Me choca que el futuro casi siempre sea agudo. Que los futuros casi siempre tomen la forma de palabras agudas, tildadas para más acidez; como casi todas las agudas, que han de ser tildadas o se nos escapan entre los labios como desdichas. Reconozco que también hay pasados agudos, pero son solo los más lejanos, muchos de los que hemos olvidado y casi siempre acaban formando parte de las dudas a la que nos obliga una memoria finita. Los pasados vivos, esos que todavía hierven, los que no se han disuelto en el líquido humor de la inconsciencia, o fundido unos con otros en amalgamas de tiempo, aromas y besos, casi siempre caen en llano, como dejados, como que fueran poco. Antes el pasado era importante, hoy parece que quisiéramos eliminarlo, recriminarle al universo que guarde registro de lo que fuimos, de lo que hicimos, de lo que quisimos, y que solo se preocupe de lo que uno vaya a hacer, de lo que querrán los otros, lo que buscarán como locos algunos que corren detrás del límite visceral de esa luz inalcanzable.
¿Es que antes ya éramos así? No, porque antes, en tiempos pretéritos, brillaban más las esdrújulas, que son el máximo placer de nuestra lengua. Poder adelantarse a las letras y dejar, contra todo y contra todos, nuestra marca en esa tilde gustosa de extremófilas posibilidades; ellos lo sabían, y abundaban en las cíclicas conclusiones de una lengua tan levógira, como asimétricas pueden ser nuestras ideas.
Antes no vivíamos obsesionados con el futuro, ¿o sí? Quizá siempre nos sedujo la posibilidad de adivinar, de saber de antemano lo que esperaba tras la próxima esquina; el yo podré, el yo sabré, el yo llegaré allí antes que nadie más alcance a llegar. ¿Por qué el pasado nos es tan pesado hoy, que hasta ahorramos sus formas complejas? Preferimos los pasados futuros, el yo cambié por el he cambiado, cuando uno en realidad no cambió el año pasado, sino que ha ido cambiando hasta el mismo segundo previo a ese pensamiento, a esa verbalización inconexa, incompleta, errónea de su propio pasado.
Corremos. Ahorramos. Vivimos, pero no por vivir, vivimos por no morir, que es la peor forma de vivir, porque a nadie avisa la muerte, pero a todos alcanza. Y morir es un horror hoy tan paradisíaco, que no plagiar el tiempo en los mil y un futuros posibles, en los infinitos de imposibles posibilidades, nos convierte en una sombra de lo que somos. Una forma de vida en proyección constante; una potencia, solo eso, la relativa expresión de una sugerencia, de una impresión, de una falta atroz de sueño. ¿Es que siempre vimos venir el futuro, este futuro?
¿Y qué? Me pregunto, cuando disfruto en el haber estado, en el haberme visto, en el haberte besado, ayer, y antes de ayer, escribiéndote hoy, tocándote entonces, entre tantas oscuridades nunca cumplidas.
Memoria. Reivindico la memoria.
Pasado; soy todo mi pasado, y soy tantos pasados como hemos llegado a compartir; ah, qué gusto da completar perífrasis tan potentes, con ese golpe de voz tan futurista.
Nostalgia. Eso atacamos. Nos atacan porque echamos de menos. Del este, nos dominan con sus presentes ingratos, y condenan a nuestra nostalgia elegíaca al ostracismo de la tristeza.
Mentira. Del oeste pretenden hacernos inmortales, y que nos guardemos la vida en cajas, por si acaso un día habemos de vivirla. Se comen los verbos y la sangre, solo por evitar la muerte, ¡solo! No saben, o no quieren entender, que los únicos capaces de evitar la muerte son, precisamente, los muertos.
¿Vivir para siempre? Para qué, ¿para echar de menos que un día dejaré de recordar? ¿Tanto presente? ¿Tanto futuro? ¿Tanto perderse en falsas sonrisas de todas esas negativas positividades inventadas? ¿Tanto fingir que nos da miedo la muerte y que por eso no hablamos en pasado? ¿Es que hay alguna luz en el futuro que penetre esa cálida oscuridad que solo calma el recuerdo? ¿Tanto querer negar que no somos más que eso: un montón de pasados revueltos y embarullados, una sopa primordial de alegrías, de penas, caricias y voces, de virtudes y mentiras, de errores y oportunidades que pasaron rozándonos la piel de los labios?
A la mierda con la acerada agudeza del futuro y el brillo refractario de un presente inalcanzable. Yo, que soy memoria, reivindico la nostalgia. Yo, que soy pasado, reivindico la memoria, y combato a uña, diente y estas laberínticas palabras que tan corto vuelan, la moda atroz del olvido.
Yo no olvido, porque pierdo. Yo intento no olvidar, porque quiero vivir. Y solo vivo porque recuerdo, porque intento no olvidar. No vivo por no morir, porque moriré, y quizá acabé por bailar —del futuro más agudo— en todas las galaxias, quizá no, pero al menos recogeré el fruto de mi vendimia neuronal y me iré sabiendo que si muero, es porque viví, es porque guardé, es porque supe imaginar que me pasé la vida fabricando recuerdos. Poco más somos; poco más que recuerdos; algún gen perdido, virus y bacterias que quizá, también acaben por recordarnos; quién sabe, puede que hasta también ellos y ellas nos echen de menos; al fin y al cabo, hemos pasados varias vidas juntos.
Termino, pero lo hago mal, porque me sale de las tripas: ¡qué te follen Marie Kondo! Qué te la pique un pollo loco. Que hasta las cosas tienen más alma que tú. Qué te follen a ti y a tus acólitos. Qué os sumerjáis en un océano de libros viejos y ni el mismísimo Nemo pueda sacaros ya de allí.
¡Qué te follen, Marie Kondo!
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