¿Qué soy?

por Con Tongoy

El mayor fenómeno de esta nuestra sociedad de la información, es la cantidad de información y conocimiento que circula por todo el mundo. Cantidades ingentes, inabarcables, de textos, fotos, videos y programas. No hay tema que no exista, no hay momento que no pueda ser ocupado por este maremágnum de contenidos. ¿Qué ocurre? Nos conformamos. Deglutimos sin más. ¿Qué nos provoca? Acabamos por elevar a los más grandes idiotas a los más excelsos altares. Uno de los grandes males que nos asuelan gracias a Internet. Hemos convertido la vulgaridad, la tontería, la idiotez supina en otra forma de éxito. Hay pocos pensadores en la red, muy pocos. Hay, sin embargo, muchos idiotas dándosela de líderes de opinión, dándoselas de iluminados, maleducando, empozoñando, convirtiendo a varias generaciones en borregos, produciendo verdades en ciento cincuenta caracteres. ¿Qué es Twitter?, me preguntaba alguien hace poco. Twitter es una red para decir estupideces, y poco más. Un producto que hemos corrompido por nuestra creciente necesidad por la inmediatez y el disfrute pasajero. las cosas ya no duran, son cosa de segundos. El conocimiento no es para durar, queremos saber hora, pero poco, lo justo, lo necesario para saciar el picor que me consume. ¿Estamos a las puertas de la era de la desinformación? La era de la vacuidad, del desconocimiento por el conocimiento de lo no viable…

¿Qué hay de todas las personalidades de Internet? ¿Quiénes son hoy los líderes de opinión? ¿Son valiosos, nos hacen avanzar, como personas y como grupo? ¿Es Deepak Chopra, por ejemplo, un justo merecedor de las alabanzas? Él, de mensaje facilón y verdades inventadas en ese pozo de lo obvio que es su mente, ha decidido aprovecharse de esta necesidad de tener “algo” dentro, de encontrar algún tipo de existencia que nos llene, para vender, literalmente, una novedosa y extraña cura contra este vacío que hoy nos abunda. Impostores, demasiados impostores. Alabado sea Dan Bilzerian, que hace de las armas un juego y de las mujeres su pasatiempo, una mera cuestión pasajera, una explotación que nos degrada a todos con sus miles de seguidores. Y son legión. Legiones de pobres perdidos que creen que la felicidad es el dinero. ¡Qué prosaica esta declaración! Pero por más que la oímos, no nos convencemos. ¿Será verdad? ¿Es Dan Bilzerian el hombre más feliz del mundo? Ahora lo dudo, antes no, pero ahora, con tantas vidas artificiales, completamente inventadas, todas esas que vemos y que mostramos en las redes sociales, dudo de si esa antigua declaración, hoy manida, incluso denostada por esas mayorías que crecen al abrigo de un mundo sin ética ni moral, no sea más que una frase hecha, un motivo más de resignación y miedo. ¿Tendrán razón?

Puedes escuchar a muchas de estas personalidades de la red, ir soltando sus peroratas mágicas, siempre sentando cátedra, dando lecciones, vomitando dogmas. El tal Sean Whalen, amante y apólogo de las armas. No satisfecho con su noble cruzada por un mundo de guerra, el imbécil –en este caso, el insulto se justifica por su falta de discurso y la lamentable exposición que hace del asunto– graba videos con títulos tan jugosos como: “We need more guns”. Él, enamorado de las armas, de la caza y de los deportes de riesgo, es una auténtica personalidad en internet, un ser admirado, respetado por muchos. Razonaba él, el imbécil, en su papel evangelizador, sobre el hecho de que más armas, más pistolas, ayudarían a que nadie fuera capaz de cometer las masacres que se siguen cometiendo, sobre todo en su país… ¡Qué me aspen si lo entiendo! ¿Y está en su derecho, el brillante teólogo en afirmar algo así? Supongo, lo preocupante es que haya quien le aúpe, quien le encumbre. Es un personaje oscuro, falso, vacuo en sus postulados, como tantos otros, ¿y qué hacemos? Les adoramos. Les perseguimos sin descanso y soñamos con convertirnos en ellos. ¿No será que estamos cada más vacíos? ¿No será que los farsantes como el señor Deepak Chopra se bañan en el filón del vacío insondable que hoy sentimos, hombres y mujeres, desconectados de nosotros mismos, del resto de la gente, aislados por las tecnologías que debieran unirnos y por un mundo que nos satura de placeres banales? ¿Es ese el mismo vacío que explotan las personalidades del mundo social, todas ellas, señores como el mencionado Bilzerian, sumidas en ese mundo de abotagar los sentidos hasta la extenuación? ¡Loor a la moda! Y a la multitud de blogueras de moda que nos descuartizan la lengua y todo lo que era bello con sus escritos infantiles, que dañan la vista hasta a los ciegos. Vítores por quien nos recomienda dietas y ejercicios para seguir estando guapos a los setenta años, haciéndonos odiar algunos de los más tiernos placeres por el camino. Regla número uno de hoy, correr, hacer ejercicio, da igual por qué o para qué, hay que hacer lo que te dicen en la red, porque si no lo haces, serás un marginado, un apestado. Regla número dos, ya no puedes comer de todo, hay que controlarse y escarbar en todas las etiquetas por si nos estuvieran matando en secreto. Y deja tu vida por el camino, eso del Carpe Diem es un latinajo pasado de moda, lo que hoy se lleva es el mirar a tu futuro, obviando el presente, pisoteando el pasado, incluido todo lo que tus mayores, mucho más sabios, te enseñaron.

Cuando el hombre pierde la razón de su existencia, o simplemente la olvida, es cuando está dispuesto a sustituirla por cualquier verdad cómoda, rápida, fácil de creer, que se le presente. No habrá lugar para la comunidad. Vivimos solos. Morimos solos, todos los seres de este mundo. ¿Por qué pagaré yo para ayudar al que menos tiene? ¿Lo ha ganado él? Me lo quedo yo, y si procede, pido más, y reclamo nuevas independencias, y busco quedarme aún más solo, porque solo es como debo estar… El egoísmo, sin más. El egoísmo es uno de los cimientos de nuestra sociedad actual. Se nos ha educado en la falsa, usada y cada vez más denostada creencia de que el hombre vive para sí, de que el hombre debe vivir su individualismo para poder crecer, medrar, para poder, como se lee y oye en tantos lugares, triunfar en la vida. ¿Y qué es triunfar? ¿Qué es para ti triunfar? ¿Qué es para mí? ¿Qué debe ser triunfar? ¿Triunfar es la meta? ¿Y si triunfar no fuera lo que queremos? ¿Y si el verdadero triunfo estuviera en que progresemos juntos, en que no seamos más un cúmulo de gente sola que camina por el mundo persiguiendo falsas verdades y zanahorias de un éxito que nunca tendrá final? Triunfar es ganar dinero, punto. En nuestra sociedad, el objetivo está claro. Pero no es verdad. Y no lo pregunto, no me pregunto más sobre ello. El objetivo no lo fijamos nosotros, deberíamos haberlo fijado hecho, haberlo decidido nosotros, pero no lo hicimos. Nos ha venido dado, y nos da igual, así somos, miramos al suelo, apretamos los dientes y corremos detrás de él.

¿Es el objetivo es ser feliz? ¿Y qué es ser feliz? ¿Existe esa felicidad tan agotada? No lo creo, aunque sí existen formas de felicidad, pequeñas parcelas en las que el hombre y la mujer se convierten en individuos satisfechos; porque es más importante la satisfacción que la felicidad. Parcelas como la amistad o el amor, en todas sus variantes; la contemplación, sin más, el perder el tiempo en el pensamiento, sin más estímulo que lo que los sentidos y nuestra voz interior nos pueden ofrecer; la conversación por la conversación; la cultura y el aprendizaje como defensas contra la ignorancia, última causa del miedo. El miedo, gran epidemia actual; miedo a lo desconocido, miedo a lo que no es como nosotros,  a todo lo que no es como nos dijeron que debía ser, miedo a nosotros mismos, a lo que hay dentro de cada uno de nosotros. Existe la felicidad, pero no se llama así –la felicidad es un concepto viejo, del cuál hace tiempo se apoderaron los patriarcas de la vulgaridad–, y nunca será absoluta. Existe la satisfacción por tener una vida plena, aparte del dinero, por hacernos personas con mente abierta y unas formas de pensamiento en constante proceso de mejora. Existe la satisfacción por vía del disfrute de la vida en sus momentos más insignificantes, más diminutos. Disfrutar de la lluvia. Disfrutar del sol. Disfrutar de cada caricia, disfrutar de las palabras de quien nos rodea. Disfrutar del mundo, de sus paisajes, de sus valles y montañas, disfrutar de la infinidad de formas de vida que se agolpan en las más ínfimas parcelas de cielo y tierra. La felicidad absoluta no existe, pero podemos tender a ella, a la satisfacción como personas, no como entes encajados en un sistema que necesita de nosotros para funcionar, y no al contrario.

La tecnología nunca fue mala, somos nosotros los que hacemos mal uso de ella, o eso decimos. Pero hoy en día nos agotan, nos abruman con ingentes volúmenes de información espuria, nos sepultan en la vorágine del tiempo perdido, continuamente. Y les dejamos. Y nos dejamos. Y encumbramos a los idiotas, en ciento cuarenta caracteres. Ya casi ni hablamos. Escribimos como lombrices, como si no tuviéramos manos. Y nos miramos sin ver, levantando la mirada de vez en cuando de nuestros sagrados terminales. Orgullosos todos los que hablan de la nada. Orgullosos de su labor esterilizadora, con sus textos plagados de atentados contra la lengua, con sus ideas válidas para todo, menos para usarse en nada que valga la pena. Nos hemos vuelto obesos con la información, mórbidos de conocimiento. Consumimos y consumimos, sin filtrar, ya no discernimos. Nos convencen de lo que es y lo que no es. Nos enseñan fotos y las tramamos como dogma de fé. Nos graban videos y les damos todo, lealtad, risas, nuestro tiempo precioso, nuestra vida misma. ¿Qué hay de los que valen la pena? ¿Qué hay de toda esa gente que vive por enseñar, de verdad? ¿Qué hay de los científicos de verdad, responsables, que aún no son mercaderes? ¿Qué del filósofo que no escribe en red? ¿Qué del matemático, del físico, del químico, del poeta, del pensador comprometido? ¿Hay espacio para ellos en la vorágine del consumo inmediato en ciento cincuenta palabras? ¿Y nosotros? ¿Queremos? ¿Buscamos aprender? ¿Hemos perdido la capacidad para filtrar y conocer?

Son estas piezas de información –ésta que nos ocupa también–, sin profundidad y con poco o ningún criterio, las que más abundan, nos vemos sepultados en ellas. ¿Qué ocurrirá con el siguiente hombre o mujer? No lo sé. Estamos perdiendo. Perdemos cultura. Perdemos las formas y maneras de tratarnos como familia, como hermanos; ni saludamos al vecino, ni ayudamos al que tropieza en la calle, ni soportamos que nos digan que éste no es el mundo que deberíamos estar haciendo. Morimos, todos, de forma injusta, día a día; unos de hambre, a millares; otros machacados por las bombas y las balas, millones también, soportando una industria que sólo satisface a lo más ricos; y el resto morimos, de viejos la mayoría, engordados, estragados en el convencimiento de que no hay otra forma mejor de hacer las cosas, de que sólo queda confiar en que los que vengan después sepan hacerlo mejor. El mundo no funciona. Lleva mucho sin funcionar. Puede que no haya funcionado nunca. Pero no hacemos nada. Nos peleamos por la economía, principio y fin de todo lo que se piensa, pero no hacemos nada. Y mientras, bañados en la sangre de los hermanos, embadurnados de dinero, sonreímos y alabamos nuestro sistema: “el más justo que tenemos”. Vivimos de mentiras, como vivieron nuestros padres, sólo que ellos, las mentiras, las encontraban reducidas, con goteo, las deglutían con parsimonia e incluso podían llegar a sospechar y escupirlas a tiempo. Nosotros no, somos como pollos alimentados con una manguera, directas al estómago vía las imágenes retorcidas y las vidas de “corchopán” con que nos deleitamos cada día.

Perdemos el criterio de discernir. Perdemos las ganas de buscar. Y en este camino de perdidas, vamos haciéndonos cada más pequeños, cada vez más insignificantes, mientras el monstruo se engrandece, mientras este sistema, auspiciado por la diosa economía, no hace más que crecer y crecer, masticándonos a todos por el camino.

No, este no es el mejor mundo ni el mejor sistema que podíamos tener, la cuestión es que muchos de nosotros no estamos dispuestos a perder, un poco al menos, para que otros, hermanos, habitantes también de esta roca insignificante que gira alrededor de una estrella igualmente insignificante, tengan también lo que deberíamos tener todos. No nos engañemos, podíamos tener otro mundo, pero no queremos. Y no querremos, hasta que no seamos conscientes de que todos hemos de vivir en comunidad, como un ente vivo, porque así es la naturaleza, porque así es la verdadera naturaleza del ser humano. Pese a quién le pese. Y sé a quién le pesará, a los sapos inflados, venenosos, que mueven los hilos del dinero, a esos que manejan la política y se aseguran de que las mentiras sigan cuajando. Esos mismos que nos atiborran de miedo, de puro y crítico terror.

No. No hay más camino que el de vivir, pero vivir haciendo el cambio. Un todo no es más que la suma de sus partes. Para el cambio, yo empezaré haciendo mi cambio, con cada palabra, con cada frase y en cada mano que tienda, y aunque tenga que soportar las ataduras y la presión del monstruo que nos oprime y devora, aprovecharé cada rendija para resarcirme, cada momento de despiste para soltar una liana, un pólipo que me siga conectando con la esencia de lo que en realidad soy.

¿Qué soy? Una nada en el cosmos, pero la misma nada que todos los que rodean.

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