Escaleras II

por Somnoliento

Escaleras

En cada sombra, en cada rincón oscuridad, se esconden los verdaderos monstruos, criaturas que se alimentan de nuestro subconsciente, simbiontes que sólo necesiten un segundo de atención para apoderarse de todo nuestro ser. En la actividad más anodina, en los espacios más pequeños, arropadas por la noche, donde nos volvemos más confiados y vulnerables, crecen y maquinan sus ataques. Nerviosos, acelerados, ansiosos, arañan nuestra espalda, buscando el enfrentamiento, la sensación física que les permita cruzar el umbral, alcanzado su tan ansiada existencia real.

Aquel día, la sensación le acompañó desde que entró en el portal. Era la peor de las ocasiones, noche cerrada, mente en blanco, libre de caer en la peor de las paranoias, y las llaves olvidadas en el bolso azul claro que había llevado ayer; el cansancio acumulado, no conseguía sino crispar aún más, sus ya tensos sentidos. Al salir, la presión fue mayor que nunca. De nuevo esperaban, silenciosos y ocultos, pero inequívocamente presentes; lo supo en cuanto el ascenso frenó en el quinto piso, era como si anticiparán sus pensamientos. Abrió la puerta del ascensor, sacando únicamente su mando derecha, rápida y certeramente, encendió la luz. El primer paso estaba dado y eso le dio el valor suficiente para salir al pasillo. Ahora venía lo peor, sin llaves, no tendría más remedio que esperar a que le abrieran la puerta; rezó en silencio, para que alguien le oyera lo antes posible. Cruzó el rellano, rápida pero sigilosa.

Ese día era más que una mera sensación. Era mucho más que eso, podía percibirlo con sus sentidos conscientes; el frío en su nuca, más real que nunca, el velado olor a podrido que inundaba la estancia, las sombras que crecían desde techo y suelo… Alcanzó el timbre y lo apretó nerviosa, incesantemente, una y otra vez, pero no produjo sonido alguno. No podía creerlo, por más que apretaba el interruptor, no conseguía sacarle su habitual y molesto soniquete, que ahora se presentaba como la única esperanza. En vez de eso, un zumbido, cada vez más alto, cada vez más profundo, se instaló en sus oídos, penetrando hasta el centro de su cabeza.
No era miedo, era pavor ante la certeza de que algo, desconocido y aterrador, estaba ocurriendo.

Todo se volvía cada vez más oscuro. No podía ver la lámpara colgando del techo, la idea de volverse le hacía enloquecer, pero la pérdida de luz era más que evidente. Se concentró en fijar la mirada en la puerta y comenzó a golpearla con todas sus fuerzas. Tampoco pudo escuchar sus puños golpeando, frenéticos, la madera. Comenzaban a dolerle las manos, pero le dio igual. Un pensamiento horrible cruzó entonces su mente, el timbre parecía funcionar, no podía no funcionar de repente… Era ella quién no podía oírlo. Era ese zumbido, cada vez más alto, cada vez más punzante, el que apagaba todo a su alrededor.

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