If language is deprived of what it is indirect in it, nature approaches that of a scream or an order.
Byung-Chul Han, The Scent of Time
Escribir bien. O medio bien. O simplemente molestarse en intentar hacerlo correctamente. No tenemos que ser todos unos Marías o Mateo Díez de la vida. No tenemos ni por qué andarnos cerca. Hablo de tomarse algo de tiempo. De rescatar ese tiempo que estamos empeñados en sacrificar en cada gesto, en cada palabra, destripando los placeres de la comunicación y la escucha por el camino. Tratar de escribir con cierta normalidad, con cierta forma y norma, en cada momento, en cada mensaje, en cada pensamiento, no es una cuestión de educación o pedantería, es una forma más de recuperar el tiempo perdido que regalamos a la aceleración desmedida en la que nos obligan a movernos hoy en día. Escribir bien, o medio bien, o intentarlo, al menos, es una labor paralela a recuperar nuestra capacidad para disfrutar de la vida. Disfrutarla como es, con tiempo y pausa, sin objetivos ni objetos, sin la carrera continua del hámster en su cesta giratoria, persiguiendo zanahorias que nunca llegan, que siempre se renuevan.
Escribir correctamente, que no es hacer literatura, ni siquiera, si me aprietan, escribir ortográfica y gramaticalmente de forma precisa y perfecta. Voy a algo más prosaico y sencillo. Hablo de cumplir con unas normas básicas en el lenguaje. Cuestiones mínimas que revalorizan el acto esencial de la comunicación humana. ¿Y por qué? Porque somos humanos. Porque comunicarse no es tanto una necesidad como un placer en sí mismo. No podemos permitir que la comunicación caiga en el mismo pozo gravitacional que está deformando tantos órdenes de la vida hasta convertirlos en una pantomima, en una imagen deformada y hueca de la realidad.
Gracias a las nuevas tecnologías hemos alcanzado posibilidades de comunicación antes inimaginables. Comunicar con cualquier punto del globo en décimas de segundo. Con la voz, por supuesto, y con imagen y sonido en tiempo casi real, pero, por encima de de todo, a través de la palabra escrita, en una vuelta a los orígenes que podíamos haber aprovechado de una forma mejor. Correo electrónico, mensajes de todo tipo de terminal a terminal, aplicaciones de mensajería instantánea, sitios web, blogs, expresiones cuasi corporales en redes sociales de toda deformación. La variedad y posibilidad de la palabra escrita como fórmula recobrada de expresión y comunicación ha explotado en los últimos veinte o quince años. Y al contrario de lo que quizá habríamos pensado con el surgimiento de estas realidades, al contrario de lo que la esperanza podría habernos hecho creer, en vez de elevar este canal a nuevos alcances de virtuosismo, hemos conseguido convertirlo en una mueca cada vez más estúpida de lo que debería haber sido.
Es una cuestión de lógica. Eso dirán quienes reciben sin pensar y con grandes aplausos estas nuevas formas de comunicación. La comunicación la hacen los usuarios, y como hecha por los usuarios, desarrollada por ellos, siempre será la mejor posible esa que utilicen. La lengua la hacen los hablantes, es su responsabilidad y oficio utilizarla, magrearla y renovarla cada cierto tiempo, no hay duda, pero también, y a pesar de ellos mismos, degradarla, degradarla miserablemente. Que el reinado original de la normas establecidas por Google para posicionar un artículo, un post, una pieza de contenido en sus omnipresente, omnisciente y omnipotente buscador, son las principales culpables de este hundimiento de la palabra escrita, no se les escapa a nadie con un mínimo de conocimiento y experiencia sobre el tema. Es con esas primeras condiciones imprescindibles en cuanto a extensión y formato del texto, palabras imprescindibles y estilo de redacción que todo la estructura escrita desarrollada por hablantes, escritores e instituciones durante siglos ha comenzado a colapsar. Y digo colapsar, porque hace tiempo que pasó el límite de la evolución. Es más, atendiendo a términos biológicos, en cuanto la evolución sobrepasa sus propias condiciones y toma un camino erróneo, uno no puede hablar más de evolución, es decir, de progresión, sino de degradación de una especie. En este caso, nuestra especie es la comunicación escrita. Redes Sociales, nuevos terminales móviles y las aplicaciones que los alimentan, han rematado el trabajo que ciertas empresas comenzaron, en su última y única búsqueda del beneficio económico.
Pero todo esto no son más que sinsabores de la causa. Yo no puedo cambiar los hechos. Yo no puedo cambiar nada. Yo quiero explicar por qué considero una degradación las formas escritas que hoy nos arrojamos unos a otros como puñales envenenados. Desde el ahorro inmisericorde de letras, cuando no palabras, a la ausencia de signos de puntuación, pasando por las atrocidades en tiempos verbales o la alteración criminal del orden natural de las palabras, todos, en mayor o menor medida, participamos de este futuro aterrador, en el que, lo único válido es correr, ganarle tiempo al tiempo, devorar el tiempo antes de que ocurra, porque lo que nos interesa es llegar, llegar una vez más, aunque nunca tengamos claro a dónde o para qué.
Las normas de la escritura tienen un doble sentido. El primero, facilitar la comunicación y el entendimiento. En los orígenes de la palabra escrita en lenguas vernáculas, los textos, sagrados en mayoría abrumadora, se leían casi de corrido, sin ningún tipo de entonación o prosodia. Con la intención de hacer esas lecturas más comprensibles y, casi con seguridad, más entretenidas, surgieron los signos y normas de puntuación. Sin ellas, a nuestra civilización le hubiera sido difícil, muy difícil avanzar en su compresión del mundo, sometidos a una transmisión de conocimientos poco más que oral. Pero hay otro sentido fundamental, un sentido secundario, no por ello menos importante. Un sentido que, como todas esas intenciones esenciales, las que definen, demarcan y encienden los espacios profundos de nuestra comprensión del mundo, circula en los espacios sombríos de la subjetividad. La palabra escrita nos humaniza. Es más, nos realiza en una zona en la que el tiempo se detiene y somos capaces, por unos instantes, del tiempo perdido a la fantasía interminable, de lo efímero a lo infinito, somos capaces de tomar control del mundo y detenerlo, con nuestras propias manos. Las manos del corazón y la consciencia que juegan hasta los codos en la viscosidad lenta de la lentitud en la contemplación.
Escribir correctamente, no con virtuosismo, pero tratando de no supeditar nuestra semántica a las necesidades de la prisa y la practicidad rampante que asuela nuestro mundo, nos devuelve el control de nuestro propio tiempo. No hay nada más importante, más valioso, más precioso, que el tiempo. Nuestro tiempo. Y cada vez tenemos menos oportunidades de valorar. Menos capacidad para atraparlo y detenernos en él, con él, para él, sobre él, de todas las formas posibles y capaces de imaginar y consolidar. Pararse a pensar. Tomarse unos segundos en dejar que todas las letras encajen. Dedicar unos instantes, insignificantes en el fluir temporal de una vida, de una tarde, noche o mañana, pero de valor incalculable en cuanto a su capacidad para dominar el filo del tiempo, nos permite contemplar la vida, y el espacio a su alrededor, y los que en sus vacíos y praderas circulamos, con una claridad, de otra forma imposible. En otras palabras, cierta exigencia en la escritura, en cómo enviamos o no un mensaje, en como colgamos algo en nuestras redes sociales, nos permite acceder a un estado cercano al de la belleza. Y la belleza está lejos. Y es difícil. Puede que no se realice de una forma consciente, pero si real, tan real como la plétora de emociones que una frase bien hecha puede sonsacarnos. Hay pocas cosas más bellas que cuatro palabras elegidas, ordenadas y cinceladas como es debido. No han de ser palabras grandilocuentes. No tienen que ser los adjetivos extraños de una heterotopía cementosa. Puede ser una tarde fantástica, un momento difícil, una verdad como un templo, la mejor de las noches, seguida de una mañana maravillosa. Las combinaciones de palabras, por simples, reales o recientes que sean, todas, sin excepción, pueden sugerir esa misma gravitación retenida que nos devuelve, no solo a nuestra humanidad, cada vez más cautiva, sino a una existencia que se acerca al baile consonante de una universo aún por extender.
No hay mayor responsabilidad hoy en día que detenerse. Retener todo el tiempo que corre desbocado sin nosotros; por nosotros, puesto que es nuestro tiempo, pero a la orden de fuerzas que hemos creado y que han aprendido a superarnos. Empezar por darnos el gusto de los detalles mínimos, como utilizar el tiempo verbal pasado compuesto, no siempre optando por la simplificación imperfecta simple; como colocar el adjetivo detrás del nombre, no delante, aunque hayamos leído los titulares campanudos de periódicos ansiosos de lectores; como intentar que una tilde y una coma no arruinen lo que sea que tenemos que decir, alterando su sentido, rompiendo ese dique irreparable que separa lo bello del vacío, la verdad de una frase con tiempo, de la singularidad espuria que supura de tanta pereza, tanta aceleración replicándose en la
No seré yo quien diga que toda escritura ha de ser perfecta, porque sería el primero en no cumplirlo, pero intentar elevarnos por encima de gruñidos consonantes y sin emociones es un síntoma, sino de amor, si de respeto hacia nosotros mismos, los otros, con quienes tratamos de comunicar, y las palabras que se nos escurren de dentro afuera, como lágrimas, como risas, como gritos desesperados. Sean como sean, en el espectro visible que va del querer al odio, nos merecemos la probabilidad del sabor, del sabor del tiempo.