Pingüinos en Neptuno

por Con Tongoy

—¿Qué raro que quieras ir tú a un Starbucks?

—Lo sé, pero es por una razón muy especial, algo que descubrí hace poco, ya lo verás.

—¿Y qué hacías tú en un Starbucks? Sorprendido me ando…

—Tomando un café con los del curro, no seas pesado.

—Está bien, si la que se mete con estos sitios eres tú

Entraron en el Starbucks, ella tirando de él, embozados en abrigos, bufanda y guantes; el frío en Madrid puede ser criminal cuando el sol empeña en no aparecer durante días. Pidieron sendos cafés de chiripitiflaútico nombre, servidos en sendos barreños, con su montón de nata encima. Mela era menuda y delgada, de ojos con un cierto toque asiático y orejillas puntiagudas escondidas bajo su pelo liso y castaño, siempre suelto, cuidado con esmero, largo para no dejar que la espalda bailara demasiado sola. Quino y su enorme talla la hacían parecer aún más menuda. Él era ancho, de piernas enormes y brazos fuertes, su pasado de jugador de Rugby, y de otros tantos deportes más, seguía bien presente, aunque mantuviera ahora, no sin cierto orgullo, una barriga que ya apuntaba maneras. Tenía el pelo rizado, de un rubio oscuro, y casi nunca lo peinaba, le era imposible, decía, era como intentar peinar un arbusto y que se mantuviera en la posición que uno quería. Odiaba las gominas y las lacas que su madre usaba para mantener algo de orden cuando iba al colegio. El rasgo que más destacaba de él, aparte de su envergadura, era su gran sonrisa, como sacada de un cuento de gigantes bonachones.

Eran una pareja atípica en lo físico, saltaba a la vista, pero muy típica en todo lo demás. Tenían gustos similares, casi en todo, eran pacientes, sonreían sin mucho esfuerzo y los dos se querían de la misma manera, sin ansiedades, profundamente pero sin tirar demasiado del otro. Por eso llevaban tanto tiempo juntos, se querían sin remedio o condición.

—¿Por qué quieres sentarte justo aquí? —preguntó Quino, casi susurrando, tratando de que lo oyeran sus vecinos— Estamos súper pegados a los de al lado, si están los sofás libres…

—Porque sí, pesado, porque para eso nos hemos metido aquí a bebernos un barril de café aguado.

Mela no se preocupó tanto de quien les oía o dejaba de oír. Sentada justo delante del gran ventanal que daba a la Plaza de Neptuno, agachaba la cabeza y fruncía el ceño buscando algo en el centro de la plaza.

—¡Ja! Siguen ahí, lo sabía —dijo al fin, en tono triunfante.

—¿El qué? ¿Quién?

—Los pingüinos.

—¿Qué pingüinos, loca? —loca era una palabra de cariño entre ellos, una muestra de su tolerancia para con las peculiaridades de cada uno.

—Los de la fuente, pesado.

Quino imitó los gestos de ella hace un momento y buscó en la fuente los pingüinos, pero no encontró nada que se pareciera a un pingüino. Ni en la fuente, ni en todo lo que la rodeaba. Había que atravesar dos paradas de autobús y la fila de taxis en espera, pero la fuente se podía ver bien, si hubiera habido pingüinos, los habría visto.

—Nunca he oído que la fuente tuviera pingüinos. Es más, no he oído que ninguna fuente en Madrid tenga pingüinos.

—Qué sí, lo que pasa es que no los ves, mira. Ponte aquí y mira como cae el agua desde el primer nivel. ¿Los ves?

Tenía su cabeza casi apoyada en la mesa, con la mano de Mela suavemente apoyada en su cuello. A pesar de los guantes y del rato que llevaban dentro, seguían estando frías; siempre estaban frías, deliciosamente frías, como él solía decir cada vez que ella las metía dentro de su camiseta, nada más llegar a casa.

—No veo nada, loca, qué quieras que le haga…

—A ver, es que no estás mirando bien. Fíjate en la curva que hace el agua al caer, que parece que sube y baja, ¿ves esas formas que hace? Son como pingüinos yendo unos detrás de otros, persiguiéndose, corriendo de pie para acabar zambulléndose en el agua.

—¡Anda! Vale, ya sé a qué te refieres… ¿Pingüinos? Bueno sí, bien podrían serlo, aunque a mí me parecen más patos u ocas corriendo para despegar del agua, batiendo las alas…

—Ya, pero es que no despegan, es que se zambullen, por eso son Pingüinos —Mela lo dijo moviendo la cabeza de un lado a otro, en gesto de cariñosa burla.

—Bueno, bueno, no te enfades. Sí que es verdad, sí, parecen pingüinos. ¿Y esto?

—Pues nada, eso, ¿a que nadie te había dicho que hubiera pingüinos en Neptuno?

—Pues la verdad es que no, ¿pero sólo de ven desde el Starbucks?

—Supongo que no, pero yo los volví a encontrar sentada aquí el otro día.

—O sea, que esto no lo sacaste tu solita

—No, no me aburro tanto, nos lo enseñó mi padre, hace unos años, cuando aquí todavía no estaba el antro este de las narices y sus cafés de medio litro. No fue hace tanto, pero la verdad es que esto era muy distinto, la fuente se veía mejor desde la acera y estuvimos un rato viendo los pingüinos zambullirse en el agua helada. Me quedé encantada al volver a verlos, supongo que la fuente en sí ha cambiado muy poco. Ese día había nevado y la cosa tenía más gracia. Ahora que lo pienso, no sé si mi padre lo había visto antes o se le ocurrió ese día, nunca llegué a preguntárselo. Mi hermana tampoco, nos quedamos encantadas con los pingüinos, supongo.

Quino puedo notar el deje de terrible nostalgia que derramaron sus últimas palabras. No había tristeza, o si la había, era un tristeza apagada, suave en su pasar por heridas que nunca cerrarán pero cuyo dolor se mantendrá siempre, aunque cada vez más sordo, más lejano. El padre de Mela había muerto hacía dos años, un cáncer se lo llevó en poco más de un mes. El recuerdo de ese hombre, pausado y cariñoso, se le apareció de golpe a Quino y esa misma nostalgia se apoderó de él. Estuvo a punto de llorar al recordarle, su risa estentórea, al recordar también los días de su enfermedad y su muerte, a la madre de Mela y a su hermana, hundidas, ella tratando de sacarlas de una pena insondable e ininteligible en aquellos momentos.

 Miró a Mela y la vio sonriendo, disfrutando con su pingüinos, su nostalgia se transformó en dicha, en una alegría mezcla del recuerdo de un hombre bueno como fue su padre y de la sensación de saber que, si bien ella nunca superaría esa pérdida, si había aprendido a vivir con ella.

—Pues gracias, guapa, la verdad es que ahora puedo decir que sé una cosa nueva de Madrid que creo que nadie sabe. Quién me iba a decir a mí que encontraría pingüinos en la fuente de Neptuno…

—Tenemos que volver cuando haya nieve, ahí es cuando se ven de verdad.

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