Escaleras
Siempre que salía del ascensor, evitaba la mirada. Siempre intentaba no girar la cabeza y echar ese vistazo final. A pesar de la sensación inequívoca de esa presencia, nunca cedió a mirar. Abrir la puerta, sacar la mano primero, encender la luz y seguir directa hacia la puerta, con la llave lista en la mano. Cuidando la puntería, cada segundo de fallo, aumentaba la tensión en la espalda, el frío en la nuca y disparaba el ritmo de los nervios. Meter la llave, girarla rápido, sintiendo que cumplía con la forma de la cerradura; cumplir con el truco, algo hacia atrás, giro y empujón.
Es un momento de inercia, de movimientos mecánicos, estudiados y aprendidos. Cuando uno de ellos no se ejecutaba con la precisión correcta, todo el ciclo peligraba y la acuciante necesidad de enfrentarse a la presencia, cierta, se volvía irrefrenable, casi irracional. No recordaba cuando comenzó a sentir la realidad de esa mirada oculta, pero sabía que jamás la vería; eso era lo que buscaba y lo que nunca debería hacer. Estaba allí, perpetua, pendiente, apretando su alma para provocar el giro y atraparle de una vez por todas en su esquina de sombras.
Pero conocía ese miedo, siempre al salir de la caja del elevador, era algo habitual y podía controlarlo. Había aprendido a temer el pánico las veces que no acertaba con la luz y aunque apenas podía soportar ese terror tan humano que recorría su espalda, cuando la cerradura no acertaba abrirse, mantenía a raya la locura.
Era con ella, cuando iba sola. Ir acompañada era fácil, no existía, se apagaba, se hundía en la sombra y se olvidaba de ella. De día era menor su fuerza, como si el poco refugio sombrío que dejaban las estrechas ventanas de la escalera, redujeran su poder a las esquinas más oscuras; no podía salir de ahí, no con el sol poblando su nocturno dominio. Sin embargo, con la noche, su influjo todo lo abarcaba, desde el momento en pisaba el rellano, sentía ese acuciante interés, el tacto inexistente, pesado, sobre sus hombros. La sensación de que una boca, babeante y ansiosa, se relamía tras de ella, esperando la flaqueza, la concesión que abriera el camino, su canal de entrada a este mundo, a su mundo.
No, no debía mirar. No debió mirar.