“Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente.
Los besos por carta no llegan, se los beben por el camino los fantasmas”.
Kafka a Milena
Nunca he sido bueno en nada. Aunque más correcto sería decir que nunca me esforcé por nada, salvo por imaginar todo lo que no tuve. Un día quise ponerlo en palabras, pero todo se perdió en torrentes de ellas que salieron atropelladas de las puntas de mis dedos torpes, demasiado lentos sobre una máquina antigua. Algún día intenté sacar de nuevo las palabras pero, aunque mis dedos, ya más formados, maduros, tropezaban en el teclado moderno, de mi cabeza seguían saliendo en tromba las historias sin que mis manos pudieran adaptarse al ritmo autoimpuesto. Así llegué a la poesía, a través del desorden y mi incapacidad para narrar las historias como siempre quise. Así me veo ahora, después de tantos años, escribiendo por fin la historia que tantas veces, de distintas formas, con infinidad de nombres, traté de escribir, de inventarme sin tener que imaginar mucho. Una historia que es tu historia, nada más que la mía, y por eso también nuestra.
“Un día tendrás que escribirla –dijiste–, al menos tenemos eso, que a los ojos de los demás siempre resultará bonita”. Supongo que antes sí, ahora, a los ojos de los demás no será nada, y a mis ojos sólo vendrán las peores lágrimas, agujas de arrepentimiento y pena, angustia por el error y un pesar profundo por los placeres negados a uno mismo y a ti. Y de ti para mí, como yo te los negué también a ti; el placer de siquiera verte…
Ahora te has ido y por fin, en hora maldita, me pongo a escribirlo. No sé dónde me llevará, no sé si acabaré ahora, en esta misma palabra. Puede que no, puede que en ésta, o puede que sea al final de esta frase que ahora se me acaba. Podría dejarlo aquí, como tantas otras veces, abortar antes de verme metido en el lío absoluto de mis ideas revueltas en las palabras, pero sigo escribiendo. No lo dejaré esta vez, no me quedan fuerzas para dejarlo más dentro, no, al menos, hasta el final de cada página.
Te he contado mil veces en verso, te he sacado las tripas en poemas que nadie ha leído, ni siquiera tú; no todos, al menos. Pero nunca te di lo que desde pequeña me pediste, nunca hablé de ti en prosa, como no hablé de nadie. No sé hacer la prosa sin que se me vaya al mar, irresuelta y amorfa, agónica maraña de letras sin estilo ni concierto. Te has ido y no hay mayor lucidez en el mundo que la de tu ausencia. No ha habido nada tan claro en el mundo desde que explotó de la pequeñísima nada. Ya no estás, ni estarás, ni siquiera lejana, dolorosa… Ya no estás, ni estarás.
Tu presencia ha sido siempre tan firme. Incluso en los momentos en que no estabas, en que me odiabas, en que yo te odiaba, seguías allí, presente y colosal, a horcajadas sobre mi vida, contemplativa a veces, sonriente en ocasiones, hasta triste y llorosa de vez en cuando, terrible y ardiendo en tus cóleras. Pero ya no. Desde niños te tuve cerca, bien cerca, a pesar de las distancias, tú lo sabías, y ahora ya ni estás. Y aún me queda mucho, demasiado para no volver a verte. Demasiados pasos, demasiados caminos que andar con esos mismos pasos, demasiados gestos y caricias nos quedaban, buenos y malos. Hoy, al llegar a casa de mis abuelos, la que fuera de ellos, se me ha venido tu ausencia encima como una losa. Quería recordarte alegre, verte de nuevo niña, acompañarte por el camino oscuro que llevaba a tu casa, pero no lo he conseguido. No te he visto alegre, sólo niña, pero no alegre. No he sabido verte alegre, no estabas para mí de niña; te he visto de todas tus formas y en todos tus colores cambiantes, en todas tus épocas, incluso, creo, en las que todavía estaban por venir y que, sé bien, ya no vendrán. Marta, te he perdido muy pronto, nos hemos alejado en pleno mediodía. Más me valía ahora no haber pasado tantos días entre tus ojos, o tantos otros separado de ellos…
Hemos sido raros, ¿no? Desde pequeños juntos, chico y chica, niño y niña, casi solos, metidos en las montañas durante los veranos, algunos inviernos, días de otoño y primavera. Todo hubiera sido normal si no hubiéramos sido tantos años solo tú y yo. Poco más había qué hacer a los seis años, en dos pueblitos aislados, hoy recogidos y sobrepasados por esa moda del turismo rural y la vida artificialmente sana. ¿Y si nuestros padres no se hubieran conocido? ¿Y si nunca hubierais venido a casa en esos largos y, sobre todo, nocturnos veranos? Es curioso como prefiero la noche en mis recuerdos, casi siempre, la oscuridad poblada de estrellas como nunca las he visto. Yo no habría sido tanto en estos montes, de eso estoy seguro, no habría sido nada sin ti. Ni las montañas tampoco. Ni los ríos, no hubieran tenido ningún nombre si tú no hubieras existido para mí.
Por dónde empiezo, Marta, por dónde…
Te veo cercana en esa última vez, afortunadamente pacífica, entrando en tu portal en esa casa del barrio de Salamanca que tan poco te había ido siempre. Pero no quiero empezar por ahí. Quiero empezar desde el principio, desde que te recuerdo. Quiero empezar por esas dos casas del pirineo, por dos niños pasando los veranos solos, descubriendo el mundo primero, descubriéndose a sí mismos más tarde. Te veo pequeña, una de esas primeras veces, mandándome, gritándome para que hiciera las cosas a tu manera; a pesar de ser yo casi dos años mayor, siempre me mandaste. Así eras, desde bien enana, un carácter puro, difícil de domar, amable y buena, pero dura, un poco chicote, aunque no te gustara que nadie te lo dijera, ni siquiera a tus treinta y un años.
Si tuviera que empezar, empezaría por el verano de las ortigas. Así lo llamamos, hablamos mil veces a lo largo de los años, y aún te reías de mí por aquello. La bici en esos veranos era un imperativo y tú, en tu rol de ruda niña niño, me sometías a las más duras pruebas con ella. Ese día te empeñaste, como tantas otras, en una de tus locas ideas, poniéndonos a los dos al límite, sobre todo a mí, poniéndome a prueba. La grana ventura de aquel día fue la seguir el río, bici en ristre, nada menos, hasta dónde pudiéramos. Yo te seguí –como te seguía siempre–, asustado por tus insultos ante una hipotética negativa más que por las consecuencias del arriesgado viaje. ¿Qué tendríamos? Supongo que no más de once años. Con las BH, la tuya azul y algo más grande, la mía roja y sin guardabarros, cogimos la orilla del río, eso sí, conmigo delante; siempre supe que mis miedos no estaban solos y que, en la mayor parte de las ocasiones, sólo te hacías la dura. La parte cercana a tu pueblo no tuvo mucha complicación, las lluvias habían ensanchado su cauce, dejando un espacio mucho más grande del habitual en sus veredas, y nos permitió pasar sin demasiados problemas. Un rato que hoy se me hace extremadamente corto, pudimos seguir la orilla montados, pero no tardó mucho en ser impracticable para la bici y tuvimos que desmontar y meternos en el riachuelo poco profundo del verano. A medida que la pendiente aumentó, se hizo evidente que pronto tendríamos que desistir de nuestro empeño. Aún recuerdo que te enfadaste conmigo la primera vez que dije que no se podía continuar y me hiciste seguir. Así, hasta tres veces. A la cuarta me negué en redondo y tú, encantada con la idea pero manteniendo el gesto autoritario de siempre, aceptaste con falsa decepción. Esa vuelta es la que comentamos durante años. Esa subida tan complicada, bicis a cuestas, las zapatillas empapadas… Y todo hubiera sido más fácil si no te hubieras empeñado en coger ese atajo a tu casa que decías conocer de memoria. “Un poco más arriba dejaremos el río —algo así dijiste, mi memoria no da para palabras, son más las imágenes y sus aromas los que la han alimentado—, hay una senda estrecha entre los pinos que nos va a llevar directos a casa”. Te jactaste un buen rato de tu innato sentido de la orientación hasta que me hiciste parar. Nunca aceptaste que todo aquello no fue más que una baladronada por tu parte, que no existía tal atajo o que, de haber existido, tú nunca lo habías cogido. Incluso te llegabas a enfadar cuando hablábamos del tema, ya más mayores, indignada porque no te creyera todavía en aquello. Era como para no creerte, a pesar del tiempo transcurrido, tienes que reconocerlo. No fueron más de dos horas, pero se nos hicieron días, sobre todo la parte final, metidos hasta la barbilla en un campo de ortigas, por el que cruzamos a palazo limpio, cubiertos de arriba a abajo de granitos rojos. Menos mal que al final encontramos la carretera, podíamos haber acabado en las noticias por tu manía de dártelas de montañera experta. No contenta con eso, y un poco por ocultar tu equivocación, reconócelo, estuviste años, encima, riéndote de mí. Y no es que yo me hubiera quejado o protestado más de la cuenta, para nada, la que no dejó de soltar tacos mientras escalábamos, escaldados por las dichosas ortigas, fuiste tú. Sin embargo, todas las risas vinieron siempre por el asunto de la incógnita lechuga silvestre que yo te enseñé y que supuestamente calmaba el picor de las ortigas. Y lo calma, que nunca lo aceptaste, como no aceptaste que te confundieras de camino por completo, a pesar de habértelo demostrado con artículo de Wikipedia sobre la maldita planta incluido. Tú seguiste riéndote y diciéndome que no, que si esa planta existía y tenía ese efecto, cosa que dudabas —siempre afirmaste que más que calmar el picor, lo acrecentaba—, no era la que yo te había enseñado y la que nos frotamos con fruición por todas partes antes de llegar a casa.
Una historia de niños, una gota en una vida, pero grabada a fuego, quizá porque supuso un punto de unión entre nosotros, una dificultad que terminó de convertirnos en amigos. Una historia que surgió de tus ganas de aventuras y que acabó en tragedia fórmica, quedando para la posteridad como el relato de mi incompetencia con las hierbas y el hallazgo de una lechuga silvestre inventada. Al menos nos dio para reírnos años y años. Aún me rio, no puedo evitar sonreír cada vez que me acuerdo, incluso ahora; no me quedan muchas lágrimas, estoy superando los lloros, creo, la pena es ahora más profunda, más visceral y repensada.
Es ahora, hoy, a tientas entre sentimientos exagerados, que suben y bajan, despeñándose, que se van sigilosos y vuelven tañendo campanas de amarga realidad. Ahora, entre estas adoradas paredes de piedra vieja, cuando me doy cuenta de que debimos tener más tiempo, de que, quizá, debimos darnos más tiempo, los dos, yo a ti y tú a mí. Supongo que es normal, creo que los dos esperábamos, sabíamos que, de alguna u otra manera, acabaríamos dándonoslo en el futuro. Todos pensamos que la vida es larga, casi eterna, sólo la muerte está ahí para despertárnosla jugosa, pero de forma brutal, cayendo sobre nosotros con toda su fuerza realizadora.
Aún no me he atrevido a ir hasta tu casa. Ni siquiera he salido al jardín. He parado a comprar unas cosas antes de llegar al pueblo, he aparcado el coche y me he metido en casa, casi sin mirar. No quiero mirar todavía, no cuando haya luz. Tal vez lo haga de noche. De noche todo esto es más mío, más tuyo también, puede que hasta fuera nuestro. Nuestro. Nuestro… Puede que saque fuerzas y llegue hasta tu casa, no lo sé. Ese camino siempre fue un símbolo para mí, una especie de intermedio, vacío espacio temporal, donde me encontraba con todo lo que quise ser, donde también me encontraba contigo, pero es que tú también fuiste parte de eso que quise ser. Y aún eras parte, ahora lo puedo decir, ahora lo puedo gritar. Me imagino saliendo a la ventana y diciéndolo, gritando hacia la carretera cercana que aún eras para mí un todo, por encima de lo demás. A pesar de las palabras mal dichas y los errores que cometimos, que nos tiramos el uno al otro, siempre seguías ahí. Sabía siempre, en pocos segundos, que nunca te irías, ni siquiera en las peores circunstancias llegué a dudarlo. Pero no te lo dije. No me arrepiento de ello, creo que también sabías, estoy casi seguro. Como también estoy seguro de que yo para ti era algo, al menos, parecido. No necesitábamos decirnos la mayoría de las cosas, es más, nos empeñamos en decirnos demasiadas cosas, en comportarnos como los demás, como una pareja de “novios”, al estilo de cualquiera, y eso no nos hizo ningún bien. No éramos especiales, pero tampoco éramos cualquiera, juntos no éramos como los demás. Ni mejores ni peores, simplemente no queríamos, no buscábamos lo que los demás. Me pregunto si pensaste en eso cuando cogiste el tren, ese último tren que te llevaba a una nueva vida alejada de la ciudad adoptiva que tanto habías disfrutado, en ocasiones, muy a mi pesar; Madrid es tan buena como salvaje, tan acogedora como viciosa. Te imagino pensándolo, sentada en tu asiento, sonriente a pesar de todo, agarrada a tu bolsa de mimbre, raída, pintada y repintada, remendada sobre los remiendos, tu bolsa de los viajes desde que la comprarás conmigo hace ya más de diez veranos. Supongo que lo pensaste y que, como yo, sonreíste, porque a la vuelta yo siempre estaría, lo mismo que tú.
Era divertido estar sólo tú y yo en esos veranos. Sí, había cenas de familia comunes, visitas y excursiones con tu padre, con el mío, los baños en el río con mis hermanos, pero eran todos demasiado mayores. Fue una suerte ser tú y yo, fue una suerte tener hermanos tan mayores y que tú estuvieras sola… Fue mi suerte.
Y fuimos muy amigos, ¿no, Marta? Amigos sin pensar en nada más, aunque siempre llevarás la voz cantante, la voz de mando, mejor dicho. Y es que mandabas siempre, y yo me dejaba, y no era así con todo el mundo, era mi respeto a esa abisal profundidad que despedían tus ojos, siempre tan brillantes, como acuosos. Me tenías obnubilado de niño por tu potencia, por tus ganas de hacer todo, por tus ideas de bombero que siempre superaban a las mías, por más que me esforzara en igualarte. Eso eran veranos, casi tres meses enteros, corriendo, saltando, escapándonos a los campos, subiendo a la montaña, con la bici de aquí para allá por caminos y carreteras que pondrían los pelos de punta a los padres de hoy en día. Descubrí el mundo contigo. Descubrí que la noche no era tan terrorífica si paseaba contigo de vuelta a casa, que sólo cuando te dejaba, las sombras se volvían salvajes y sacaban los colmillos. Ese era uno de los pocos momentos en que tu liderazgo se devaluaba, te gustaba la noche, pero la noche quieta, no la noche en movimiento, la noche caminante te daba miedo, no lo decías pero te callabas, más de la cuenta. Y yo me crecía en tus silencios, me hacía el duro, aunque tú velaras mi miedo en el camino de ida, la vuelta solo a mi casa a través del camino que unía tu pueblo y el mío me aterraba. Pero eso nunca me detuvo, me pasé muchos años presumiendo de mi valor, de mi inexistente miedo a la noche. Me preguntabas tímidamente y te contestaba que no, y tú te asombrabas un poco, y eso nos acercaba. Pero la realidad era otra, tardé en confesarte que según giraba el muro de piedra que rodeaba tu casa, corría como alma en pena, evitando las matas de formas horribles y sus garras ansiosas. No paraba hasta casa, unos trece minutos sin descanso, a toda velocidad, intentando mejorar los tiempos cada vez. Porque sí, Marta, hasta de mayor, hasta pasados incluso los veinticinco años, me he vuelto corriendo algún día, con mucho peores tiempos, estoy seguro, aunque ya no me cronometrara.
Pero te lo dije mil veces, ese camino era un símbolo para mí. Desde que conocí la nostalgia, la melancolía de los veranos libres, ese camino ha sido mi vórtice divergente particular. Y todo gracias a ti, gracias a los momentos que hemos pasado en él, gracias a la cantidad de ocasiones que te dejé en tu cancela verde y oxidada y me volví corriendo, feliz de tener una amiga como tú. Gracias, más tarde, a la sensación de incomparable alegría al saber que tu sentías las mismas cosas que yo, que también me echabas de menos durante el año y deseabas verme, y comenzaste a escribirme, y yo comencé a escribirte, sin tu gracia y sin tu estilo, pero con mis sentimientos y, con los años, con versos que desnudaban esas mismas noches en ese camino perdido entre dos pueblos enterrados en el pirineo.
Se ha puesto a llover hace un momento. No hace frío, esto no es frío para el Pirineo, ¿verdad? La lluvia me calma. El agua tiene ese algo primitivo, atávico, que nos hace recapacitar, que nos devuelve a una especie de charca primaria de la que todos surgimos y a la que todos tendemos, sin remedio. Y acompaña mi pena. La lluvia siempre acompaña las emociones, sean cuales sean. Lo mismo que las montañas, nos aíslan de nuestras ajetreadas vida sacándonos del vacío que colma este ritmo moderno del que nunca nos descansamos. Aquí estamos a salvo. Siempre me he sentido a salvo, más fuerte, uno solo, y no varios como normalmente me pasa. Aunque no estés, y eso es algo que me quema de una forma tan aguda que casi se hace patente en lo físico, me siento a salvo, refugiado en los afelpados valles, tras las montañas ciclópeas, amigas, guardianes de la memoria, de tu recuerdo tamizado por el dolor…
Saldré mañana a verte. A ver tu casa, haré ese camino solo y pasaré por tu casa a verte. Estará vacía, pero me dará igual, sigue siendo tu casa. Volveré de noche, pero esta vez no correré, disfrutaré el camino, dejaré que, por unos momentos, el miedo, la angustia creada por mi imaginación hiperactiva sustituya al enorme abismo de tu ausencia. Ha sido tu muerte injusta, como toda muerte joven, pero más en un accidente como éste. Más de una forma tan impersonal, tu cuerpo muerto tirado en las vías junto al resto de cadáveres. Tú, sola, da igual que ya estuvieras muerta, te dejé sola, ni en la muerte supe estar contigo, ni al final supimos estarnos juntos. Intento apartar esos pensamientos de mi mente, pero es muy difícil, Marta. No he podido ver las imágenes, me he apartado de ellas ante el temor de reconocer tu cuerpo, tu pelo, tu bolsa de mimbre rota y sangrante…
Al menos me despedí de ti, con un beso, entre sonrisas. Al menos no hubo más peleas. Supongo que ya nada importa, pero sin el consuelo de tus últimas miradas, de tu alegre y distraída caricia, siempre pícara, no sé qué hubiera hecho, no sé qué haría ahora, aquí solo, en los que fueran tus dominios. Dominios de tus manos antiguas y sabias, de tus labios finos y acerados, de tus ojos y tu pelo, negros ambos como el tizón que por la noche brilla en la cima de las montañas cercanas. Claro que iré a tu casa y me acordaré de todos los veranos, y de los demás inviernos, primaveras, otoños que con la edad llegamos a pasar juntos.
Me acordaré de los agostos mágicos, de ese primer beso que me diste, porque yo nunca te lo hubiera dado solo. Un beso tan rápido y del que te arrepentiste tan pronto, que me hiciste sentir, en el mismo minuto, el más afortunado y desgraciado de los hombres. Delante de tu puerta, por la noche, habíamos caminado agarrados de la mano el camino de vuelta, sin darnos cuenta de lo que pasaba. Ese fue el verano en que los juegos se tornaron menos juegos, en que crecimos un poco cada día, viéndonos en la necesidad por estar juntos. Nos agarrábamos siempre qué podíamos, ocultando nuestras ansias por hacerlo en peleas y empujones o en la ayuda por subirnos a los árboles y rocas. Luego nos dio igual, vencimos la vergüenza y nos encontrábamos a cada rato de la mano, andando juntos, sentados, acariciándonos con las yemas de los dedos. Yo temblaba, recuerdo como temblaba en esas primeras ocasiones que me dejaste llegar a rozarte con sentido. Y ese camino a tu casa, callados, sonriendo como tontos. Tú ya habías besado, creo, pero yo era un niño, prendado de su amiga, de la única chica con la que había compartido nada sin ser de su familia. Llegamos, nos miramos, te sonreí, tú levantaste la mirada, arrebatadora por la timidez, suave por los nervios que sin saberlo me descubrías, y me soltaste un beso en los labios, sin más. Corriste después a tu casa, diciendo adiós con la mano, sin girarte, en un gesto que yo interpreté de arrepentimiento. Se me cayó el mundo a los pies, el mismo mundo que había trepado a las más altas cotas de lo divino cayó a plomo detrás de tu carrera. No duró mucho esa caída, aquella noche fue de las pocas que no corrí todo el camino, anduve los primeros metros calado hasta los huesos por tu presencia, obnubilado por tu beso, sin más respuesta y movimiento que el de tocarme los labios como buscando todavía alguna traza de ti.
Ya lo sé, nunca te dije algo así, quise decírtelo, pero no supe. Algo sí, algunas rimas que una vez te di, en mal momento, intento desesperado por arreglar algo que sabíamos roto. No te lo dije, pero te lo digo ahora, se lo cantaría a las marañas de zarzas que crecen contra las tapias de piedra de la casa de tus padres. Me arrodillaría ahora y dejaría caer mi cara contra ellas, susurrándoles todo esto, dejando que me arañarán y sangrarán todas las cosas que nunca supe decirte.
Me mordiste sin dañarme,
maestra,
sin sangre volviste a enseñarme
verdades:
de la vida su fruto,
de tu boca sus sales.
¡Qué rara eras! Me tuviste tres días metido en casa porque te dio vergüenza verme después del beso, y cuando decidiste que ya habías guardado la distancia suficiente, todas las manitas, los roces, ese beso que repiqueteaba peleón en mi cabeza fue como si no hubieran existido para ti. Eso pretendías, pero no te dejé. Te enfadaste conmigo la primera vez que volví a pasarte mis dedos por uno de tus brazos, pero no me los apartaste. “No hagas eso, no me gusta”, algo así dijiste. ¿Para qué? ¿Tenías miedo? Supongo, miedo a que tu amigo desapareciera. Eras mayor que yo, no en edad pero sí más consciente de las cosas. Yo no pensaba en eso, no pensaba que aquello fuera a traernos nunca problemas, yo sólo quería volver a tenerte cerca, rozar tu piel, que me besarás de nuevo. Y lo hiciste, lo hicimos lo que nos quedó de verano. Al final cediste y te dejaste llevar. Y me enseñaste como besar, más o menos. ¿Cuánto rato estuvimos besándonos el último día antes de que te volvieras a Huesca? Creo que aún hoy me parece mucho, sobre todo para dos niños como éramos. Y tu lengua, que sorpresa encontrármela, tocarla, húmeda y nerviosa, todo lo que aprendí ese verano, y no sólo por la práctica intensa a la que nos sometimos, también por lo que descubrí de mí mismo, y de ti. No pensé en que te irías hasta que ya te habías ido. Ese fue el primer día en que sentí el verdadero y devastador golpe de la nostalgia, nostalgia pura y chorreante. Al ver alejarse tu coche me quedé sólo a la puerta de tu casa, con la tarde cayéndoseme encima como una avalancha de piedras oscuras. Todo se quedó en silencio, hasta los montes cercanos parecieron morir un poco conmigo e inclinarse hacia dentro como troncos viejos y secos. No pude ni llorar, no había sitio para el lloro, para la lágrima, sentí una punzada tan honda que sobrepasó esos límites que el lloro dulcifica y calma. Puede que ahora el dolor exagere aquellas sensaciones infantiles, pero no dudo de que aquél fuera el primer día en que sentí la verdadera pena de la despedida, una pena que se repetiría desde entonces y por muchos años, cada verano, cada vez que nos viéramos, hasta que ambos tuvimos una vida propia.
Tú siempre me decías que era demasiado sensible, que me dejaba superar demasiado por las emociones. Eso a veces, cuando Marta “la Dura” tomaba el control y no querías que nadie te distrajera de tus asuntos. Otras, no, otras me recordabas que te gustaba que fuera así, contigo, que los demás supieran tan poco de esa parte mía oculta, tan frágil. “Yo te voy a cuidar siempre –me dijiste–, aunque ya no estemos juntos, aunque me enfade contigo y tú me odies, yo seguiré queriendo cuidarte”. Eso decías, y lo sabes, y ahora sí que lloro. Un poco al menos, porque si esto era verdad, que lo era, ahora me he quedado solo, porque nadie va a cuidarme así, nadie va a querer hacerlo. Soy un niño, lo sé… Qué poco te gustaba hablar así cuando estabas enfrascada en algo serio, cuando una de tus ideas estaba rondándote y necesitabas de tu preciosa independencia. No me quedaba más que apartarme. Así has sido desde niña. Tan posesiva como distante, tan cariñosa, casi ñoña, como recia y arisca. La dualidad de Martita, exigente y caprichosa, entregada y cariñosa a partes iguales.
Así me tuviste, cada verano desde aquél en que descubrimos que no éramos tan niños, llegaba con las ganas de verte rotas de tanto rumiarlas durante el año, y tú, como siempre, contenta, amable pero displicente, un tanto lejana, marcando tu rango entre nosotros. Y yo sufría, joder si sufría, y eso que el resto del año deslucía todo sobre el verano anterior, permitiendo vivir invierno y primavera con cierta solidez mental. Pero al llegar Junio, las vacaciones, todo volvía de golpe y sólo quería verte, aún a sabiendas de lo que me encontraría. Somos hombres, supongo, tan tontos, tan pesados, tan simples con estas cosas que somos incapaces de aprender, de escarmentar. Y tú, hala, sonriendo, preguntándome por todo, por el colegio, burlándote de mi pelo corto de verano sin dar ninguna señal de nada. Hasta te atreviste a decirme que habías tenido un novio, pero que no fue nada. ¡Tenías doce años! Lo hiciste encantada, no sé si incluso ya atisbando el efecto que provocarías en mí. Y sin embargo, esos tres veranos acabamos igual, y cada vez caías antes, porque yo siempre estaba dispuesto, la que caías eras tú. Venías con una especie de barrera invisible, levantada por ese yo tan tuyo que protege tu otro yo, también muy tuyo, pero más profundo y auténtico, casi tan frágil como el que siempre dijiste que yo escondía. Pero tu barrera se desmoronaba, tu alter ego protector acababa por retirarse dejando al descubierto a una Marta ávida de atenciones y de cariño.
Tú tan pequeña, y yo tan lento. Poco a poco, agosto tras agosto, me fuiste descubriendo lo que un hombre y una mujer buscaban estando tan cerca. Todo lo que sabía de una mujer eras tú. Vivíamos asilvestrados en el colegio, pocas chicas, una vigilancia férrea de los contactos con ellas. Pero tú eras distinta, venías de otro sitio, menos cerrado y católico. Siempre fuiste la avanzada, para mí y para los demás que, según crecíamos, empezaron a formar parte también de nuestros largos veranos.
Con la edad nos movimos más por la zona, no tuvimos más remedio que dejar de ser tanto tú y yo. Aparecieron nuevos amigos, casi todos salidos del club de Vela del pantano, punto de encuentro de las familias en aquella zona. Nosotros éramos la excepción, los exóticos cuando llegamos, todos se conocían de hacía algún tiempo y vivían en pueblos más grandes, con nombres que a todo el mundo le sonaban. Nuestros pueblos no los conocía nadie. Y es que nunca han sido pueblos propiamente dichos, cuatro casas, un cartel y poco más. Fuimos la novedad durante un tiempo, sobre todo tú, tan guapa, tan lanzada y con esa energía que siempre has llevado encima. Todos se pegaban a ti, la verdad es que tú y yo éramos un poco más salvajes de lo debido, y les fascinaron en seguida las historias de nuestras aventuras por esos prados infestados de ortigas que rodeaban tu casa y la mía. Me costó aceptar que dejaríamos de ser tú y yo, sentí el rasgar de los celos por primera vez en mi vida. Menos mal que tardamos aún un par de veranos en normalizar nuestra presencia en ese disperso grupo de amigos, suficiente para que creciéramos los dos y se diluyera un poco esa pasión pre adolescente. Una pasión que no he olvidado, que nunca olvidamos, lo sé. ¿Cómo olvidarla? Nadie la olvida. Fue poco concluyente, no pasamos de los primeros tocamientos, algunos vistazos al cuerpo del otro con poca ropa en la oscuridad. Más que suficiente para mí, que mantenía en secreto durante el año mis avanzadas prácticas cuasi sexuales. Supongo que para ti también. Nuestros padres algo se olieron, pero supimos ser cautelosos, discretos en las formas y en las miradas. Tú sobre todo, que jamás me llamaste otra cosa que no fuera amigo o cabezón. Cómo se me rompía algo por dentro cada vez que le decías a los del club de vela, a Sara, a Carlos, a Pedro, que éramos amigos desde pequeños. Cómo les gustabas, y cómo sufría yo con ello. Cómo sufrí esos años de cambio, el dejar de ser los dos solos, de ser el centro de tus juegos y tus miradas. Me costó un tiempo reconocer las virtudes de un grupo de amigos propio en el que incluirme. Siempre han reconocido que yo no caí tan bien cuando llegué. Tenían sus razones. Yo no quería que nos viésemos con ellos, porque cuando nos veíamos tú te diluías para mí, y yo me cerraba, colapsaba dentro de mi concha como buen molusco de montaña, perdiendo todo interés por relacionarme o hacer nuevos amigos.
Amigos y primeros amantes sin perjuicio ni daño, eso tuvimos, ¡y no es poco! No duraría. Verano de tus quince y ya nos movíamos por la zona con total soltura, supeditados, claro, a la disposición de transporte de nuestros padres o a los pocos autobuses que pasaban cerca de casa. Pero los amigos eran ya una realidad, y tú te esforzabas porque fuésemos con ellos. Perdiste algo de interés por mí, por nosotros, y con razón, aunque entonces no lo entendiera. Hasta yo acabé agradeciendo que nos moviéramos de otra forma, con más amigos y más planes, menos familiares y con un recorrido mucho más amplio que el que iba de tu pueblo al mío. Comenzamos a ser otra cosa, y los veranos no desmerecieron, para nada. Crecimos todos en muchas sentidos, ganamos amistades, grandes ratos juntos, aunque eso supusiera que nos perdiéramos un poco el uno al otro. El día de las fiestas de Lanuza, uno de los últimos fines de semana de agosto, el cambio, ese cambio que había brotado sin avisar aquel verano y que tuvo algo de tragedia, se presentó ante mí de la forma más evidente posible. Que ese verano, tú y yo ya éramos otra cosa fue obvio desde el inicio. Amigos y poco más. Y a veces ni siquiera buenos amigos, ahora preferías a tus nuevas amigas, Sara, Iolanda, Itziar… Lo llevé bien, ya había tenido mis primeros escarceos durante el invierno, poniendo en práctica las manos y los labios que tú habías preparado, y llegué más crecido que nunca. Me sorprendí, pero no me preocupé. Lo nuestro habían sido cosas de niños, aunque hubieran sido sólo hace un año, ya éramos más mayores y nos interesaban otras atenciones; como pasan las cosas cuando eres niño, como calan unos cuantos meses. Los cambios entonces se daban rápidos, un año era un mundo. Eso era la teoría, si miro ahora, como he mirado muchas veces, sé que la verdad es muy distinta, al menos para mí. Siempre me gustaste, y el hecho de que ya no fuera tu única diversión, tu confidente y, a ratos, tu inexperto amante, fue un golpe muy duro de aceptar. Pero lo acepté, casi desde el principio. El hecho de que fuésemos ya un grupo grande me ayudó, sin duda, pero esa aceptación se derrumbó el sábado de agosto en que acabaste liándote con Pedro. Ya sé que he sido un tonto toda la vida, un tonto por no saber reponerme de aquello, bien que te ocupabas de recordármelo, bien que te reías de mí y me chinchabas con ello.
Pero es que, para mí, fue una bofetada a todo el tiempo que habíamos pasado juntos desde niños. No lo comprendí. No supe como digerirlo. Reconozco que aún tengo tu mirada grabada a fuego, como si me hubieran herrado con esos ojos la memoria. Una mirada culpable, pero también altiva, unos ojos que me pedían perdón, pero que refrendaban la consecución de una independencia irremediable. Miraste desde abajo, agarrada a su mano, sin sonreír, avergonzada, poco a poco, buscándome. Yo no me había dado cuenta hasta que os vi volver, satisfechos, tan jodidamente satisfechos. Me duele más ahora, lo siento como si fuera ayer, ¿qué quieres que haga? Supongo que tengo las emociones disparadas, fuera de sí, y me brotan de lo más profundo, arramplando con todo sin remedio. Sospeché que aquello ocurriría desde los primeros días, pero no me conciencié a tiempo. Nunca me había encontrado así, tan vapuleado, queriendo a una persona —queriendo, por primera vez…— y viéndola de la mano de otra, contenta, hasta sonriendo. No supe qué hacer, me quedé tan confundido que no reaccioné. Me quedé allí, como si nada, con una media sonrisa en la cara, ahorrándome las lágrimas; le di un trago largo al mini de calimocho para enterrarlas hasta que llegara a casa y una gran parte del contenido del vaso se me cayó por toda la sudadera, con las consiguientes risas del personal. Cómo me dolieron, estuve a punto de… ¿Es posible que aún me enerve al recordar? En el coche, con tus padres, no nos dijimos palabra. Contesté lacónico a las preguntas de tu madre, bastante borracho, tú compensaste mi retraimiento con una charla más animada de lo normal que resultó del todo forzada, incluso para tus padres.
No volvimos a hablar ese verano. Me fui en cuanto pude con mi hermano mayor, ante la evidente extrañeza de mi padre. Mi madre no se extrañó, preguntó directa, sabiendo la respuesta de antemano: “¿ha pasado algo con Marta?” No supe qué decir, era la primera vez que me preguntaba algo así, con ese tono.
Casi no tuvimos contacto en todo el siguiente año, no hubo cartas siquiera. Todas esas cartas que nos habíamos enviado los años anteriores, cartas la mayoría inocuas, pero encendidas por la memoria del verano, que fluctuaban en una curva azuzada entre dos veranos: el que moría en las palabras y el que venía de la mano con la imaginación encendida. Cartas en las que ya practicabas esa forma de escribir única, natural, que tienes. Una escritura que no has aprendido, sino con la que naciste. Cartas en las que aprendimos a decir lo que sentíamos, sin grandes palabras, sin grandes sentimientos, sólo con la experiencia y el tacto de los niños que se nos estaban escapando de las manos. Yo no pude con ello. Tardé en olvidarlo, unas semanas al menos, un tiempo que en esas edades se convierte en abismos. A mis dieciséis años aprendí de un plumazo que las cosas cambian sin remedio, que no hay que agarrarse demasiado a nada, porque cambiará sin remedio, por mucho que intentemos anclarlo al fondo de nuestro sentido.
No te guardo rencor. Ninguno. Lo sabes. Y mucho menos por esto; estos dolores no son dolores que duren, al contrario, yo los conservo como plácidos dolores, parte del recuerdo y de la nostalgia de los tiempos infinitos de la infancia. Ningún dolor fue contigo duradero, siempre acabábamos por volver, por encontrarnos en lo más oscuro de la pérdida y la ausencia del otro. Quizá por eso ahora tu falta es tan pesada, tan viscosa que siento que no me la quitaré de encima jamás. ¿Tantos años sin ti? ¿Ahora? ¿Tanto tiempo viviendo sin ti? Para qué… No sé para qué voy a vivir sin ti. Vivir para recordarte, para que no se pierdan tus risas, tus labios rojos, tu piel dulce y el azul apagado de las venas en tu cuello. Pero cómo vivir recordándote si recordarte es algo tan desgarrador. Cómo vivir asomado al vacío perenne y no saltar a por ti, aun a costa de la muerte…
Perdóname, Marta, sé que no te gustaría oírme así. Sé lo que me dirías, con tu habitual y dulce rudeza. Me dirías que me alejara, que dejará de pensar en ti, que no merecía la pena. Me dirías que me riera y me fuera a buscar la vida, con más coraje. “No seas cobarde –decías–, si no estás conmigo es porque tú no has querido”. Pasmado me dejabas, pasmado y contento con este tipo de frases. Aunque tiempo habría de pasar para que fueras capaz de reconocerte tan desprotegida, desnuda de tus capas de indiferencia. Sólo me conociste tú, porque sólo te conocí yo. El resto eran amagos, sombras en nuestro constante ir y venir por el otro. ¿O no? Sé que sí. Y ya nadie podrá decirme que no, ni siquiera tú.
Y tus cartas las tengo aquí. Desde las primeras. No sé dónde andarán las mías, si algún día veo a tu madre, quiero preguntarle por ellas. Tu madre siempre tan buena, tan cariñosa, pero tan moderna, alocada a veces. A tu padre siempre le tragué menos, demasiado elevado, algo snob, cómo tú misma decías, tan distinto de tu madre. Buscaré esas cartas, las guardaré con las mías y las enterraré en medio del camino, para que enreden las raíces de todas esas plantas nocturnas que nos miraron curiosas a través de los años.
La mayoría de esas cartas fueron en esos años, antes de que empezáramos la universidad, antes de que nos empezaran a llamar adultos. Hubo algunas después, pero muy espaciadas, no todas agradables; esas también las enterraré, porque ya no les queda nada de lo malo, sólo el buen sabor de las letras que tu mano marcaba. El siguiente verano no pise la casa de mis abuelos más que unos días. Me fui fuera a estudiar, pronto, y lo agradecí, buscaba ya otras cosas, tú no eras más que un recuerdo lejano, feliz, claro, pero algo infantil, nada más. De todas formas, ese fue el año en que murió mi abuelo y los líos de la herencia provocaron que nadie pisara la casa demasiado tiempo seguido. Estuvimos a punto de perderla, creo que nunca te lo dije. Para solucionar todo y que los hermanos de mi madre no llegaran a las manos, se decidió venderla. Mis tíos nunca pasaron mucho por allí, y si decidieron meter cizaña por el tema de la casa fue sólo por el cochino dinero. Y no es que les faltara, no para vivir, es que querían más. Gracias a mi padre, que sabía bien lo que la casa y la zona significaba para mi madre, y lo que para nosotros, para mí y para mis hermanos, valdría en el futuro –y no hablo de dinero, nunca hablo de dinero–, que se decidió a comprarla, ofreciéndoles un precio más que razonable a mis tíos. El dinero no fue el único precio, ha costado muchos años que la relación familiar se restableciese y aún hoy, sigue sin ser una verdadera relación de familia. Yo no sé qué hubiera sido de mí si la casa se hubiera vendido. Sé que entonces me dio pena, pero no mucha, andaba obnubilado por los meses que pasaría fuera de casa y, para colmo, tú ya parecías algo del pasado, no me pareció una pérdida tan grande. Eso creía, hubiera sido una catástrofe, ¿verdad? Ya no éramos unos niños, pero habernos desecho de esa casa quizá nos hubiera alejado a ti y a mí para siempre. Quién sabe, quizá hubiéramos sido más felices así, sin tanto lío entre nosotros, con una vida más libre, más fácil al fin y al cabo. Y hoy, puede que no estuviera tan perdido, seguro que sentiría pena, pero no el terror abrasador de una vida teñida por la pesadumbre que ahora siento. Lo sé, “sé que ver y oír a un triste enfada”, te oigo recitar el verso, descuida, pero no te queda más remedio que aguantarme. Al menos hoy…
¿Qué hiciste ese verano? La verdad es que ni idea, algunas cosas me llegaron, pero a mi vuelta no quise indagar más. Pasé esos tres días allí, vi a éstos pero no a ti. Sí que me llegó la noticia de que estabas ya pensando venirte a Madrid a estudiar periodismo, pero no le hice mucho caso. Yo acababa de empezar la universidad, a ti todavía te faltaba un año, todo un enorme y apasionante año. Un año que volvimos a pasar de vacío. Tuve la tentación de escribirte alguna vez, creo, sobre todo cuándo lo dejé con Carla, la primera “novia” —siete larguísimos meses—, pero no lo hice. El verano estaba cerca, y ese verano, más mayor, con dos años de universidad, de nuevas amistades, más chicas y borracheras a conciencia, pensaba que las cosas serían distintas. Mi gozo en un pozo. Ese verano no hubo rastro de ti. Esta vez fuiste tú la que se fue lejos, a Francia, a casa de un amigo de tu padre que tenía un “Chateau” en el campo, trabajarías allí y aprenderías francés, eso me dijeron. No pisaste el pirineo. La única buena noticia que me dio tu madre fue que te habían admitido en la facultad de Ciencias de la Información y que te venías a Madrid. “A ver si la ayudas, eh, –me dijo tu madre–, que Madrid es una ciudad muy grande”. Sonrió al decírmelo, me acuerdo muy bien porque su tono de voz, casi divertido, hizo que me ruborizara, como dando a entender que sabía lo nuestro, o al menos lo mío, que sabía que yo llevaba prendado de ti desde que tenía memoria, prácticamente.
Soy un exagerado. Que sí, que sé que no es exactamente así, que no he sido un santo, pero sí que he estado así desde muy pequeño, lo que pasa es que ha habido interludios. Nos hemos querido a intervalos, Marta. Bueno, creo que nos hemos querido siempre, pero sólo nos los hemos mostrado a rachas. Una pena, supongo, viéndolo ahora todo tan negro, pero así son las cosas, así es la vida, rara, demasiado enrevesada siempre, incomprensible sin remedio. Como tú, tan incomprensible como tú. Y como yo, sí, también como yo. Como todos, tan rara e incomprensible como todos.
Sobreviví a los primeros días de verano con esa idea de tu vida en Madrid, tan cerca y por tantos meses. Y es que mis planes se habían ido al garete, tuve que replantearme todas las vacaciones de un plumazo. Volvía más mayor, entregado a la idea de que esta vez sí que te lo diría todo, pensases lo que pensases. Al final no fue tan difícil, llevaba tiempo sin verte, había puesto demasiadas energías en pensar en ti, qué menos que desilusionarme, pero la decepción pasó pronto. Al final fue un buen verano, un gran verano como casi todos. Y fue el primero que estuve con Bárbara, con Barbarita y su manía de dejarme marcas de mordiscos por todo el cuerpo. Menuda loca Bárbara, a saber dónde andará ahora, creo que lo último que me dijeron es que está en México trabajando, para Google, nada más y menos. Seguro que le va bien, ¿verdad? Tú nunca la tragaste mucho, y aunque no aceptarás que nuestros líos tuvieran algo que ver, yo no te creí nunca. Y me alegraba con ello. Mira, hasta consigo sonreír un poco. “Pero, ¿qué le ves? –recuerdo que me dijiste la última vez que me lié con ella, bastante picada–, ¡es que no lo entiendo! Si está gorda, y como una cabra…” Y como una cabra estaba, pero no gorda, algo rellenita, sí, pero eso la hacía aún más atractiva, la verdad. Ese melenón rubio que se gastaba siempre y esa cara redonda, con sus dos grandes ojos marrones, y los labios carnosos hacían un conjunto más que atractivo. Así tuvo el éxito que tuvo siempre. Eso, y que siempre fue un poco ligera de cascos, para qué mentir. Qué mal se lo montaba la pobre, quería con locura, así era ella, y al final acababa llorando casi siempre, por una causa o por otra. Por mí también, menudos berrinches se cogía, y todo porque yo era el único que la trató siempre bien, con más cariño que Álvaro o Jorge, al menos.
Verano que se terminó, verano atípico porque estuve sólo allí. Sólo sin ti, se entiende; ya éramos todos uno más allí y esos años en lo que nos podíamos permitir largas temporadas de vacaciones, podíamos llegar a reunirnos más de veinte en un buen día de fiesta. Fueron los años que empezamos a disfrutar de verdad. Empezamos a disfrutar de una forma más personal, apreciando de una forma más consciente la belleza de toda la zona y todas las posibilidades que ofrecía. Ya conducíamos, algunos, y eso nos dio una libertad inédita. Pudimos hacer cada vez más planes, hacer un poco nuestra vida y nos volvimos unos expertos en las fiestas de los pueblos del valle. Las cuatro semanas de agosto eran una especie de Ruta del Bacalao a nuestra medida, saltando de pueblo en pueblo, de fiesta patronal en fiesta patronal.
Esos son los tiempos que más echo de menos, los tiempos de la universidad, responsabilidades las justas y, aunque sin mucho dinero, todo el tiempo del mundo para gastar. Y encima aquí, rodeados de montañas, de ríos, lagos y pantanos, todo preparado para el disfrute, para el larguísimo verano. Y la gente de aquí, esa relación casi únicamente veraniega, sobre todo para mí, siendo de Madrid, creaba unos vínculos extraños, muy fuertes, pero muy puros también, como si al haberse gestado en esa alegría fina del verano todo a su alrededor hubiera crecido de la misma manera, en pleno disfrute. También fueron los años en que dejaron de ser tierras sólo para las vacaciones veraniegas. Ya sin la necesidad del consabido transporte familiar, conocimos los primeros fines de semana solos con amigos, las subidas a esquiar. Las primeras veces con respeto, preparándolo todo con minuciosidad, cogiendo soltura con cada viaje. Momentos que no volverán; las alegrías primeras sólo se viven una vez, cuando las repites ya no son lo mismo. Las buenas alegrías son las que te pillan del todo desprevenido y te caen encima como un barreño de agua helada, calándote entero y refrescándote, con ese toque desagradable al principio y el frío penetrante que dejan al marcharse…
Fue en una de esas primeras visitas de primavera, fuera de época, que nos volvimos a ver. Creo que fue así, porque de tu primer año en Madrid sólo supe de esa llamada que me hiciste al llegar y poco más. Dejaste de contestar mis mensajes antes de que acabara octubre. Pasé de seguir escribiéndote. Mis ilusiones otra vez por el suelo, pero ya me lo conocía, deseché rápido toda la desilusión, era demasiado tiempo el que llevaba sin verte. Concienciado de nuevo, me decidí a pasar de ti para siempre.
Y eso hice, hasta me eché novia. De nuevo novia seria, a pesar mío, porque me resistí como un jabato, pero Celia sabía mucho más que yo de todo. Italiana, guapa, guapísima, y dulce como sólo ella podía ser. Tan dulce, que era casi ladina, y sabía sacar de mí todo lo que se proponía. Tanto le hablé del pirineo y de la casa de mis padres, que acabó consiguiendo que organizáramos un viaje con la gente de la universidad. Para cuando hicimos ese viaje, yo andaba ya bastante cansado de ella, pero Celia y sus lecciones de sexo constantes me dejaban poco tiempo para plantearme otra cosa. Eso sí, me las arreglé para no tener que ir sólo con ella. Al final fuimos unos diez, todo gente de la universidad, más la novia de Carlos, que se había vuelto loco ante la perspectiva de una casa para dormir a solas con ella. “Me tienes que dejar un cuarto con cama grande, por favor” –se pasó diciéndome desde que le conté lo del viaje–, “es de vital importancia”. Así era él, un poco intenso. Al final le valió para algo, o eso me ha dicho siempre, porque perdió por fin la virginidad en la cama enana y coja del cuarto de mi hermano.
Para mí fue toda una experiencia, era la primera vez que iba allí con alguien que no fuera familia o alguno de los del grupo, de los de allí. Y estuvo bien, unos días durmiendo con Celia, sin estrecheces de ningún tipo, disfrutando de lo mucho que le gustaba el sexo. Sexo del que tienes cuando acabas de descubrirlo, un poco sin sentido, con poco cuidado o dirección. Tengo que reconocer que estuvo bien, lo que nunca esperé es que todo acabará cómo acabó. Quién me iba a decir a mí que tú andarías por allí. No había sabido nada de ti en meses, pero de que seguías en Madrid estaba seguro. Cuando te encontré caminando con tu madre por el camino de siempre, por la senda que nos había unido toda la vía de forma inexorable, casi se me para el corazón. Me solté de golpe de la mano de Celia, creo que hasta me quedé parado, esperándote. Carlos te vio y en seguida supo de quién se trataba, conocía bastante bien toda la historia.
“Pero qué haces aquí, a estas alturas” –dijo tu madre siempre sonriente, encantadora con todo el mundo–, por fin te han dejado tus padres venirte, ¿eh?”. La verdad es que no me había costado mucho, mis hermanos siempre lo habían hecho, les pareció cosa normal, una de las ventajas de ser el pequeño, los caminos han sido ya marcados y andarlos es mucho más fácil. Yo respondí con una sonrisa tonta, tú callabas, yo intentaba no mirarte, pero era inútil. Se me aceleró el pulso al verte, estabas… Te recuerdo perfectamente, estabas increíblemente guapa, no sé por qué, pero lo estabas. Tenías el pelo más largo, te caía sobre los hombros de tu clásico abrigo azul, ese que aún estará colgado de la percha de tu cuarto, a unos setecientos metros de donde estoy ahora. Estabas más delgada, me di cuenta en seguida, los primeros tiempos de la independencia son siempre duros, pero eso te afilaba más el rostro y era como si tus ojos se hubieran hecho más grandes, más azules también, pero de un azul más oscuro, azul marino en el fondo de tu piel blanca. Qué vergüenza, sabes que sé muy bien cuando me pongo rojo, como las orejas me abrasan, y entonces me debí poner como un tómate, y ni siquiera te había dirigido la palabra. Lo hice, finalmente, todo lo rápido que pude, intentando disimular. “¿Qué tal todo? ¿Cómo va la carrera?” Cosas así te dije, tú me contestaste, más simpática de lo de lo que de tu gesto inicial había esperado. Fue un encuentro casual, corto, pero me dejó bastante tocado, no me recuperé hasta que volvimos de cenar, y aun así, me costó zafarme de las caricias de Celia, siempre dispuesta; no fui capaz de irme a dormir con ella, dejé que se fuera medio enfadada a la cama. Estabas otra vez en medio de todo, como cuando era un niño, me ardías dentro, me abrasaba verte como nunca me había pasado antes. No sé lo que fue, la verdad, no sé si fue mi situación con Celia o el vernos otra vez, allí, en mitad del camino, como siempre, la primavera de pleno a nuestro alrededor, húmeda, todavía gris y llena de verdes de todo tipo… Fue un poco todo, pero fue sobre todo volver a verte.
No pude irme a la cama. Tantas fueron las ganas de verte que tuve que salir. No me importó nada, recuerdo estar como en shock, mareado, viéndolo todo a través de un prisma borroso, la cabeza abotargada… Era tarde, probablemente ya no pudiera verte, ni siquiera me atrevería a llamar a tu puerta, lo sabía, pero sentí que tenía que ir hasta tu casa y punto. Y así lo hice, fui casi corriendo, y de tanta prisa me dejé el teléfono, y me cagué en todos mis muertos por hacerlo cuando llegué hasta tu casa y vi la ventana de tu cuarto encendida. Encontrarte despierta y no llegar a verte, no poder avisarte. ¡Dios! Volver no era una opción, la estaba liando con Celia y si volvía y me veía, la iba a liar aún más; mejor que fuera por algo con sentido. Cogí unas cuantas piedrecitas del camino y las tiré contra tu ventana, sin mucho éxito, la verdad, tuve miedo de romperla. Además, los postigos de madera entrecerrados no dejaban que casi ninguna llegara hasta el cristal. Desistí y opté por jugármela; no sabía si estaba tu padre o no –tu madre nunca me dio ningún miedo, sé que siempre me ha tenido mucho cariño–, pero no encontré más opción. Te llamé, primero bajito, luego levantando un poco la voz, pronunciando tu nombre a duras penas. Mi terror fue pensar que estuvieras escuchando música, o dormida, sin más. Lo intenté un poco más y justo cuando estaba a punto de dejarlo, como suele ser habitual, saliste a la ventana con gesto extrañado. Me subí a la verja de piedra corriendo y agité los brazos. Casi me caigo cuando vi que sonreías al verme en mitad de la noche.
—¿Qué haces?
—Nada, venir a verte.
—¿Y tu novia?
—No es mi novia
—Anda ya…
—Bueno, vale, está dormida.
—¿Y qué quieres?
—Verte, baja un rato, hace mucho que no nos vemos, Marta…
Guardaste silencio, pensativa, no me dio miedo, algo en ti me decía que tú también querías verme. Quizá era el hecho de que no te movieras de la ventana, o ese gesto que haces cuando estás contenta, animada, toqueteándote los labios con los dedos de tu mano izquierda, en medio de la sonrisa.
—Espera —dijiste, y te metiste de nuevo dentro de tu cuarto, sin cerrar la ventana.
Yo esperé, no parecía que fueras a bajar, pero tampoco que me fueras a dejar allí plantado.
Volviste a aparecer y me empezaste a hacer gestos, sin hablar, señalando a la puerta de tu casa. Al principio dudé, pero al ver que insistías, me fui directo hacia allí. No entendía nada, la verdad, tuve un poco de miedo ante la idea de entrar en tu casa a las tantas de la noche y tener que saludar a tus padres o algo así, pero no lo pensé mucho. Tampoco pensaba en mis amigos durmiendo en mi casa, ni en mi supuesta novia, durmiendo, también, probablemente, pero con un cabreo de tres pares de narices que me iba a comer solito al día siguiente, sí o sí.
Apareciste en la puerta, en pijama, sonriendo y haciendo gestos para que no hablara muy alto. No supe decir nada, ni alto ni bajo, al verte de nuevo, tan cerca, con aires de sueño pero bien despierta, el pelo revuelto, tu mirada nerviosa como hacía mucho que no la veía… No me explicaba nada, pero me daba igual, estaba como ido, ido a un yo mejor, a una vida libre de preocupaciones y de formalidades; me sentí tan encantado que recuerdo tener el impulso de cogerte de tu mano y sacarte de tu casa en plena noche e irnos, irnos lejos, donde fuera, hasta el fondo más verde y urticante del monte, otra vez.
—Ey, que no me oyes, acércate pesado —te oí decir, por fin—. Sube, pero no hagas nada de ruido, que mi madre está durmiendo. He cerrado todas las puertas, pero no se te ocurra decir nada hasta que lleguemos a mi cuarto.
Me cogiste de la mano, yo temblaba. Me llevaste hasta tu cuarto, subiendo la escaleras con mucho cuidado, parándonos en cada crujido, divertidos, tu pegada a mí, yo acercándome más cada vez que podía. No me rehuías, al contrario, te sentía muy cerca, demasiado, como si nunca hubiéramos dejado de vernos. Cómo han sido siempre las cosas entre nosotros… Tan atípicas, esporádicas, tan explosivas… Esa primera vez también lo fue. Llegamos a tu cuarto y cerraste la puerta con cuidado.
—Hala, ya podemos hablar, pero ten cuidado, no te pases —dijiste, sentándote en la cama, cogiendo tu pie derecho y apoyándolo en el muslo contrario.
—¿Y tu madre?
—Mi madre está dormida
—¿Y si se despierta?
—Pues no pasa nada, cabezón, le digo que has venido a verme y ya está. Mi madre no es como tu madre, menos ahora que ya no vivo con ella.
Sonreíste al decírmelo, no hubo rastro de burla o reproche de ningún tipo en tus palabras. Me acuerdo muy bien de esa noche, de cada palabra, de cada gesto, de lo guapa que estabas. Aunque siempre me parecía que estabas guapa, no te imagino no guapa, nunca, pero esa noche… Esa noche algo tenías que me volviste completamente loco. Supongo que yo a ti también. Hablamos, y mucho, refugiados en tu cuarto. Me contaste lo de tus padres.
—Se han separado hace unos meses y parece que van a divorciarse.
—¿Qué tal está tu madre?
—Mi madre está ya bien, mi padre siempre ha sido difícil. Casi me alegro por ella. Por quien lo siento más es por él, no sé qué tal se manejará solo. Me da un poco de pena que tenga que vivir solo, hacerse la comida y esas cosas, sobre todo sin estar yo cerca, pero bueno, supongo que es por qué es mi padre. Son cosas de la vida, qué le vamos a hacer.
—Menudo susto me he llevado al verte.
—Ay, qué blandito eres, siempre con tus sustos y tus nostalgias.
Ese comentario me gustó menos, me dejaste un poco planchado, pero te diste cuenta en seguida. No era noche para mentirse, después de tanto tiempo y estando en territorio neutral.
—Que no, perdona, yo también me he asustado, la verdad, me he quedado tan pasmada que no sabía qué decir. Tus amigos han debido pensar que soy retrasada o algo.
—Un poco, pero eso no es raro…
—Ja, ja… Muy bonito, yo me pongo sensible y tú te burlas, luego te quejas de mí…
Te hiciste la ofendida y yo alargué un brazo para consolarte, haciéndote una tonta caricia en la pierna. Tu mano corrió a encontrarse con la mía.
—Yo te he visto primero, y no sabes lo que me ha dolido verte del brazo de esa tía… Me ha dolido físicamente, la verdad es que nunca me había pasado algo así. Me he pasado toda la tarde hablando de ti con mi madre. Tanto, que me ha acabado diciendo que fuera a verte a casa. Ni de coña, claro, menos estando esa guarra contigo.
Era la primera vez que me hablabas así, directa, diciéndome todo. Yo callaba, aunque estuviera entrando en ebullición, soñando despierto contigo delante…
—Mi madre tiene razón, no sé por qué no estamos juntos de una vez… –continuaste.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que lo digo en serio, no te hagas el tonto. ¿Por qué crees que no te he llamado en todo el año?
—No sé, Marta, yo siempre he pensado que querías hacer tu vida, empezar de cero en una ciudad nueva.
—Bueno, algo de eso hay, pero la verdad es que lo realmente me pasa es que me da miedo acercarme a ti. Me da pánico, porque cuando estoy contigo me pierdo, me desarmo, se me caen todas las defensas al suelo y sólo siento que quiero estar cerca de ti. Yo soy una tía que va de dura, ya los sabes, me protejo, punto, pero toda esa dureza, esa protección, se desvanece cuando estoy contigo, aunque no siempre te des cuenta. Esta tarde me hubiera lanzado a abrazarte sin más… No me gusta perder el control, y contigo, sencillamente, lo pierdo. Y más cuando he visto al maromo de tu novia.
—¿Maromo?
—Es un poco andrógina, ¿no?, con ese pelazo negro y esos hombros de waterpolista.
—Pues un poco, sí, la verdad. Joder, me lo acabas de chafar todo.
—Mejor.
Nos reímos, tímidos. Marta, qué directa, cómo le abrías la carne a cualquiera, en lo bueno y en lo malo. Qué ganas de volver a estar allí, de tenerte en tu cuarto, con tu pijama, tus trolls pasados de moda llenando las dos baldas de la pared, tu música siempre de fondo.
—Mira, estoy temblando —te dije, y alargué mi brazo, el que no estaba agarrado a tu mano, jugando con tus dedos.
—¿Tienes frío?
—No es frío, es que nunca te había oído decirme nada parecido.
—El qué, cabezón, que te quiero, que te quiero desde que soy una niña pero que me da tanto miedo quererte que tengo que huir de ti en cuanto te veo. Eres tonto, si lo sabes de siempre…
Me acerqué y esta vez fui yo el que te besé. Un nuevo primer beso, completamente nuevo.
—¿Y por qué me lo dices ahora, así, se sopetón?
—Porque sí, no lo sé, porque verte hoy, aquí, de nuevo, como tantas veces, me ha hecho recordar y me ha hecho darme cuenta de todo. Ya llevaba tiempo pensándolo, es cierto, y si no hubieras venido, igual no te habría llegado a decir nada. Pero has venido, casualmente. Mira que estaba despierta, rayada contigo, sin saber bien que hacer y de repente te oigo maullando fuera… Ay, si es que no sé por qué no podemos estar tú y yo solos, otra vez, como solíamos.
Me besaste, mientras me acariciabas la cara con tu mano buena, la que siempre juega con tus labios y tu pelo; ninguno queríamos soltar esas otras manos que seguían dedicándose diminutas caricias con la punta de los dedos.
—No me lo puedo creer, de verdad que no.
—¿El qué?
—Todo esto, que estés diciendo todo esto, Marta. Es como si estuviera hablando yo, todo eso es lo que yo siento, ese dolor por no verte, las ganas de que sólo estuviéramos los dos, de pasearnos por aquí como cuando éramos niños, de besarnos como entonces, sin miedo…
—Lo sé, lo sé muy bien, por eso te lo digo. Tú ya me lo habías dicho, muchas veces, aunque hace ya mucho que no me escribes. Me gusta volver a oírlo, que lo sepas.
Hubo un silencio, nada incómodo, pausado y sabroso.
—Estás muy guapo…
—Y tú muy guapa, te queda genial el pelo largo.
—Lo sé.
Tenías que ganar, y lo hacías con gracia, vencías con guante de seda, y yo encantado siempre de dejarte ganar, como de pequeños.
—¿Y qué vamos a hacer?
—No lo sé, dime tú.
—Tú eres el que tiene novia.
—¿Mi novia? No pienso seguir con ella. No te asustes, no es sólo por ti, no salgas corriendo todavía –sonreíste–, después de esta noche no me van a quedar fuerzas para seguir fingiendo.
—No me asusto, pero, entonces, ¿por qué sigues con ella?
—¿Me lo dices o me lo cuentas?
—Porque folla bien, como si lo viera. Tiene pinta de guarra, ya te lo he dicho…
—Qué le vamos a hacer Martita… –respondí, sin poder evitar reírme. Tú también sonreíste.
—Yo tengo novio, bueno, más o menos, pero eso me da igual. Te digo una cosa, y sé que he sido yo quien lo ha preguntado, prefiero que no lo pensemos más. Quiero estar contigo esta noche, quiero que te quedes conmigo y que me abraces, y que me des besos, y que me mimes como sólo tú has sabido hacer.
—Marta, a mí me tienes siempre, lo sabes.
—Sí… –bajaste la cabeza, avergonzada, contenta pero tímida por el piropo. No te he visto ese gesto muchas veces más.
—No, en serio, quiero que lo sepas, no me da miedo decírtelo, aunque vuelvas a salir corriendo una y cien veces, me tienes y me tendrás. Y aunque mañana vuelva todo a darte miedo, y no me llames, y no me saludes ni nada, quiero quedarme aquí. Vamos, no me sacas de aquí ni a hostias.
Te reíste, y me acariciaste de nuevo la cara, con calma. Cerré los ojos y aproveché esa caricia como nunca había hecho antes. Esa caricia, de todas las que hubo esa noche, a pesar de que no fuera ni la más profunda ni la más larga, se me ha quedado fija, tensa en la memoria reciente, a punto de saltar.
—Te quiero Marta, te quiero mucho, ya no me acuerdo desde cuándo. No sé si estas historias tienen sentido, no sé si es que seguimos siendo unos niños o qué, pero te quiero tanto que me cuesta no abrazarte cuando te veo, que me machaca pensarte en brazos de otro. Y eso no nada lo va a cambiar.
Sé que estuviste a punto de dedicarme otro de tus “lo sé”; cuánto te gustaba Han Solo y lo bien que se te daba imitar esa frase…
—Gracias.
—¿Por qué?
—Porque nadie me habla así, porque sólo lo has hecho tú, y no sé si me lo merezco.
Nos besamos, porque hablar más no hubiera tenido sentido. Y nos arrancamos la ropa, prácticamente, furiosos. ¡Tu pijama! Siempre aparecerá tu pijama. Supongo que aún estará también en tu cuarto guardado…
–Triana, ¿no?
La música siempre presente, aunque fuera bajita, casi sin que se pudiera escuchar. Y Triana, en tus melancolías, en tus noches de escribiente somnolienta.
–Sí, ¿por qué? –lo dijiste desafiante, esperando que entrara al trapo, como solía.
–Me encanta… –eso no lo esperabas.
–¿Cómo? ¿Es broma?
–No.
–¿Ahora te gusta? ¿En serio?
–Te lo juro, he acabado escuchándolos hasta que me han gustado. Es más, me encantan, de verdad. ¿Ves lo que has conseguido?
–¿Qué hay de lo de que son unos flamencos demacrados, traidores y todo eso?
–Pues que era un imbécil, porque nunca me había puesto a escucharlos. Lo retiro todo, de verdad.
–Espera, espera, esto es demasiado, no me lo creo.
Te levantaste, sólo con tus braguitas de color blanco y rosa, y cambiaste el disco; fue una imagen deliciosa, poder verte, sin miedo y sin que el tiempo o una posible interrupción lo enturbiara.
–A ver, ¿cuál es ésta? Espera, escucha.
No me fue difícil. Sonreí otra vez, sonreí porque llevaba escuchando esa canción semanas, una y otra vez, me recordaba, y me recuerda, tanto a ti… Es todo tú, la letra, el ritmo cansado, la música desesperada, todo.
–“Llegó el día”, claro.
–¿Cómo? ¿En serio? Es que no me lo creo. No me lo puedo creer –te reías, encantada, satisfecha de tu obra–. Ven aquí…
A partir de ahí todo se embrolla en mi cabeza, una nube de calor y de ansia; habíamos esperado mucho. En cuanto estuvimos piel con piel, algo ocurrió, como si una gelatina nos envolviera y lo ralentizará todo. Nos miramos, nos reímos, volvímos a mirarnos, el uno al otro, de arriba abajo, no nos habíamos visto nunca así de desnudos. No éramos ya más los mismos niños de antes que se iniciaban en las miradas, en las caricias de los adultos. Nos tocamos y besamos, en calma, “Llegó el Día” de fondo, trece minutos de Triana, tranquila, para ti y para mí. “Iba vestida la aurora con rayos de sol…”. Me ocupé de pasar y repasar cada uno de tus rincones, de guardarlo fielmente en la inseguridad de que aquello volviera a ocurrir. Fue algo irreal, algo que no pasa, que sólo pasa en los libros, pero eso es lo bueno de la memoria, que todo queda filmado y cuando lo reproducimos es lo más parecido a un cuento que podemos tener en la vida. “… Y en los cabellos prendida llevaba una flor”.
Un cuento… Eso me queda de ti. Me olvido por momentos de todo, de la sombra de las últimas semanas. Me has hecho olvidarme de ti, de tu falta. Qué error, qué golpe volver ahora a la realidad, no sé por qué estoy escribiendo esto. La alegría de recordarte, de verte tan clara en las palabras, no es recompensa suficiente cuando me caigo del andamio, de este andamio que tiende mi memoria. Marta, qué voy a hacer, dónde voy a ir, cómo voy a aguantar salir de esta casa y no poder verte. Esa noche me va a perseguir y no sé si llegará el día en que dejé de dolerme volver a ella. Y me jode, Marta, me has jodido pero bien, me has dejado sin mi principal refugio. Esa noche, tu cuarto y tu pijama, tú y tus ojos enormes y azules, toda esa noche sin miedo me daba cobijo en las peores situaciones, me ayudaba a resguardarme del bombardeo de iniquidad y sinsentido que me envuelve cada día. ¿Dónde voy a ir ahora?
Y no es que esa noche acabara bien. Bueno, acabar, acabó de la mejor de las maneras, nos quedamos completamente dormidos y no sólo tuve que saludar a tu madre antes de irme, que me dedicó la mejor de sus sonrisas, sin guardarse de mostrar cierta sorna, en cuanto me vio aparecer por la puerta del salón, sino que, encima, tuve que volver a casa y dar una explicación a mis amigos y mi novia, que llevaban levantados desde hacía más de una hora. Tampoco es que fuera un trauma, pero la bronca con Celia fue inevitable, aunque conseguí esquivar el tema bastante bien; afortunadamente no tenía ni idea de quién eras ni de mi vida por aquellos pagos, con decirles que me había quedado dormido en el sillón y que había decidido salir a dar una vuelta bien temprano, se quedaron todos más o menos contentos. Yo estaba como en una nube, me importó muy poco todo, la verdad. Tú te burlaste un poco cuando te lo conté aquella tarde por teléfono, antes de irnos de allí. Seguías en tu modo cariñoso y abierto, era como si el monte fuera de fecha te hubiera abierto en canal, y me dedicaste las frases que más recuerdo y que más malos y buenos ratos me han causado.
—Cabezón… Entiéndeme, tú sólo entiéndeme, no me dejes sola nunca, quiéreme, pero sobre todo entiéndeme. Yo también te voy a querer siempre, pero a veces las fuerzas me fallan para demostrármelo a mí misma, para admitirlo. Yo estaré contigo, no sé si ahora, o dentro de algunos meses o años, pero yo no voy a poder vivir sin ti. Tarde o temprano dejaré de huir de ello.
No huiste, no de golpe, los meses siguientes, los primeros, al menos, fueron muy buenos. Aunque tardamos poco en volver a separarnos, en salir corriendo, y a pesar de todo, no fue lo mismo esa separación. Al menos para mí, Marta, me lo tomé como me dijiste que hiciera, como una carrera más tuya, una huida sin pesar agobiada por el miedo a que no llegaras a entenderte nunca. No digo que no me doliera, pero tuvimos un tiempo como nunca habíamos tenido, eso fue algo.
Ay, si alguien me hubiera dicho que después todo acabaría bien… De bien nada, perdona, no me refiero a eso, me refiero a que acabáramos por juntarnos, más mayores y serenos, los dos. Al menos me queda esto también, ¿no? Nos queda, supongo. Los últimos meses, antes de perderte para siempre, han sido los mejores de mi vida. Quizá eso hace que estos últimos semanas sean ahora la peor de las heridas, la yaga más purulenta y difícil de sanar. Algo es algo, algo es algo. No dejo de repetírmelo.
Volvimos como siempre, una noche de bar y de copas, unos besos, todos alrededor alucinados, yo dejando a otra novia más plantada por tu culpa y tú, y tus dudas, haciéndome zozobrar, como de costumbre. Pero esta vez no huiste, ni yo, no me cansé, no dejé nada, persistimos, y lo logramos. Viviendo juntos, eso ha sido lo más bonito que he tenido, vivir contigo y que saliera bien, que disfrutáramos. Maldito país, maldita economía y todos los políticos y empresarios que la sirven. Nos separaron a base de muerte, nunca mejor dicho. Tuviste que probar suerte en otra cosa, irte lejos, para nunca empezar, desgraciadamente. Maldita mierda de mundo injusto. En el momento en que todo parecía tomar un sentido, una vía clara, te marchas y te mueres, para siempre.
Nunca te puse pegas. ¿Por qué ponerte pegas? Tampoco te ibas tan lejos, “Galicia no es Providence”, me decías, riéndote. Y yo te seguía el juego, aunque me doliera que ahora nos tocara separarnos, por lo menos ya no dudaba de ti, estabas segura de que lo nuestro funcionaba por primera vez en la vida. Qué dulce estabas, como nunca, con besos por todos lados y en todos momentos, sin avergonzarte de ti misma, sin hartarte de mí, o hartándote lo justo, sin extremos… Hasta llegaste a quejarte de mis horarios de trabajo, algo impensable en ti, mostrarte dependiente de alguien, peor, dependiente de mí, reconocerlo. Piso en Chamberí, casi en el mismo Bilbao, tú contenta, yo contento, al menos contigo, del curro sabes de sobra que nunca estaré satisfecho. Qué mierda, sonaba todo tan perfecto…
–Me va a tocar irme a Santiago, y no digo que me apetezca –recuerdo que dijiste cuando la oferta de trabajo empezó a tomar ya una forma más definida.
–Bueno, no pasa nada, a mí me da cien patadas que te vayas ahora, pero no vas a estar lejos, y, coño, me busco yo allí algo y listo, vamos a vivir de puta madre, ¿o no?
–Bueno, no sé, no quiero que te vayas allí por mí, que dejes un curro y demás. Allí no te van a pagar lo que aquí ni de broma.
–Me da igual, tampoco voy a tener que gastar lo mismo, además, qué coño se me ha perdido a mí aquí, si odio mi curro. Me busco allí lo que sea y hala, a vivir tranquilos, y a escribir, con días grises y con lluvia. Tampoco está tan mal.
–Bueno, no sé, si quieres buscar, busca, pero espérate a ver qué tal me sale a mí el experimento, que todavía no me hace nada de gracia lo de la televisión…
–La verdad es que a mí, por un lado tampoco; lo de que te hagas famosa y tal, pero por otro, estar liado con una famosa, tiene su aquél.
Te reíste, y hablamos un rato más del tema, pero no suponía tanto trauma. Habías encontrado trabajo en lo tuyo, o algo parecido, y la oportunidad de la televisión no se podía rechazar. Anda que no fantaseé con la idea de irme a vivir allí contigo y olvidarme del puto Madrid, al menos durante unos años. No hubo tiempo para concretar nada, no llegaste ni a instalarte. No te dejaron. No se quién, pero no te dejaron. Un conductor irresponsable, unas instituciones inútiles, la vida, siempre terrible… No te dejaron. Esta humanidad egoísta y esclava nos dejó sin más opciones.
Me pongo melodramático, y qué poco te gustaba que me pusiera así, pero qué le voy a hacer. Odio todo, odio hasta esta maldita casa que está llena de ti, igual que todo lo que me rodea, odio las ciudades que me recuerdan a ti con sólo nombrarlas, odio a todo el mundo por existir, por ser tan culpables de esto como yo, que te dejé marchar sonriendo.
Dormir contigo ha sido lo más grande que he tenido. Pero no el dormir de mala manera, medio resacosos después del sexo cuando nos encontrábamos por ahí, o por aquí, no ese dormir, me refiero al dormir todos los días, el verte de todas las formas, cuando quería y cómo quería. Besarte al dormir, algunas veces, al despertarme, al irme a trabajar… Qué monótono suena, qué poco original, pero qué valioso. Si al menos no hubiera llegado a vivir contigo, todo este dolor y esta pena serían mucho más tolerables. O no. Al menos tengo eso, algo es algo, algo es algo, no paro de decírmelo, ya lo ves. Es mejor haberlo tenido, creo, a larga me daré cuenta. O eso espero.
Joder, maldita memoria mía, que vivo es todo, qué lacerantemente vívido. Tu aliento en mi cara, tu pelo, a veces molesto, tu manía de dormir con calcetines, tu puta risa… Te lo escribí hace tiempo, y te gustó:
“Maldita memoria mía
Si no fuera porque tengo tu risa grabada en lo más profundo. Ni tu olor, ni tu pelo cayendo en mi cara, ni esa pequeña primera vez… Ni siquiera tu cuerpo desnudo. Sólo tu risa, en lo profundo, en lo más hondo, pero tan cercana, ¡y viva! Tu risa de grave a agudo, mordiéndote ese dedo irresistible; tu risa, feliz. Y a carcajadas.”
Así me punza ahora todo, cómo explicarlo. No puedo, me cansó diciéndotelo, una y otra vez, como si me escucharás, pero sin decir nada, repitiéndome, hablándole al aire, a tu recuerdo. Hablándole a la nada. No hay nada, sólo yo, escribiendo abotargado por la rabia, por la impotencia de seguir vivo. Sufriendo, nada más. Nada más.
–¿Y qué? Ahora ya, hasta que nos hagamos viejos, ¿o qué? –eso me dijiste, hace no mucho, paseando por Madrid sin mucho rumbo, como solíamos, en una de esas tardes de verano adelantadas, en que el cielo de esta ciudad ingrata y dura, verdaderamente viva, recoge todos los colores del mundo y se empeña en combinarlos en las formas más retorcidas que existen.
–¿Cómo? ¿En serio?
–Sí, en serio, ¿ahora qué?
–No sé, ahora lo que sea, prefiero no pensarlo, prefiero disfrutar.
–Tienes razón, yo también.
Es tarde y sigue lloviendo. Hace algo de frío, pero está bien, me gusta sentir algo que no sea este hundimiento constante. Me he quedado dormido en el sofá sin darme cuenta, lo necesitaba. Me gustaría pasarme por tu casa. Me da miedo llegar allí, más en esta época, con tu casa sola, cerrada a cal y canto, pero siento que tengo que hacerlo, presentarle mis respetos a toda tu presencia. Pienso en hacer el camino y no puedo contener las lágrimas. Ahora estoy llorando, un poco desbordado, esta penitencia, entre lo masoquista y la psicología moderna, que me he impuesto me ayuda a recordarte, pero ese evocarte, a veces tan viva, tiene un efecto rebote que me deja completamente agotado. Es liberador, a pesar de todo, lo reconozco, al menos me siento desfallecer. Tengo mucha hambre. Estoy cansado, cansado de este sufrir que es como una sangría que desatasca una herida infectada, escociendo al brotar en tromba. Si pensar en ti es difícil, soñar es mucho peor… No quiero soñar más contigo, es increíble como apareces ahora en mis sueños, es algo constante, de alguna u otra forma, aunque no te vea, siento que estás ahí. Las mañanas son lo más complicado, ese momento en que uno regresa y se da cuenta de que la realidad ha vuelto y que nada ha cambiado, que todo lo irremediable sigue estando ahí, castigándonos el futuro. No me da miedo dormir, lo que me da miedo es despertarme, abandonar ese espacio crepuscular donde acaban lo sueños y uno se da cuenta de que todo se acaba.
Es una suerte que aquí las cosas cambien tan poco. El camino está igual, siempre lo ha estado. Abrigado por la ladera de la montaña que inicia la subida, las valla de piedra antigua que lo protege de la maleza que crece detrás. El verano puede ser su naturaleza, pero bajo la lluvia es algo mucho más real, más propio de la montaña a la que pertenece. El suelo está mojado, con grandes charcos cortándolo en todo el trayecto. Es agradable la soledad que se respira. No es que en el verano haya mucha más actividad, pero se percibe una calma mayor ahora, la sensación de que todo el monte sabe que no van a venir a molestarlo turistas en busca de su chute anual de experiencia rural. Tu casa se yergue al fondo. Me ha costado no mojarme, aunque tampoco me ha importado demasiado; haber reunido las fuerzas para atravesarlo ha sido lo más difícil. Desde que he llegado me ha acompañado esta lluvia, la ausencia de sol, el frío que conocemos tan bien. Estoy tranquilo, he llegado hasta allí tranquilo. Estás más cerca que nunca. He cerrado los ojos antes de llegar, he respirado, profundamente. Te he visto, viniendo desde tu casa, con tus pantalones cortos amarillos, llenos de pequeñas florecillas, tu camiseta de tirantes, tu piel blanca a pesar de estar en pleno Agosto, esa pinta que tenías un poco de persona débil, enfermiza… ¡Cómo engañabas!
Tu casa tampoco ha cambiado. Las reformas han sido inevitables estos años, pero no ha cambiado nada de lo esencial, la piedra sigue siendo piedra y la madera, madera. No sé por qué te lo digo, lo sabes, no llevas ni dos meses muerta.
Me he parado antes de llegar, en la esquina donde giran las piedras de la valla, enfrente de la parte trasera de tu casa. Allí te esperaba, era el punto de encuentro siempre que te iba a buscar después de comer, así fue muchos años, hasta que lo de hablar con tus padres dejó de ser un asunto de importancia; yo era el vergonzoso, tú te metías en mi casa y te ponías a charlar con mis padres como si nada. Me he sorprendido al llegar frente a la puerta del pequeño jardín delantero y ver las contras de la ventana de la cocina abiertas. No he visto ningún coche, pero daba la sensación de que había alguien dentro. No he llegado a llamar, sé que tu padre no va casi nunca, pero nunca se sabe. Me he quedado sentado, un buen rato. No he pensado demasiado, he estado tranquilo; todo lo que he vomitado en el papel hasta ahora me había dejado seco. Huele todo tan bien, tan fuerte. La lluvia es perfecta, domina los nervios: acompaña la pena y templa la euforia. El agua enerva los olores, los convierte en algo completamente nuevo, cruce de tierra y sal; y matiza el frío, despreocupándonos de él, haciéndolo menos importante.
Así me ha encontrado tu madre, sentado, con los ojos cerrados, en el lateral de la valla de tu casa, la cara al viento. No sé, ha debido ser un poco ridículo, pero no me ha dicho nada. Me ha saludado cariñosa, tan cariñosa como sólo tu madre puede ser. Me ha dado un abrazo y me he echado a llorar. Ella también ha llorado. Ha cogido mi cara entre sus manos y la he visto triste, tremendamente triste…
–Juan, pero qué haces aquí, hijo mío, al frío y la lluvia…
–No hago nada, Maribel, no hago nada, no quiero hacer nada, sólo quedarme aquí sentado, no sé qué más hacer.
–Ay, Juanito, hijo, no llores, no lloremos ninguno, por favor, no podemos pasarnos la vida llorando.
Me abrazó de nuevo. No sabes lo que he agradecido esos abrazos. Soy de los que, llegado a un punto, cuando sufro, rehúso todo contacto, toda palabra que no sean las mías, me saturo y me pierdo solo. Solo, hasta que alguien me rompe la coraza de golpe, entonces caigo de nuevo más necesitado que nunca. Así me he sentido, necesitado. Nadie me puede comprender como tu madre, nadie puede sufrir como ella ahora mismo, nadie.
–¿Por qué has venido, Juan?
–Por tener a Marta más cerca, porque va a ser.
–Pero, hombre, con todo lo que habéis pasado aquí, ¿no ves que es un poco hacerte daño a lo tonto?
–No lo sé. Lo necesitaba, me estaba ahogando en Madrid, ya no sabía que hacer, así que me he venido.
Me ha sonreído.
–Ay, qué tontos habéis sido, los dos. Marta más, ya lo sé –lo ha dicho como si algo pudiera ofenderme en esta situación–, anda que no se lo había dicho yo veces… Pero esta niña, qué cabeza, qué ganas de andar siempre de aquí para allá, de estar en todas partes, a todas horas…
Ha roto a llorar otra vez, sin poder seguir. Intentando contener las lágrimas con su mano sobre la boca, conteniendo toda la pena. El vernos frente a frente nos ha devuelto a la realidad a ambos.
–¿Quién le mandaba coger ese trabajo en Galicia? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no se ha quedado aquí, contigo?
–¿Maribel?
Agitaba la cabeza mirando al suelo, las manos cubriendo su rostro. Lloraba, no podía parar de llorar. Y yo lloraba con ella, ha sido duro ver así a tu madre.
–Maribel, vamos, no llores. No es culpa de nadie.
–Sí, es culpa de este mundo, de este país que les roba las oportunidades a los jóvenes, que no os deja vivir en paz. Es culpa de estos políticos de mierda…
Oír a tu madre decir un taco, verla alterada de esa forma ha sido algo totalmente nuevo, aunque nada extraño. Hasta se ha reído un poco entre lágrimas al oírse a sí misma.
–Perdóname, Juan, perdóname, ¿tú me entiendes, verdad?
–Claro…
–Llevo aquí diez días y no sé cuándo voy a volver, no quiero irme de aquí, es como si Marta estuviera conmigo.
Me he echado a llorar cuando lo ha dicho, me he sentido tan acompañado que se me han saltado las lágrimas.
–Por eso he venido yo. Me preguntabas que qué hacía aquí, pues buscaba a Marta, buscaba todos los recuerdos que tengo de Marta, y esos sólo se encuentran aquí.
–¿Pero estás bien, Juanito?
–Sí, sí, no te preocupes, Maribel, estoy bien –he mentido, he tranquilizado a tu madre, su preocupación iba mucho más allá de la pena; no es que no haya pensado en ello, pero no creo que reuniera el egoísmo suficiente para quitarme de en medio definitivamente, no todavía–, es sólo que la echo de menos y que no se que hacer para no dejar de llorar.
–Ya lo sé, hijo mío, ya lo sé. Ay, pero qué mala suerte habéis tenido. Ella te ha querido siempre, lo sabes, ¿verdad? Te ha querido más que a nadie y siempre me lo decía: “mamá, si a mí el que me gusta es Juan, pero es que no sé que me pasa, que me van los tontos…”.
Nos hemos reído. Es la verdad, menudos tontos te has echado de novios, menudos papanatas. Bueno, novios, eso el que te duraba unos meses, que menuda eras…
–Yo también la he querido, siempre, mucho, y ella lo sabía.
–Desde niños, ya lo sé, Juan, desde que te escondías detrás de la casa cuando venías a buscarla. Anda que no nos hemos reído en casa con vuestros amores… Qué, ¿creías que nadie se daba cuenta? Una madre se da cuenta de todo.
–Nos hemos querido mucho, Maribel, no me quejo, no culpo a Marta de nada, la vida es así, los dos éramos así, también yo he sido muy “cabezón”, como ella decía…
–Claro que no, no es culpa de nadie, sólo me da rabia que hayáis tenido tan poquito tiempo, que se haya ido Marta tan pronto. ¿Qué solos nos ha dejado, verdad? ¿Cómo lo llenaba todo esta niña, todo?
–Ya… Eso es lo peor de todo, que me siento tan vacío, tan falto de vida… Más después de los últimos meses, que ya parecía que todo se calmaba, que por fin nos dejaríamos ser felices, juntos…
He estado llorando todo el rato, con lágrimas constantes, flojas, pero en estos cortes, en cuanto me daba cuenta de dónde estaba, de cuándo, de cómo, con quién, se me caía todo a los pies, lloraba con más fuerza, sin temor delante de tu madre.
–Ay, no llores, no llores, la vida es así, la vida es esto, dejar marchar… Tienes toda la vida por delante, toda la vida. Fíjate en mí, ¿qué voy a hacer ahora? Marta era todo lo bueno que me quedaba en esta vida, ¿y ahora? Ahora no sé qué voy a poder hacer, cómo voy a vivir.
–Lo siento, Maribel, no debería estar llorando, yo voy a estar ahí para cuando lo necesites. En esta vida te quedo yo, y a mí me quedas tú, somos lo que nos queda de Marta. Nosotros, y estas montañas, este valle, ese camino que hoy está plagado de charcos y de barro, como rumiando la pérdida de quién tantas veces lo pisó…
–Gracias, hijo, pero tú tienes que vivir. Yo saldré adelante, no hay otra.
–Y viviré, aunque ahora me cueste verlo, pero no quiero vivir si no es recordando a Marta cada día. Y mi mejor recuerdo de Marta es estar contigo, Mribel, de verdad, no quiero que te sientas sola, porque no es así. Es como si ella misma me lo dijera ahora mismo: “cabezón, cuida de mi madre, cuídala como me cuidabas a mí…”
Tu madre me ha vuelto a abrazar, un abrazo eléctrico, un abrazo que me ha hecho temblar de emoción. Nos hemos quedado así un buen rato, llorándote, sin más, cómo no habíamos llorado en todo ese tiempo. Los dos, cada uno por nuestro lado, pero recordándote, juntos. Cuidaré de tu madre, lo haré encantado, tu madre no va a estar nunca sola, no te preocupes. Ha sido tan importante para mí como tú misma y ahora lo será más.
Me ha invitado a pasar y hemos tomado un té y unas galletas, que había traído del pueblo. Durante un rato hemos hablado de otras cosas, de mi trabajo, de mis padres, de dónde vivía y esas cosas. Ha sido bueno para los dos encontrarnos. No estamos solos sufriendo.
–Juan..
–Sí
–No llores más. O si lloras, llora de pena, pero aparca la rabia, no pienses que perdisteis tiempo. Siempre estuvisteis juntos, habéis tenido la más bonita de las vidas, de las relaciones, que se pueden tener. Desde niños os habéis encontrado, habéis crecido y os habéis querido con locura, confía en eso. Confía en esos sentimientos y no dejes que se pudran. No te estoy diciendo que olvides, te digo que los dejes crecer solos, que dejes que un día dejen de producirte ese dolor punzante que ahora te produce. Nada me gustaría más que verte feliz y contento otra vez, de verdad. No tengas miedo, yo sé bien que jamás vas a olvidar a mi hija, pero tienes que vivir, vivir a pesar de todo. Ella también lo querría así, y lo sabes, nunca te dejaría olvidarla, pero te miraría fijamente y te diría que siguieras adelante, que sonrieras otra vez.
Oír a tu madre hablar así, tan parecida a ti, me ha hecho estremecer; nunca la había conocido de verdad, íntimamente, pero me he dado cuenta de que todo lo bueno que de ella se desprendía era completamente verdad. He vuelto a llorar, claro, pero ha sido distinto, de otra forma, he notado como algo cambiaba, al verte de nuevo allí, parada, hablándome a través de tu madre…
–Ya lo sé, ya lo sé, pero me cuesta tanto… No quiero olvidarla, nunca.
—Ni yo, pero para recordarla como debemos, tenemos que dejarla marchar, un poco al menos, lo necesario para aprender a vivir con este dolor.
Aprender a vivir. Eso es, aprender a vivir de nuevo. No desaparecerá este dolor, lo sé, hay que aprender a vivir con él, transformarlo en algo, no sé en qué, pero en algo que nos permita seguir adelante.
–Gracias, Maribel, de verdad, muchas gracias, no sabes lo que necesitaba esto…
–Y yo, hijo, y yo. Cuando te he visto ahí fuera no me lo creía, pero me ha alegrado mucho, mucho; desde el día del entierro había querido hablar contigo, pero no sabía cómo hacerlo…
–Yo también, pero me han fallado las fuerzas. Me han fallado para casi todo.
—Es normal, es normal. Démosle tiempo, el influjo de Marta es tan fuerte, nos va a costar, Juan, pero somos fuertes y podremos con ello, ya lo verás.
—Lo sé, lo sé, de alguna forma extraña, lo sé. Pero no quiero que te sientas sola, de verdad Maribel, todo menos eso. Mi familia y yo te queremos muchísimo, mi madre se ha acordado mucho de ti estas semanas, y estaremos allí para todo lo que necesites. Sobre todo yo. No dejes de venir a esta casa, nunca, no la vendáis, por favor.
–No pienso hacerlo, al menos mientras viva. Y, te digo una cosa, siempre que quieras venir, no tienes más que decírmelo. Hasta te voy a dar unas llaves, fíjate.
–No, Maribel, en serio, no sé si voy a poder…
Tu madre se ha levantado y ha ido directa a por ellas, al armario llavero que tenéis detrás de la puerta, junto a la caja de los plomos.
Jamás había hablado así con tu madre, ni siquiera hubiera pensado que fuera a hacerlo nunca. Es lo que tiene la muerte, que nos rasga de arriba abajo, nos expone frente a la única verdad indiscutible de la vida y exprime los sentimientos hasta el hueso. Lo he agradecido mucho, muchísimo, y sé que tu madre también. Al despedirme casi me muero de la pena. Me he echado a llorar, otra vez.
–De verdad, Maribel, cualquier cosa, cualquier cosa…
—Gracias, Juan, de verdad, pero no te preocupes por mí, estaré bien. Tú no dejes de venir a verme nunca, ¿de acuerdo? Y no llores más, que Marta no hubiera querido verte así…
¿No hubieras querido verme así? Son frases que se suelen decir en estas situaciones, ¿no? Supongo que no hubieras querido verme así. ¿Me estarás viendo? ¿Nos verás ahora desde algún espacio perdido fuera de esta maraña de soles, barro y sudor?
Tengo las llaves de tu casa en mi mano. Un llavero que no conocía, algo viejo, un dibujo de un carro hecho de metal unido a las dos llaves de la entrada, más la de el cobertizo de fuera. No sé bien qué hago con ellas, pero no he sabido decirle que no a tu madre. Las guardaré bien, no creo que nunca tenga fuerzas para entrar en tu casa yo solo.
Y no he conseguido tus cartas. Quería habérselas pedido a tu madre, pero ni siquiera sé si ella sabrá dónde están. Y tampoco era el momento. Intentaré pasarme mañana a buscarlas, si ella no sabe donde están, le pediré que me deje pasar a tu cuarto. Si las has guardado, y si te conozco algo, lo habrás hecho, estarán en alguno de tus arcones, seguro. No las has sacado de aquí, probablemente hiciera mucho tiempo que no las mirabas, como yo, pero tienen que estar ahí. Quiero subir a tu cuarto. El encuentro con tu madre me ha dejado agotado. No tiene ninguna culpa, es sólo que ha sido un encuentro muy fuerte; la tensión de verla y de hablar de ti como hemos hecho me ha dejado machacado físicamente. Pero al mismo tiempo me ha tranquilizado, he soltado casi todo lo que tenía por hoy. Creo que podré dormir como es debido, por primera vez en mucho tiempo. Me apetece soñar contigo, le tengo menos miedo al despertar, a encontrarme con la horrible realidad de saberte muerta. Y es que estás muerta… Como suena, es terrible la palabra. Estar muerto suena a no haber existido nunca, a un borrón total de mente, cuerpo y recuerdos. Suena a golpe, con esa r y esa t al final, a golpe de madera contra madera, seco e intenso. Un golpe que retumba en el pecho y ahoga, aprieta la respiración y las palabras. Por eso escribo tan frenéticamente, sin mucho concierto, estoy derramándome como puedo para ahuyentar esa ola de emociones que se agolpa en el final de la garganta. Dormiré hoy, gracias a tu madre, y mañana volveré a empezar, de cero, como cada despertar cuando me doy de bruces con esa verdad que es tu partida, tu injusta muerte, si es que alguna muerte puede no ser injusta…
La muerte llega y ya está, ni justa ni injusta la muerte es lo que es, sólo muerte, es de las pocas cosas en este mundo que se explica a sí misma.
He dormido. Y no he soñado contigo. He soñado con algo que creo se relacionaba contigo, pero no contigo. Había monte, aunque también había agua, mucha agua, y una especie de submarino de color brillante. Y el monte se sumergía en el agua, y a veces se ha confundido con ese submarino. He caído de él, al menos dos veces, rodando hasta el agua, donde bullían una especie de serpientes enormes de dientes afilados que parloteaban esperando ser la primera en comerme a mí y a otros que caían conmigo, conocidos, seguro, pero a los que no he llegado a poner cara. Aunque en los sueños no hace falta poner una cara, a veces las caras cambian sin sentido, sin que las personas en sí mismas cambien. Es más una sensación de quién está ahí contigo, de quién te habla, aunque no escuches una voz o no veas unos ojos familiares. Y ahí todos éramos conocidos, amigos, familia. Pero tú no estabas, de eso estoy seguro. Y, sin embargo, algo de ti había, un recuerdo, supongo, un olor, un cielo de color púrpura atardecer… Me he despertado cuando en una de mis caídas intentando alcanzar el pico de la montaña submarino, he ido a aterrizar por el lado en que todo acababa, agua, monte y sueño. No ha sido agradable, pero tampoco ha llegado a ser un auténtica pesadilla. Ha sido agobiante, pero poco más. A pesar de ello, he descansado, y me he levantado mejor, menos triste, algo menos.
Sigo estando sin fuerzas, Marta, esas no acaban de volver, y lo que me queda, ¿verdad? Pero al menos se va disipando el pozo fangoso en el que llevo metido desde aquella fatídica noche. Qué noche… Me dan escalofríos, sigo temblando al recordarlo, tendrías que ver mis manos, ni en la peor de las resacas. Todos tememos que ocurra algo así, brutal, incomprensible e increíble, pero nunca creemos que nos vaya a pasar a nosotros. Al principio lo peor fue estar tan lejos. Me enteré por la radio, mi madre me llamó desde la cocina, yo andaba en este mismo cuarto, leyendo, aburrido ante la falta de planes, rumiando tu ausencia.
–Juan, ven, hijo, corre…
Noté en seguida que era algo serio, urgente, había un rastro terrible de preocupación en la voz de mi madre. No pregunté, salí corriendo y me acerqué hasta la cocina asustado, pensé que le había pasado algo. La encontré pegada a la radio –casi fue mejor no tener televisión en casa–, tenía el gesto muy serio y escuchaba con atención. Me hizo un gesto para que escuchara.
–Ha habido un accidente de tren –me dijo, viendo que no acaba de entender nada.
Me quedé helado. Miré el reloj, calculé rápidamente la hora de llegada de tu tren. Deberías haber llegado ya a Santiago. Deberías…
–¿Dónde? ¿Se sabe algo? ¿Dónde?
–Tranquilo, hijo, estoy intentando saberlo, están hablando de ello pero no acaban de decir dónde.
Escuchamos en silencio, las voces de la radio hablaban de las posibles causas del siniestro y de que probablemente habría víctimas mortales, pero se empeñaban en no dar los datos concretos, los que cualquiera en nuestra situación esperaría. No puede ser, repetía una y otra vez, no puede ser. Mi madre me miraba, no sabía qué decir, escuchaba sin más, como yo, intentando saber que el accidente había sido muy lejos de Santiago, muy lejos de Galicia y de ti.
No fue así. Eso que esperábamos, la confirmación de que nuestra preocupación, como en otras ocasiones cuando una desgracia como ésta ocurre, fuera infundada y nadie cercano hubiera resultado afectado, nunca llegó. Al contrario, las palabras AVE y Santiago no tardaron en aparecer. Salí corriendo a por mi móvil y te llamé. Dio tono las cuatro primeras veces, luego dejó de hacerlo. Grité, me cagué en todos tus familiares vivos y muertos por ser tan desastre con la batería del móvil y seguí gritando. Insulté a todo el mundo, a Renfe, al AVE, insulté al maldito verano y a estas montañas que me retenían, sin televisión, sin saber prácticamente nada. Di de patadas al baúl de mi cuarto hasta que metí el pie dentro, mientras soltaba las mayores barbaridades que se me ocurrían. Me giré y encontré a mi madre en la puerta, mi hermano Gabriel detrás de ella, junto a mi padre.
–Tranquilo, Juan, vamos a llamar a Maribel –entró en el cuarto y marcó el teléfono de tu madre.
A partir de ahí, todo fue un completo caos. Nadie sabía nada. Lo típico de estas situaciones. Recuerdo muy poco, o lo que recuerdo, está como pastoso, cubierto de una especie de limo blancuzco que me impide evocarlo con claridad. Estaba en shock, no era consciente de nada. Siempre pensé que en una situación similar, algo me diría si estabas viva o muerta, pero nada me lo decía; no me atrevía a pensar que estuvieras viva, por miedo a que no fuera verdad, y cuando te imaginaba muerta se me revolvía el estómago. Durante el camino, quitamos y pusimos la radio varias veces, buscando alguna aclaración, algo que nos diera alguna tranquilidad, pero nada. Como suele ser habitual en los medios de comunicación españoles, la información valiosa era casi inexistente, todo eran macabros datos de posibles víctimas y búsqueda de causas y culpables. Qué asco me dio todo en ese momento, qué profunda repugnancia sentí –y siento– por el género humano como grupo. Siempre he criticado el periodismo actual, pero verme siendo víctima de él, asfixiado por no saber nada de ti, me provocó una rabia insoportable. El viaje en coche fue un suplicio. No queríamos llamar a tu madre a preguntar, por miedo a molestarla más de la cuenta en un situación como aquella, y tampoco nos atrevíamos a llamar al teléfono de información que daban en la radio; no éramos tus familiares, y qué nos iban a decir de todas maneras, nadie sabía nada.
Resolvimos coger el coche y salir para Huesca, acercarnos a tu casa, a casa de tus padres, o de tu madre para ese entonces, nos pareció la mejor opción.
–Ya verás cómo no le ha pasado nada, ya verás –repitió mi madre varias veces durante el camino.
Poco más dijimos. Yo callaba, no lloraba, me puso muy nervioso no poder ni llorar. Me mordía los dedos, me hice todo el daño que pude, pero era como si mi cuerpo no estuviera dispuesto a llorar, como si hubiera estado reservándose para la fatal noticia. Poco antes de que llegáramos, entrando ya en Huesca, mi madre recibió una llamada y me pasó el teléfono. Era la primera vez que tu padre me llamaba por mi nombre. Habló con una voz grave, muy grave, sin quebrase, pero con una emoción que rasgaba las palabras contra su garganta.
–Juan, ¿cómo estás? Maribel me ha dicho que te llame, ha conseguido hablar con Renfe –guardó silencio. Yo esperaba, rasgando el aire con las manos de pura impaciencia, temiéndome lo que ya parecía una verdad imperdonable–. El vagón en el que viajaba Marta ha sido uno de los más afectados, hay muchas posibilidades de que no haya sobrevivido. No pueden confirmarlo todavía con total seguridad, Maribel está de camino a Santiago, yo salgo en unos minutos con mi hermano. Lo mejor es que os quedéis en casa, os mantendremos al tanto de todo.
Soltó la última parte de golpe, sin parar, como con miedo a que no llegará a salirle del todo. Te traduzco lo que recuerdo, está claro que pudo ser de otra manera, pero eso fue lo que me quedó. No supe qué decir, hubo un silencio muy largo, ninguno hablamos.
–¿Juan?
–Sí.
–No te preocupes, en cuanto sepamos algo más te lo diremos. Nos han dicho que hay muy pocas posibilidades, pero mantengamos la esperanza, ¿de acuerdo?
Así es tu padre, seco como el sólo, aunque he de reconocer que sonó cariñoso como nunca le he oído.
–De acuerdo.
–Y trata de dormir algo, por favor, es muy tarde.
Cosas que se dicen en estas situaciones, por fin las he entendido. Cuando no hay que decir, lo más fácil es recurrir a los convencionalismos, y, en ocasiones, también es lo más reconfortante, la rutina de la vida, las cosas que nos anclan a una realidad que la muerte cercana convierte en algo difuso, casi irreal.
Lo demás se me pierde, prefiero olvidar. La confirmación maldita, el llanto, el dolor de enterrarte. Los amigos, la familia, tus padres… La lluvia que siempre acompaña a los cementerios, lo triste de tener una tumba que visitar… La muerte, una y otra vez, tus gritos dentro de un vagón convertido en un amasijo de hierro y fuego. Tus últimos momentos sola, y yo lejos, apoltronado en mi cama, en nuestros terrenos, en nuestra infancia. No quise entrar a verte, al principio. Tu madre me lo preguntó, pero negué rápido con la cabeza, no quería ni oír hablar de verte sin vida. Temía encontrarme un cuerpo mutilado, tu rostro cambiado, sangre y carne negras por el fuego… Esa misma imagen fue la que me hizo ceder al final y entrar con tu madre a ver tu cuerpo muerto. Menos mal que lo hice, ahora me doy cuenta, menos mal que pude quitarme la pesadilla de ti, sola, mutilada dentro de un vagón de tren.
Estabas igual, más blanca, pacífica como nunca… Qué voy a decir, digo lo que todo el mundo, supongo, que no parecías muerta. O sí, la verdad es que sí, descansabas, sin marcas, demasiado seria pero estabas bien. Aún me sorprende que esa imagen, más que perseguirme por las noches, me haya dado algo de paz. Tu madre me lo dijo: “entra, Juan, de verdad, te va a venir bien, hazme caso”. Menos mal que lo hice…
Buenos recuerdos para una mañana. Ya sabes, me persigue mi afán masoquista, machacarme con las peores ideas, con los peores recuerdos en las peores situaciones. Me había levantado bien, supongo que eso era demasiado. Prefiero estar triste, joder, me da miedo estar feliz y empezar a olvidarte. Tu madre dice que lo haremos, yo digo que no quiero, que para mí sería como perderte y perder todo lo demás.
¡Tus cartas! Iré a por ellas. Las voy a encontrar, ya decidiré luego qué hago con ellas, si las entierro como pensaba o las guardo, conmigo. Si tu madre sabe dónde están, mejor que mejor, si no, voy a revolver todo tu cuarto hasta que las encuentre. Me siento con fuerzas para hacerlo, de perdidos al río, si no lo hago hoy, quizá no lo haga nunca. Yo que sé, ya no sé qué hacer, ni hambre tengo, mucha sed, eso sí, una sed que no se apaga con nada. Y quiero beber, beber hasta llorarlo todo, pero me da miedo, me doy miedo estando solo y borracho.
Ya he vuelto de tu casa. Tu madre no estaba, se ha ido, creo, cuando he llegado su coche no estaba y las ventanas estaban casi todas cerradas. Supongo que volverá mañana o pasado, no parece que haya cerrado la casa del todo. He esperado un buen rato, pero al final me he decidido a entrar. Hace buen día, se ha despejado el cielo, salvo por unas cuantas nubes blancas, y todo estaba precioso, con ese olor a tierra húmeda de mañana, con mucho verde, con un verde que hacía tiempo que no veía. Mi hubiera gustado que alguien hubiera decidido enterrarte aquí. No soy quién para decirlo, pero me hubiese gustado. Al final he entrado en tu casa, tu madre me ha dejado unas llaves, no creo que le importe, aunque he tenido que cortarme un poco en mi registro, no quería que se pensase que alguien había entrado en casa a revolver tus cosas o algo así. Puede que le ponga un mensaje ahora, no lo sé, yo creo que no hará falta. Si se da cuenta, que supongo que lo hará, sabrá que he sido yo.
Tengo tus cartas, tu versión, o la mía, según se mire, de las cartas. No las he leído. Bueno, he leído algunas, pero he tenido que parar. Me he llevado una sorpresa, son todas mías, o tuyas, vaya, pero nuestras; pensé que quizá hubieras compartido esta pasión epistolar con alguien más, pero si lo hiciste, no las has guardado. Hay muchas, más de las que recordaba o de las que yo guardo; por lo que he visto, también guardabas las que no llegabas a enviar. Esas son las que menos quiero mirar, no quiero darme de bruces con sorpresas, ni buenas ni malas. No tengo por qué rebuscar, tú lo decías todo, o casi, sin ningún tipo de tapujos, me vale con lo que tengo y sé. Quería tenerlas, y no para leerlas, quería tenerlas y punto. Y ahora que las tengo, no sé que voy a hacer. No estaban en ningún arcón de madera blanca debajo de tu cama, como había pensado, ni siquiera estaban ordenadas o bien guardadas, muchas no conservan ni el sobre. Todas mezcladas en el último cajón de la vieja cómoda a los pies de tu cama. Mezcladas con otro montón de cosas, algunas inútiles, otras no, como los pañuelos de muchas fiestas que aún guardabas, como yo, y los pases de algún bar o discoteca ha tiempo desparecida… También he cogido algo de eso, ya ves.
Todo está silencioso, como siempre, pero solo, tan solo como me encuentro ahora, parece que la piedra de la pared se lo tragara todo, hasta el sonido de mi respiración. Tus cartas están sobre la cama, esparcidas, saliéndose de la bolsa de plástico que le he cogido a tu madre; debajo del fregadero, ahí están siempre, en mi casa igual. He hecho bien en venir, pero ahora sólo pienso en marcharme. Me tengo que tomar todo esto en pequeñas dosis. Si tu madre se hubiera quedado, sería otra cosa, aunque no fuera a verla, no me sentiría solo. Quizá vuelva no sé, pero otra noche aquí se me va a hacer muy dura. Hace unos días esto me parecía la única idea posible, pero la soledad es demasiado penetrante, necesito mover la cabeza un poco, emborracharme con alguien cerca. Es la segunda vez que vengo solo aquí, y la última vez no estuve mucho, siempre hay alguien por aquí en fin de semana. La diferencia es que esta vez no me apetece ver a nadie, aunque los haya. Nos vimos en tu entierro, casi todos, y estuvieron fantásticos, cariñosos como nunca conmigo, llorosos, emocionados contigo. Tuvimos tiempo de cenar y recordar un poco, algo muy corto, lo justo para ahogar algo la pena. Hemos hablado de volver a quedar, de hacer una buena quedad todos juntos por aquí, y llegará, me parece algo genial, pero no todavía, no me apetece compartir todo esto, lo bueno y lo malo. Quiero volver a Madrid y ver a mis padres, abrazarles, llorar otra vez con ellos. Quiero hablar con mis hermanos, que me pregunten que tal estoy y hablarles de ti, de tu madre, de que encontré tus cartas. Contarles todo aquello que en otras ocasiones no les he contado. Quiero dejar de ser tan reservado, de ser tan contrito como siempre fuimos, los dos. Arrepentirse en esto casos será natural, pero es lo que más duele, de lejos, arrepentirse de no haber dicho o no haber hecho cosas, de haberlas dicho o haberlas hecho… Te quiero Marta, y no quiero dejar de hacerlo, no pienso dejar de hacerlo. ¿Qué hacer con tus cartas? Me voy a ir esta noche, eso lo tengo claro. Pero, ¿qué voy a hacer con tus cartas? ¿Y con las mías?
Soy un idiota. Soy un niño. Tus cartas… Como si fuera un adolescente. Todavía lo soy, un poco, al menos en esta situación. Aunque eso de escribirnos cartas tuviera poco de adolescente, sobre todo en estos últimos años. “El arte epistolar”, como decías, siempre con el siglo XIX a cuestas, con las cartas de tal escritor a ese otro escritor, Lovecraft por aquí, Whitman por allá… Siempre ha sido una alegría recibir tus cartas, me las mandaras por correo o me las entregaras en mano, pero siempre un alegría, a veces algo amarga, lo reconozco. Eso tiene poco de adolescente.
No, la verdad es que no quiero tus cartas para leer que me querías una y otra vez, ni para recrearme en nuestras confesiones más salvajes, las quiero por ser tuyas y por estar escritas por ti, y porque las hayas leído y guardado. Y las tuyas, las que me escribiste, las quiero precisamente por eso, por estar escritas por ti, con pluma de tonos suaves y en tus sobres de todos los colores. Las quiero todas: una carta no es nada sin su par, sin aquella que la provocó o la respondió; una carta sin respuesta es una cojera insoportable. Sólo una vez dejaste una de mis cartas sin responder, e hiciste bien. Yo nunca perdí oportunidad para contestar, aunque fuera, en ocasiones, con menor acierto. Y con los fantasmas nos hemos estado todos estos años. Los tengo aquí delante, todos los besos que, según tú –y Kafka–, se bebían los fantasmas por el camino, esos delante de quién nos desnudábamos… Ahora las cartas están mejor, juntas, revueltas. He tirado las mías sobre las tuyas, o al revés, las que fueron tuyas sobre las que fueron mías. Y algunas que sólo fueron tuyas, que están ahí, perdidas en el limbo, aún con sus besos intactos y desnudos.
Las he dejado juntas. Vengo de dejarlas juntas. He cerrado todo y la casa se me cae encima, como siempre que me voy de aquí, lo sabes bien, estoy intentando correr para no irme de noche y que la nostalgia me apriete hasta no dejarme marchar. No llueve y al haber caído algo el sol, el día parece completamente de verano, una de esas tardes cualquiera de verano, tranquilas, en que el tiempo pasa despacio y la única sensación es la de esa untuosa lentitud que todo lo abarca. He disfrutado bajando por el camino, me lo he hecho unas cuantas veces, de arriba abajo, he corrido hasta cansarme, batiendo todas mis récords, creo; hacía demasiados años que no lo corría de esa manera. Me ha sentado bien.
Me he quedado un rato sentado hasta que he empezado a tener frío y he vuelto a casa, a coger todas nuestras cartas y algunas de tus cosas que estaban con ellas. También he cogido algunas de las mías, tonterías parecidas que siempre he guardado, como el hatillo de gomas ese, siempre dije que eran tuyas, todas, pero sé que no era cierto, y tú también lo sabías, por eso te reíste de mí cuando te lo conté. Como no tenía donde guardarlo todo, he ido a coger un bolsa, pero me he dado de bruces con las latas antiguas que guarda mi madre en la despensa, las de latón que eran de mi abuela y que tanto te gustaron siempre. He cogido una grande de aceite que había llena de pinzas viejas, puede que llevaran allí desde tiempos de los abuelos, y la he vaciado en otra más pequeña de Cola Cao, medio llena de unas fichas de viejas recetas de una revista que todavía sigue editándose. Por si las moscas, he metido todo en un bolsa y lo he envuelto en plástico, medio rollo le he puesto. Lo he metido en la lata, no sin esfuerzo, aunque con cuidado, y he recubierto la lata de nuevo con más plástico, metiéndola dentro de otra bolsa; ya sé que no es bonito, pero la cuestión es que aguante. ¿Que aguante para qué? La verdad es que no lo sé, pero que aguante, que se quedé allí para siempre y que nadie nos moleste.
A nadie se le ocurrió pensar en enterrarte aquí. No hay cementerio, no hay nadie, ibas a estar muy sola… ¿Sola de qué, si estás muerta?. Qué te iba a importar, deberíamos haber pensado en nosotros. Si fuera por mí, te sacaba de dónde te han metido, en ese cementerio frío, siempre feos, donde reposan los restos de tu familia, y te traería aquí mismo, donde al menos tu recuerdo siempre estaría vivo y limpio, al pie de todo, en el corazón de unos recuerdos que son tan míos como tuyos. Debería hacerlo y poner una placa que te nombrara: “Aquí está Marta, que corrió desde pequeña en estos montes hasta que ya no pudo más…”. ¿Qué tontería, verdad?
“Yo quiero ser llorando el hortelano…” Te sacaría con mis propias manos de debajo de esa losa gris. No deberías tener ni ataúd, que tu cuerpo se fundiera con esta tierra, con los árboles y las ortigas. Joder, cuando creo que estoy bien, me caigo de nuevo a la corriente y me embalo, ya lo ves, corro a soltarte de nuevo mis putas penas… Al menos tuvimos un último día. No me obsesiono con ello, las cosas rara vez son como en una película, pero te vi, a la puerta de tu casa, aquí al lado, y nos despedimos, sin broncas, nos veríamos en nada, un beso, largo y cálido, nos entendíamos por fin; y un abrazo grande, con fuerza; el beso por el hombre y la mujer que éramos, el abrazo por los amigos que siempre se han tenido. “Escríbeme”, dijiste, disimulando, como si no lo dijeras en serio. “Como siempre”, te respondí. Sin más, no fue una gran despedida, nada rimbombante, quizá por eso fue más grande aún. No me bastó, nada me hubiera bastado si hubiera sabido más, pero no me tortura. Quisiste que fuera tu madre quien te acompañara a Madrid, no insistí demasiado. ¿Qué podía hacer? Hablamos por teléfono el día de antes, estabas nerviosa, tus viejos temores afloraban una vez más, la errática Marta aparecía, algo iracunda, enfadada con el mundo por tener que marcharse lejos, aunque en el fondo contenta, alegre por una aventura más. Antes de que te montarás en el tren hablamos una vez más, estabas más tú, nerviosa pero fuerte, arrogante y graciosa. No nos dijimos gran cosa, en dos semanas volverías a recoger el resto de tu ropa, y luego habría fines de semana, y si te iba bien, yo intentaría buscar algo por allí. Una vida nueva. Y tanto, ¿verdad?
Me ha costado, pero he conseguido cavar un buen agujero, justo al pie de ese árbol medio torcido que está subido al terraplén que bordea el camino. Lo he hecho en la misma pared de tierra, de medio metro de profundidad o así. Por si las moscas, he enlosado, muy rudimentariamente, el hueco con piedras, y he dejado la lata en medio. Lo que te estarías riendo de mí con esta gilipollez, pero yo estoy encantado. Triste, tremendamente triste, triste que me hasta me duele, pero encantado de haberlo hecho. He enterrado todo lo nuestro, nuestras palabras, sentimientos que encerramos en papel durante años y años, junto al camino que nos unió desde siempre. Es perfecto. He tapado el agujero con cuidado, he intentado dejarlo como si nada, aunque lo de cavar tampoco parece que sea lo mío. Al menos ahora tengo un sitio para venir a verte. Un sitio mejor que el lamentable recuerdo de pura muerte que me suponen los cementerios. No es que no fuera a pensar en ti cada vez que pasara por aquí, claro que no, no necesito de nada para recordarte, y siempre será así, pero ahora, cada vez que venga, tendré un sitio para venir a saludarte, a contarte cosas, a dejarte mis cartas. Cartas como ésta que te escribo y que dejaré ahora enterrada en el mismo agujero. Esta será tu tumba para mí, y para todo el que quiera, se lo diré a todos, a mis padres y a mis hermanos, y a tu madre, y a todos los del grupo. Que vengan a verte si quieren, que nos vean a los dos.
Antes de volverme a casa a terminar de escribirte todo esto, contemplando mi obra satisfecho, me han venido unos versos de tu querido –y mío– Yeats a la cabeza:
“All day in one chair
from dream to dream and rhyme to rhyme I have ranged
in rambling talk with an image of air:
vague memories, nothing but memories”
“Todo el día he pasado en una silla
de sueño en sueño y de rima en rima,
en diálogo confuso con una imagen de aire:
memorias vagas, nada sino memorias.”
Sí, claro que no me los sabía de memoria, me ha venido la idea, para escribirlos los he tenido que buscar. Tú eras la que se aprendía los poemas de memoria, yo he sido siempre incapaz de aprenderme nada más allá de un par de líneas. Venía rumiando estas frases desde hace varios días, empeñado en pasarme sentado en un silla todo lo que pudiera, de rima en rima, de memoria en memoria. Y ya ves, aquí me has tenido. No siento menos dolor, o puede que sí, lo veré con el tiempo, lo que sí siento es que te he rendido una paz que te debía, que nos debíamos. Ya no habrá más treguas entre nosotros, desgraciadamente esta paz es inquebrantable, pero vendré a renovarla, a darte un poco de charla, y a escribirte y a mojarme contigo, a empaparme de la tierra que nos ha rodeado toda la vida. Tierra de niños y de besos, tierra de montañas enormes, montañas bondadosas y terribles. Tierra de tus ojos y de tus manos blancas, tierra hoy de dolor y sombra. Tierra que te guardará siempre entre sus brazos, aunque sea en forma de palabras.
Escríbeme, dijiste, y aquí lo tienes, como siempre.