De las partes que no entiendes de tu reflejo

por M.Bardulia
Relatos en Bardulias: De las partes que no entiendes de tu reflejo

Ahí está. Otra vez, desorientada. Lleva semanas así, de un lado a otro, inquieta, siempre vibrante. No es capaz de quedarse parada, como debiera. Tengo miedo de que un día desaparezca sin más. ¿Podría vivir sin mí? No estoy seguro, supongo que sí. ¿De quién es la realidad? ¿Qué lado es el bueno? Si es que hay un lado bueno. Debería haberse quedado en su sitio, en su forma habitual, en esa línea indefinida que antes marcara su sitio y sus posibles caminos, por muy estrictos que estos fueran. Nunca se quejó de nada, siempre fiel, siempre al servicio preciso de mostrarse en el reflejo exacto. Todo comenzó como una pequeña y casi imperceptible vibración en esos límites no escritos. Casi parecía más un cuestión personal, quiero decir: mía, de mis ojos que engañaban a la vista que procesaba, automática, fotones en el extremo oficial del nervio óptico. No hizo gesto o llamada alguna, simplemente empezó a revolverse en su espacio asignado. Y yo como si nada, aún. ¿Hay algún problema con ello? Puedo vivir, supongo, en este impasse infortunado de soledades transitorias ante el espejo, pero ¿y si un día desaparece por completo? ¿Y si opta por no volver, por tomar un camino nuevo entre las paredes, detrás del cristal, en esa nada que existe en los tiempos que dejamos de mirar, de ver?

Por ahora no es más que una molestia. He tenido que adaptar algunas de mis costumbres, más por un cuestión de puntualidad que por otra cosa. El aseo es, quizá, la situación más engorrosa; el afeitado, el peinado; lavarse la cara, sin más, toma hoy un tiempo más largo debido a esas micro ausencias y al continuo saltar, girar, retirarse, mascullar, agitar su cabeza innoblemente, agacharse, desaparecer sin más, para asomarse segundos después, como si pudiera saltarse las normas de la luz en retirada. Es otro de los problemas que hoy se me presentan, una piedra más en mi cruzada personal. Desde que comencé con mi plan, desde que fijé ese mi objetivo único, las razones ocultas y contrarias han ido sucediéndose como si estuvieran dispuestas de antemano. Casi puedo sentir cuando van a aparecerse, brillantes, sonrientes, dispuestas a tomarme de la mano y sacarme de este camino que es, hoy, mi única condición posible. No veo nada más allá, y pese a estos intentos externos de tentarme con verdes praderas y remansos de agua clara para descansar, donde olvidar, todo parece indicar y colaborar con mi sola dirección.

Combato sus distracciones con la indiferencia. Está claro que intenta llamar mi atención, pero no parece que el hecho de atraerla genere respuesta o cambio alguno en su forma de actuar. Es más, su nerviosismo aumenta por días, y aunque sigue confinada, su resolución es cada vez más clara para mí: intenta escapar, pero no puede, y no quiere, no ha reunido el valor suficiente. ¿Es por mi reciente resolución en pos del gran objetivo? ¿Está en desacuerdo y por ello se rebela? Está claro que cada movimiento le supone un esfuerzo enorme, pero aprovecha cada centímetro, cada oportunidad, se retuerce de dolor pero no parece importarle. En las horas de trabajo se escurre entre las pantallas, mostrándose siempre atenta en cada posible reflejo que permita resaltar su dibujo inconsistente, plástico, en movimiento. Los grandes cristales de las ventanas, velados por esa pátina oscura protectora, son una campo especialmente jugoso, y salta de uno a otro, como si en realidad aquello fuera algo más que su reducto vedado e intentara engañar al espectador —su único espectador, que soy yo— con la falsa sensación de amplitud, de libertad, de vida propia. Creo que es lo que más daña sus esfuerzos, la terrible certeza de saberse privada de vida propia, autónoma. No está si no estoy, no existe. Y si lo hace, si es verdad que en las sombras de lo que, finitos y limitados, dejamos de mirar existe un mundo totalmente vivo, vivirá perdida, puesto que no hay más espectador que yo y ya no estoy, y no le doy sentido a su acumulada actividad; y sin ella está tan perdida como si no existiera, que es lo más probable, que nada exista, ni ella, en la realidad que dejamos de sentir. Soy su mundo, y su mundo lo hago yo, por mucho que le pese. Y le pesa. El gesto triste, compungido, siempre en esa mueca nerviosa de preocupación, de tensión innata, delata la condición interna de agotamiento y represión en la que vive; adelgaza de forma alarmante y su aseo personal deja bastante que desear. Vive con miedo al objetivo, estoy seguro, pánico a que el plan quede cumplido. Y estoy decidido a hacerlo, aunque eso suponga quedarme a solas, sin nadie que me dé una respuesta, una misma y tópica réplica, al revolverse de la luz en los espejos.

Basta de problemas. He decidido que todo giraría en torno a mi objetivo. El ahorro es primordial. Ahorro absoluto. Desde el sueño al final del día. Todo empieza por el ahorro. Ahorro emocional, restringiendo todo tipo de respuestas innecesarias. Ahorro vital, cerrándonos a cualquier tipo de reacción o interacción que no sea estrictamente requerida; el contacto humano es mínimo, y sólo está permitido en casos en que sea cuestión de vida o muerte (entiéndase por vida o muerte, cualquier acto normal de preservación de la vida, la salud o el trabajo, pieza fundamental del segmento fundacional del ahorro, el cual nos ocupa). Ahorro absoluto, monetario, físico, gestual o psicológico-mental. Todo el ahorro está encaminado, como es lógico, a la acumulación masiva de medios con los que enfrentar el momento final, los instantes previos que marcaran el éxito o fracaso en la consecución del objetivo; ese último gran salto. No puedo permitirme el lujo de perder, de dejar de acumular. Tiempo, el justo para la vida. Mantengo mi tiempo firmemente ceñido a mis políticas de ahorro; ahorro tiempo, en cualquier formato, en cualquier situación siempre ahorro tiempo. Si trabajo, trabajo el tiempo justo. Si camino, camino los minutos y segundos debidos, ni uno más. Cuando mastico, mastico las veces que supone llegar al límite previamente definido. Y cuando duermo, sólo permito que los sueños abarquen un espisódico rango que determinará la longitud o duración final del tiempo dormido. Cada tiempo tiene su tiempo. Es así como marco la diferencia principal en el material que configurará una diferencia específica en esos últimos instantes previos, los instantes cruciales, la creación del momentum preciso para la satisfactoria configuración del plan.

En esta modalidad de ahorro absoluto y radical, he vivido varias fases. La primera fase, en los albores de mi austera estrategia, la interacción externa resultó ciertamente chocante. Las palabras debían ser reducidas al mínimo, así como las miradas, el movimiento de las manos o el cuerpo. Si hablaban, no respondía, y eso generaba una clara indefensión en quién buscaba comunicarse conmigo, puesto que el silencio, en nuestra civilización del ruido, no genera más que miedo, y el miedo genera el sometimiento y la posesión. Para cubrir sin daños excesivos mi política de acumulación de recursos, tangibles e intangibles, si es que alguien puede en realidad decir que el tiempo es intangible —todo debe ser tiempo, me digo, rechinante, puesto que lo cubre todo y en cada cosa o acto, o palabra, o mirada, o roce, perdemos tiempo, dejamos pasar momentos de tiempo irrecuperables—, los límites fueron establecidos en distintos patrones, comenzando con un nivel mínimo de atención a mis semejantes, que aumentaba en horas de trabajo, dando respuesta a aquellas solicitudes imprescindibles para la conversación de mi principal fuente de beneficio monetario —como he mencionado, otra pieza clave del momento—, pero que se reducía a un intervención rigurosamente mínima, casi inexistente, cuando se trataba de acciones fuera del ámbito laboral. Si preguntan, no puedo permitirme el lujo de mirar, mucho menos de hablar, muchísimo menos de mover algún músculo de mi cuerpo. El gasto sería imperdonable. El gasto tiene que estar totalmente justificado para producirse. Puedo decir que al principio generó problemas, disfunciones con colegas, como decía anteriormente, enervados por la sensación de inversa propiedad que se generaba entre nosotros, pero que se corrigió de manera natural, orgánica, a medida que yo me adaptaba a mi necesariamente obsesiva condición; y ellos, que si bien no alcanzaban a comprender los entresijos de mi última misión, optaron por encontrar su propio equilibrio en mi condición de aislamiento preventivo.

Reconozco que en estas últimas semanas, en las que mi funcionalidad ha alcanzado un nivel cercano a esos límites ideales que me fijé como norma teórica al inicio de mi determinación, el mundo, antes, y habitualmente, gris y groseramente opaco para mí, se me aparece con una exuberancia de dolorosas manifestaciones. Desde la lluvia, que descubro refrescante y liberadora como nunca, incluso en los días más fríos, hasta la tecnología, tentadora, sensual como en las peores demostraciones corporales o afectivas, jugosa en sus novedades y manifestaciones gloriosas de un poder humano que siempre tomé como espurio o banal; todo, las voces de la gente, hasta las más disonantes, las que surgen del interior de una lata, las que raspan hasta hacerse sangre, las más profundas y átonas, todas son fáciles, atractivas, todas parecen surgir encantadoras del fondo de un lugar glorioso. Todo se ha exaltado, surge imponente a mis sentidos, mi piel se ve crujiendo ante el mínimo cambio de temperatura, y yo debo ignorar, debo preservarme ajeno, almacenar, recoger, guardar como un ardilla cada impulso que no satisfago, porque es ahí donde encuentro la verdadera fuente de mi futura necesidad. Sufro. He de reconocer también que sufro con ello. Más de lo que he sufrido nunca. Yo que no entendí la explosión de gestos y caras que se engendra en cada rostro; las risas, las lágrimas, las deformidades de la tristeza y el llanto, la inflamación terrible de la alegría… Yo que era un pilar de la consistencia, hoy me siento llamado, mis músculos se enganchan y parecen temblar en cada oportunidad de demostración física que ven reflejada en el pasar ajeno del mundo a su alrededor. Quizá esa es la razón por la que estoy perdiendo, poco a poco, lo reconozco, ahora sí, abiertamente, esa su presencia. Me está abandonando porque ha entendido hasta donde puedo llegar. Y todo lo que aguanto, todo lo que conservo y que estalla en mi interior, alimentando esa maquinaria interna que, orgulloso, siento, no para de crecer, genera una respuesta análoga, y me atrevería a decir que también cortante, dolorosa, en su cuerpo inexistente, en la mente que no es más que reflejo y proyección. E intenta escapar, inútilmente; o no, quizá no, quizá desaparezca. Pero podré vivir. Creo que sí. No es el vacío lo que temo, es la no obtención, el triunfo esquivo, la no razón de mi plan, de mis esfuerzos, cada vez más exagerados, difíciles, sudorosos. Temo la nada de no alcanzar.

Mi sexualidad está desbocada. Como otras parcelas emocionales y sensitivas, el estímulo lo es todo. En un ráfaga de viento cualquier aroma es doloroso. La tensión acumulada en el mínimo roce produce contracciones brutales en la parte baja de mi espalda. Me golpea la impresión de un encuentro que no deseo, que no debe ser, pero que se me aparece como el agua ante la sed terrible. Mi voracidad es alarmante, y no existe la cuestión del género o la belleza, se ha convertido en algo del todo heterogéneo, tan amplio como difuso y desbaratado, imprevisible, que me asalta sin concesiones y sin aviso, en cualquier lugar, incluso estando solo. Hombres y mujeres me revuelven por igual, me siento tentado cada día con la posibilidad de una presencia cercana, el aliento, la mirada flamígera que no existe, pero que veo en todas las caras… Rosa eleva estas efusiones hasta el límite de lo soportable. Su solo recuerdo hace hervir maliciosamente todos los líquidos de mi cuerpo, y no he hallado remedio posible. Son saltos hacia atrás, me retrasa, me calma, por unos instantes, el perderme, el dejarme, pero me devuelve a un estado de precesión agotador. Pierdo. Rosa me hace perder. Me irrita. Pierdo tiempo, y fuerza, y esfuerzo. Pero sobre todo tiempo. No hallo más remedio que el dejarme, el perderme, y el sufrimiento posterior. ¡Qué retrasos! Mi otrora dormido apetito sexual es hoy un lastre rastrero, quizá el más pesado, más apremiante que cualquier otra de las múltiples tentaciones que me devoran inauditas, aprovechando la degradación decidida a la que someto a mis sistemas, pensantes y físico-lógicos.

Ayer me habló, ella, Rosa. Resistí, pero mi cuerpo hablo solo. Y mi mente fue con él, y mi tiempo con ellos. Y la conversación fue como fuera antes, y mis barreras cayeron deshechas a mis pies. En sus palabras creí adivinar cierta intención; ¿sabría algo más, algo que yo no sabía que ella sabía? ¿Había yo hablado de más y no había escuchado nada, acostumbrado a no escuchar nada, como estaba? Intenté concentrarme, pero me costaba volver a escuchar, retomar la confusión anterior de la atención auditiva. Hablaba, me reconocía en ello, en su rostro, en su sonrisa, que era como de espino, pero apenas lograba escuchar lo que decía, el bloqueo era efectivo. Y ella hablaba, y entonces escuchaba, de nuevo su influjo parecía filtrarse sin problemas entre el musgo y la piedra que yo había tejido sobre mi superficie. Su voz era una trampa, de un color azul cielo calmante hasta el abotargamiento, invitaba a la molicie, a la alegría, a un brillo que no podía permitirme. Era una trampa. Todo en ella era la peor trampa. Y entonces se iba. Y todo volvía a la sordina y bruma habitual, la claridad desaparecía y mi cuerpo y mente recuperaban el dedicado aislamiento, pero la agitación interna era considerable, y crecía, hasta la lágrima, y hacía imposible no liberar la presión. Ahí es cuando perdía, la caída, el tener que volver a reconstruir maneras y formas.

Me miraba, en esos momentos de perdición y caída, desde el otro lado, quieta. Esa imagen que no era más que reflejo se mantenía de nuevo tranquila en su papel, casi sonriente en estos momentos, triunfante, satisfecha del retraso, del paso atrás. Adivinaba entonces en su avieso gesto la razón de su actual desconcierto y nerviosismo. Buscaba mi caída, la caída definitiva, la vuelta al marasmo y al caos que suponía no haber hallado el objetivo, no dedicarlo todo al cumplimiento de mi plan. Su calmo posar pasaba y su agitada rabia volvía a surgir, con más fuerza si cabe, hacía temblar la propia estructura de sus alrededores, como si pudiera llegar a combar su propia espacio. ¿Escaparía? ¿Podría escapar? ¿Qué ocurriría entonces? Vendría a buscarme.

Tuve que resolver: o apartarme definitivamente o fracasar. A pesar de no haber cumplido mis expectativas de ahorro monetario o emocional, decidí abandonar la principal fuente de retrasos. No volvería más a salir de casa innecesariamente, no entablaría más contacto inservible en la oficina o en la calle. Sólo viviría para una cosa. Rosa quedaría aislada en un recoveco minúsculo de sensaciones prohibidas, y esquilmaría mis apetencias sexuales de los estímulos que más dañaban las pétreas resoluciones. Preparé todo en casa para aguantar, para atrincherarme el mayor tiempo posible con éxito. Necesitaba salir a la calle; alimentarme, aunque frugal y selectivamente, era una cuestión fundamental. Poco a poco, tal y como había planeado, mis necesidades alimentarias, afortunadamente, fueron reduciéndose y, mi cuerpo, en estado de mínima imposición, se adaptaba con ritmo, aunque sin gusto, a las nuevas limitaciones y condiciones de mi ahorro global. Comer poco; respirar en cadencias largas, aprovechando cada sorbo de aire al máximo posible; el movimiento restringido al límite de lo anquilosante; el pensamiento fijo en una sola idea; la mirada estática, clavada en el color verde solo de la pared; las manos cruzadas, sujetándose; y el corazón en un torpor decidido, casi en silencio. Hasta que un día desapareció. Exagerado en mis propuestas, con el éxito muy cerca, al final, como había temido, desapareció su rastro en el espejo. Nada. Vacío, un decorado, una imagen fiel de lo que había alrededor, detrás, nada más. Probé a no mirar, a escabullir el ojo de espaldas, pero no hubo nada, ninguna muestra, ningún sentido o gesto.

En el extremo de la mirada sólo encontré la misma luz, la misma escena fija, ni una vaga sombra que me hiciera intuir otra presencia. No había más figura que la de todo lo que era yo. La alarma al principio fue creciendo y mi cuerpo pareció agarrarse a ella con gusto desalmado después de un tiempo precioso aislado, negado en las sensaciones más básicas. Control. Respiración cerrada. Aguantar el impulso, la ola que reverberaba en mi interior, como un continuo refluir de electricidad. Control. La alarma pasó, y el miedo, y mi condición no hizo sino mejorar; esa ausencia facilitaría, sin duda, el último proceso de mi aislamiento necesario, lo haría impecable. Si solo pudiera apagarlo todo, desde el ojo al roce rojizo del dedo meñique en mi pie derecho; la boca, el tacto de mi ropa sobre la piel; si solo se me abriera la forma de cerrar esta última fase que se me presentaba como posible en un espejo vacío, lleno de naturalidad y de nada. ¿Cuál sería el último paso? ¿Había llegado el momento temido, el momento del último salto, de la última grieta antes de un final espléndido? Ardía de miedo y de impaciencia. Me derrumbaba de nuevo. La firme certeza en que se acercaban las estadías más ansiadas de mi proyecto y objetivo revelaron la flaqueza que aún se resentía dentro de mí. Todo era una fina película, sobre ella escrita, tallada sobre ella la historia y el flujo, cada tiempo, cada milímetro de sensación o de emoción, cada idea no es más que una muesca cuneiforme en una superficie transparente, casi sin entidad, pero que todo lo cubre, que todo envuelve y crea. Somos, todos, una cuestión efímera y breve. Y yo no podía salvar en ese momento el impuso de romper. ¿Había llegado el momento santo, prístino, mirífico, y fracasaría? Y el vacío persistía en mi reflejo. Sin rastro. Sin muestras de que algo hubiera existido. ¿Y mi propia existencia? Podría yo ser el reflejo y él, eso, la versión realizada. ¿Quién se movía? Yo estaba parado. La pesadez. La gana de no moverse, de quedarse fijo en aquel lugar, delante del cristal. La bruma corrompía hasta el final de los últimos hilos. Mi consciencia se desvanecía presa del pánico. Me ahogaba. Mi corazón, apenas de lejos, corría en frenesí, y mis piernas ardían en el impulso irresuelto de la huída. Una voz. Mi voz. Una imagen que de nuevo brotaba en el espejo. Mi imagen escapada. Sonreír, ahora sí, mirándome, su gesto tristón y desesperado se había evaporado. Indefinición. Sus formas se movían en un continuo indefinible; incapaz de acoger una postura fija. De difícil aprehensión. No se movía normal, era más un cambio de tiempo que de espacio, las posiciones y posturas se superponían unas a otras sin un orden lógico. No hablaba, pero oía su voz en el reflejo. No movía los labios, pero oía mi propia voz entre la risa histérica y el escape mortal de la rabia incontinente que oía moverse dentro de mí. La pesadez. La desgana, la incomprensión de esa forma liberada hacia mi propia condición prisionera. Fracasaría. Había fracasado. Ya.

Traté de salir, de nuevo, de olvidar mis concepciones de la acumulación obsesiva, retomar el contacto con el mundo. Pero todo perdía el color con cada paso. Gris absoluto lo cubría todo, del cielo al reflejo oscuro en los charcos de la lluvia, acerada, más fría que nunca, desagradable. Niebla que no terminaba de disiparse, que devoraba los caminos, las calles, los edificios, para no devolverlos. Todo fue perdiendo consistencia, hasta el mismo aire parecía más fino, más difícil de respirar. La sensación de ahogo constante sustituyó a mi principal vocación por racionarlo. Era como si ahora el mundo no quisiera devolverme mis propias privaciones, y desaparecía, lo robaba todo desde un vórtice inexistente, inexplicable. Di dos pasos más y entre en el mismo tejido oscuro de la bruma. No toqué suelo. No toqué nada, pero seguí caminando. Y el blanco fue agrietándose hasta romperse, y de los trozos rotos surgió de nuevo la misma capa de blanco grisáceo, sucio, que crujió hasta reventar de nuevo entre sus grietas. Volví y encontré el camino, justo delante del espejo, en la misma casa, en mi casa, en la misma postura, en la refracción inútil de la que había partido la obsesión primera. ¿Fue el movimiento inesperado el que detonó mi objetivo o fue posterior? La memoria estaba hecha de la misma cáscara blancuzca y pasajera que el mundo, y se rompía en cada esfuerzo, como comprimiéndose en tensiones imposibles de aguantar. El colapso. La pesadez. El mundo se deshacía. No había nada, la sombra de la cubierta gris de un mundo que ya no era. De frente, como encalabrinada, mi imagen contraria se mostraba ahora brillante, casi sumisa, fija en el reflejo que debiera ser, aun fuera del cristal, del ámbito natural de su presencia simiesca. Es imposible tocarla, no existe más que el aire en una terrible simetría inalcanzable. Me estiro, trepo desde mis brazos, inclinado, intentando buscar ese roce que parece rogarme, pero no alcanzo más que la sólida circunscripción del vacío que vuelve a comenzar, al otro lado. La voz en el reflejo: «siempre estarás ahí».

Del fracaso hablaba mi objetivo, del fracaso como colapso y expansión absoluta. No logro salir, ni moverme, de nuevo fijo en el movimiento ajeno. La pesadez. La calma del vacío. La sombra y la luz, en su centro, corrompiéndolo todo, a una velocidad insoportable.

 

Imagen por: live4soul

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