y mostró su cara empapada en sudor. La oscuridad parecía agitarse a su alrededor, receptiva, ansiosa. Quiso correr, pero no pudo. No, no, no, de aquí ya no te vas, querido Carlos, nos alegra mucho que hayas venido. Hermana, quieres ayudarme por favor. Unas manos pequeñas, pero increíblemente firmes le cogieron por detrás, tapándole la boca. Intento resistirse, pero fue del todo inútil, el abrazo era como un cerrojo. ¿Dónde estaba su Sarah? ¿Qué hacía esa inútil? Pensó, entre la ira y el terror. Miraba fijamente al hombre, aterrado. Estaba petrificado, como congelado en vida. Tras un esfuerzo sobrehumano, consiguió musitar unas palabras a través de la mano de su captora: ¿qué vais a hacer conmigo?

Querido Carlos, qué es lo que no vamos a hacer contigo.

Al otro lado de los árboles, Sarah grababa la escena. Siguió grabando mientras se le erizaban todos los pelos de su cuerpo. Grabó todo hasta que oyó a Carlos gritar como no había escuchado antes gritar a nadie. Fue un gritó de rabia y de horror, de dolor y de muerte. Tiró la cámara y salió corriendo de allí. No paró hasta que llegó a la boca de metro más cercana. Entró corriendo en la estación, totalmente vacía a esas horas, y llegó hasta el andén, tropezándose en las escaleras. Totalmente perdida, corría de lado a lado, se paraba, volvía correr, miraba hacia atrás como si la persiguieran, y volvía a correr sin rumbo o sentido. Se sentó en el suelo unos momentos, agitándose sobre sus rodillas, llorando, arrancándose mechones del pelo. Se levantó en cuanto oyó acercarse el tren y caminó hasta el borde del andén. Según entraba en la estación, se arrojó a las vías sin pensarlo.

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