40.000 años de Homo Sapiens Sapiens, hombre moderno como lo conocemos, como nosotros, y en los últimos 3.000 nos las hemos apañado para arrasar mucho de lo bueno que vive en nosotros desde entonces.
Tendemos a pensar que vivimos en la mejor época posible, pero no nos damos cuenta de que esto no depende tanto de la época en la que nos toca vivir como de la condición social y entorno en el que nacemos y vivimos. Todos los hombres de todas las épocas pasadas que pudieron llevar una vida razonablemente fácil, han considerado vivir en la mejor de las épocas, la más luminosa, la más avanzada. Incluso en esa siempre mal tratada Edad Media, para nada tan oscura como nos la ha pintado el cine y algunos libros de grumosa cultura, la gente creía vivir en una época de luz, amparada en la fe de estar bajo el amparo del verdadero dios, habiendo abandonado al fin el paganismo y el oscurantismo de épocas pasadas.
Creemos vivir en el mejor de los momentos y que tanto social como tecnológicamente, hemos avanzado eones frente a épocas pasadas. Sin embargo, ya es hora de que empecemos a demostrar algo de esa razón de la que tanto nos vanagloriamos y aceptemos que, si bien hemos ganado en muchos aspectos, hemos perdido en otros, quizá aún más esenciales y preciosos.
¿Vivimos mejor? La medicina sin duda ha hecho de nuestra vida algo más fácil; quizá sea la parte más importante de nuestra evolución como especie. Y sin la ciencia y la tecnología, la medicina no sería nada. Podemos decir que en el plano científico-tecnológico hemos avanzado, hemos alcanzado cotas en las que es justo regocijarnos. Pero, ¿y en lo social? ¿Y en el plano de la convivencia que tanto nos define como especie social? ¿Hemos avanzado, podemos estar orgullosos de nuestra evolución en este aspecto? La respuesta es no. Empezando por el hambre que corroe este mundo, siguiendo por la inexplicablemente injusta distribución de la riqueza y terminando por el estado de guerra continua que desangra el mundo, es imposible defender que en lo social hayamos avanzado. Y la antropología y la psicología evolutiva modernas están demostrando estas cuestiones, apoyándose en una revisión responsable y científica de los antiguos teoremas victorianos sobre la evolución del hombre y la mujer. No es pecado decir que Darwin, y algunos contemporáneos suyos, no tuvieran razón en algunos de sus postulados sobre la evolución social de la raza humana, no eran más que el producto de los conocimientos y de la influencia cultural de la época que les tocó vivir. Pero, precisamente por eso, se encuentran en plena revisión y es responsabilidad de todos comenzar a desechar verdades manidas que sólo intentan justificar el desarrollo de la desigualdad que ha caracterizado nuestras sociedades desde hace cientos de años, con especial incidencia en las dos últimas centurias.
El hombre es egoísta por naturaleza. Uno de los grandes errores en que se nos ha educado. Siendo estrictos, se trata de una mentira, porque nunca ha estado apoyada por pruebas reales, se ha basado en meras conjeturas y análisis simplistas de la condición humana. Lo estudios antropológicos modernos demuestran todo lo contrario. De los aproximadamente 40.000 años de existencia del hombre moderno, hemos pasado unos 3.000 cultivando la tierra. El resto, el 90% de la existencia de nuestra raza, de lo que hoy somos, fuimos cazadores recolectores viviendo en pequeñas comunidades. Comunidades en las que la convivencia y la solidaridad entre sus miembros no era un virtud o una elección, sino la clave de la supervivencia del grupo. La competencia dentro del grupo es inexistente cuando pone en riesgo la propia supervivencia del mismo. El grupo hacía la fuerza frente a un entorno en ocasiones hostil, sólo a través de la preservación del grupo pudimos sobrevivir como especie. Estas teorías antropológicas basadas en el estudio de las comunidades prehistóricas, se ven reforzadas por los más modernos estudios del funcionamiento de cerebro humano, donde se demuestra que la solidaridad con nuestros semejantes, el compartir y colaborar, activa o excita regiones del cerebro asociadas con los centros de placer, y con una fuerza similar a las de las situaciones más placenteras. No hace falta mencionar que, realizando la prueba contraria, con comportamientos egoístas o más tendentes al beneficio personal, las reacciones cerebrales no tienen nada digno de reseñar. Pero no es sólo a partir del estudio del cerebro que las últimas investigaciones nos hablan de la innata predisposición a la convivencia y al bien común, en otro tipo de experimentos con grupos de hombres y mujeres, se ha demostrado que, si bien al principio de las simulaciones, la mayor parte tiende siempre a concentrarse en el beneficio personal, según se avanza en el desarrollo y conocimiento del grupo, los predicamentos culturales y sociales parecen caer y la solidaridad aparece de forma natural e intensa, haciendo que el funcionamiento de los grupos alcance un nivel de estabilidad y satisfacción, imposible de otra manera.
Somos una especie social, hemos sido programados para esta convivencia y el despojarnos de ella, aceptar que lo que hagamos no tiene efecto en lo que nos rodea o que el perjuicio a los otros no tiene efecto en nosotros mismos, es una de las grandes lacras de la sociedad moderna. Todos tenemos derecho a vivir y a vivir dignamente. Hoy, en casi todos los foros políticos y sociales, se niega o se diluye esta verdad bajo toneladas de excusas económicas, apoyadas en la falsa creencia de que la desigualdad, la competencia y la lucha son condiciones inherentes al género humano. Y un último apunte respecto a este asunto, la convivencia tiene una clave fundamental, y es que cada individuo cuenta, cada individuo es importante, porque el grupo lo es y dentro del grupo él o ella también lo son. La convivencia y la conciencia del bien común no riñen con la identidad del individuo, es más, la refuerzan, puesto que lo consideran una parte fundamental de su estructura. Lo que nos lleva a otra de las grandes mentiras que aceptamos sin pensar demasiado en ello.
El hombre es el lobo del hombre. La afirmación de Plauto, que no olvidemos, fue un dramaturgo latino, no un filósofo –y con esto quiero decir que, como en nuestros tiempos, en el teatro se dicen cosas que no siempre tiene reflejo en la realidad–, tiene su justificación y hasta su parte de verdad, si consideramos la degradación del valor de la vida en la que hemos caído a lo largo de nuestra historia. Al fin y al cabo, el hombre lleva 3.000 años matándose en guerras, por las más diversas razones. Sin embargo, asumir que el hombres es, por naturaleza, asesino y violento, es no haber profundizado en la realidad de nuestra evolución. Como decíamos hace unas pocas líneas, el hombre vivió en grupos en los que la supervivencia era la clave para todos, los primeros enfrentamientos organizados de los que se tiene registro no se dieron hasta que empezaron a surgir los primeros asentamientos estables y numerosos, apoyados en el desarrollo de la agricultura y la ganadería. Antes, en una sociedad de cazadores recolectores nómadas, agrupados en pequeñas comunidades, cualquier enfrentamiento suponía un riesgo extremo que podía poner en riesgo la existencia del propio grupo. Desde luego, no se puede afirmar que no se dieran enfrentamientos entre distintas comunidades, pero la competencia por los recursos es prácticamente inexistente en un mundo en el que el nomadismo en busca de recursos es la norma. Si a esta situación de comunidades nómadas, le sumamos las posibilidades de un mundo rico en recursos y el costo de un posible enfrentamiento violento, es lógico llegar a la conclusión de que los enfrentamientos serían cuestiones aisladas, no supeditadas a asuntos, digamos, meramente económicos. No queremos caer en la imagen del salvaje bueno, en primer lugar, porque llamar salvajes a nuestros ancestros es caer en la mayor de las incongruencias; no nos separan más que unos pocos miles de años, una minucia en términos evolutivos; en segundo lugar, porque el enfrentamiento o los encontronazos violentos pueden tener numerosos causas que no podemos llegar a predecir o contemplar. En cualquier caso, sí que se debe dejar claro que para la ciencia antropológica moderna, el hombre violento y asesino por naturaleza comienza a perder su sentido, dando paso a una interpretación más razonable y basada en estudios actualizados, donde el hombre dedicaba todos sus esfuerzos a la supervivencia de su grupo, y no a la continua búsqueda de la riqueza, entendida en términos de recursos o alimentos, a través del enfrentamiento con los demás. Como en tantísimas otras ocasiones, nuestro juicio moderno nubla las posibles interpretaciones objetivas.
La beatificación de la agricultura. La agricultura ha sido siempre considerada como el gran avance del nuestra especie, una de las claves de nuestro éxito evolutivo, pero no ha sido sino hasta hace bien poco que se ha cuestionado o, al menos, puntualizado, el supuesto avance que supuso la agricultura. Con esto no se pretende decir que la agricultura no haya supuesto ese avance que siempre se ha dicho, simplemente se trata de poner en perspectiva los efectos, tanto positivos como negativos que tuvo en el desarrollo de la especie humana.
La agricultura nos hizo pasar de una sociedad de pequeños grupos nómadas de cazadores y recolectores, a un nuevo paradigma, en el que los grupos fueron cambiando y organizándose en grandes núcleos, provocando la aparición de las primeras ciudades. Cambió la forma en que se vivía, de la misma forma que empezó a cambiar la formas de relación, de pensamiento y de alimentación. Y es que, al contrario de lo que se pueda pensar, la alimentación sufrió un deterioro grave en el camino que nos hizo dependientes del cultivo. Tendemos a pensar lo contrario, que la agricultura supuso una ganancia, pero no fue así en la realidad. Si bien permitió almacenar el grano y poder sobrevivir a posibles épocas de escasez, dando continuidad a los nuevos grandes grupos, redujo sensiblemente la variedad de la dieta a la que estaba acostumbrado el hombre prehistórico. Y esto no es una mera cuestión lógica, extraída de la consideración de que un grupo de nómadas tiene acceso a una variedad amplísima de alimento, según se vaya moviendo y alcanzando nuevas zonas de alimentación, sino que las investigaciones de los restos encontrados demuestran que los hombres prehistóricos presentaban un desarrollo físico mucho mayor o de mejores condiciones que el de aquellos que le sucedieron apoyados en una sociedad agrícola. El desarrollo de huesos, músculos, el tamaño y constitución alcanzado por nuestros ancestros cazadores y recolectores, excede, en muchos casos, incluso el de los hombres que hoy paseamos orgullosos por la tierra. Y es que, como decíamos, la variedad que se presenta en un mundo de abundancia, a grupos de trashumantes, es abrumadora, comparada con las limitaciones que la agricultura primitiva imponía, además de otros elementos asociados al nacimiento de las ciudades, como la distribución de la riqueza, la contribución al templo o las posibles e inevitables hambrunas. Un hambruna para un nómada nunca lo es tanto, se buscan nuevas zonas, con nuevos alimentos y se acaba la hambruna; aunque esto pueda no ser del todo fácil en ciertas ocasiones. En el caso de una sociedad agrícola, por mucho que se almacenen los excedentes en el templo o el palacio, las hambrunas eran o son una realidad, y uno no puede mudarse sin más, dejando atrás una ciudad como Uruk.
La agricultura provocó el cambio de una sociedad nómada y la convirtió en sedentaria. Con el sedentarismo vinieron numerosos cambios, como la aparición de las ciudades, nuevas estructuras políticas, nuevas religiones, y con todo ello, apareció también una nueva forma de competencia, nacida de la necesidad y con una virulencia inusitada hasta entonces. Al no poder trasladarse, una buena forma de encontrar nuevos recursos y dar solución a las necesidades del grupo era arrebatárselos a alguien del entorno que contara con ellos. Y como los grupos, las ciudades, ya contaban con población suficiente para asumir una número relevante de pérdidas en términos de individuos, los enfrentamientos organizados se convirtieron en una constante, en una norma, quizá, de la nueva realidad de convivencia que comenzaba a surgir. Dado que una cultura nómada no almacena alimentos ni recursos, los enfrentamientos tampoco tenían una razón de ser por ese lado, no había nada que arrebatar, ni comida ni riquezas ni territorio.
Vamos viendo como, una sociedad donde cada individuo contaba y la convivencia era un imperativo para la supervivencia, dio paso a otra donde el individuo y la convivencia pasaron a un segundo plano, siendo la acumulación de recursos y el poder sobre ellos el principal objetivo.
¿Fue la agricultura un error o una grieta en nuestro desarrollo? No se puede afirmar algo así, pero es irresponsable no admitir que tuvo sus puntos menos buenos y que, aún hoy, seguimos pagando por ello.
Vivimos en un mundo mejor y más justo. Podemos pensar que vivimos en un mundo con valores más elevados que aquellos que nos precedieron, puede que sea así en algunos aspectos, pero hay muchos otros en los que no, para nada. Y no hay que irse muy lejos para comprobarlo. Ni siquiera el valor que damos a la vida humana parece haber progresado demasiado. El siglo XX ha sido el siglo con más guerras y muertos derivados de esas guerras en toda la historia, con una enorme diferencia; ni de lejos se le acerca el siglo XII, segundo en esta infame lista. Es triste, pero con todo lo que se supone que hemos avanzando en nuestros valores y principios, jamás hemos tenido tantas guerras como en estos últimos 150, 200 años. Y no me remito al número de muertos, explicable en gran medida por el aumento de la población y mejora –vergonzosa mejora– de la tecnología armamentística, simplemente me refiero al número de enfrentamientos bélicos que han destripado y destripan el planeta. Solemos hablar mucho de otra épocas, de lo difícil que era sobrevivir, no morir empalado por el vaivoda de turno, pero la realidad es que la probabilidad de morir de forma violenta es mayor hoy que en los últimos 500 o 600 años. Se le pueden dar muchas interpretaciones a este dato, entre ellas, la de que somos miles de millones más, las armas son «mejores» y la competencia entre nosotros más feroz si cabe, pero la verdad es que el respeto por la vida humana, en la práctica, lleva estancado, sino decayendo, desde al menos unos 100 años. Para un hombre primitivo, el respeto de la vida era un asunto, precisamente, de vida o muerte, ligado a la supervivencia; para el hombre de hoy no. Para el hombre de hoy, desgraciadamente es, la mayor parte de las veces, una obligación legal, divina o, lo que es peor, surgida del miedo hacia la divinidad.
Hemos avanzado, sin embargo, es innegable, científicamente hablando, pero socialmente también; al menos hoy entendemos que todos tenemos derecho a una vida digna, aunque no lo pongamos en práctica y pisoteemos los derechos más básicos de todos día tras día. Pero ese avance no se ha traducido en una sociedad mejor lamentablemente. Nunca en la historia la distribución de la riqueza había sido tan injusta como hoy en día. El 6% de los seres humanos aglutinamos el 80% de toda la riqueza mundial. Y de ese 6%, hay un 1% que aglutina un porcentaje similar. Las 300 personas más ricas del mundo poseen una riqueza equivalente a la de 3.000 millones de personas. ¿Vivimos en un mundo más justo? A la luz de los datos, no lo parece. Y no vale plantear excusas, arguyendo que en el mundo actual, todo el mundo puede acceder a ese 1% de ultra ricos si trabaja duro, porque no es la verdad. El mundo actual está basado en unos postulados de desigualdad forjados en los últimos 50 años del siglo pasado, y la mejor muestra de ello es el sistema que los refrenda. Nos hemos referido a la supuesta estructura jerárquica natural del hombre, que no lo es tanto, que se presenta como otra gran mentira oculta detrás de interpretaciones simplistas y poco objetivas del comportamiento teóricamente esencial del ser humano. El orden es necesario en cualquier grupo, pero cuando el orden no surge del propio grupo, es cuando las jerarquías se configuran de forma injusta y se crean los grupos de poder, surgen las diferencias y las desigualdades. Si para algo estamos programados, es para convivir, como ya se ha mencionado en los primeros párrafos, y pretender negarnos esa tendencia innata a la solidaridad, es negarnos nuestra verdadera esencia.
Y nunca ha sido esto más cierto que ahora, dónde miles de millones mueren de hambre, y otros tantos se desangran en guerras injustas provocadas por la ambición y la avaricia de unos pocos, convencidos de las mismas mentiras que hoy discutimos. Existe un problema fundamental con todos los sistemas políticos actuales y los que hemos visto pasar en los último siglos, y es que han olvidado poner en el centro a las personas. La clave son las personas, cada uno de ellas y el grupo como objetivo final. Un sistema es virulento cuando su único objetivo es salvaguardar una realidad injusta, sólo válida para unos pocos. Un sistema es erróneo cuando su única función es la de amasar riqueza, sin detenerse en como ésta se distribuye y en los individuos que hacen y dan forma al propio sistema. Ni el comunismo ni el capitalismo han funcionado, porque tanto el uno como el otro atentan contra la realidad esencial de lo que somos. Aunque el comunismo en sus postulados más teóricos pueda acercarse a esta relación de solidaridad comunal, la realidad es que su teórica también se refiere al beneficio económico con único fin. Mientras sigamos pensando que la riqueza individual es un síntoma de progreso, seguiremos manteniendo sistemas injustos y, por tanto, sistemas enfermos. Lo que hagamos contra otros, repercutirá indefectiblemente contra nosotros o contra nuestros descendientes, más tarde o más temprano. Y esto, en la sociedad global actual, es todavía más evidente.
Creemos hoy que el individualismo es una virtud, pero no lo es, no al menos entendido como la separación o alienación total del grupo en el que vivimos; nos escudamos en el individualismo para justificar nuestro comportamiento, ocultar nuestros miedos y eludir nuestras responsabilidades dentro del grupo. Somos individuos porque nos vemos reflejados en los demás, si los demás no existieran, nuestra individualidad no tendría sentido, porque seríamos solo nosotros.
Vivimos mejor ahora. Pueden lloverle piedras e insultos a uno por decir que la vida actual puede no ser tan increíblemente buena como pensamos. Y es que no les. Como en otros tantos asuntos, hemos evolucionado para bien, pero decir que todo ha sido positivo en la evolución, es no entender el concepto de evolución. En la evolución biológica, la selección natural no supone siempre una avance a largo plazo. Una adaptación teóricamente eficiente para un ambiente concreto que perdure, puede costar cara si ese ambiente cambia y no existe una nueva adaptación. Es decir, hay avances que han sido positivos para una determinada situación o necesidad, pero que dejan de serlo en cuanto las condiciones cambian. Y así ha ocurrido en gran medida con el hombre en los últimos dos siglos. Teóricos avances en la forma de ver o adaptarse a un mundo cambiante, resultan del todo incomprensibles en la sociedad actual. Como por ejemplo, el aprovechamiento actual de los recursos y la estructura empresarial relacionada con ello. Tomemos la energía, por ejemplo, los combustibles fósiles, su efecto en el medio ambiente, en el ecosistema global, en nosotros, las guerras que han motivado, el efecto que han tenido sobre el conjunto socio-económico global. Un comercio, un sector económico surgido en una época distinta, se mantiene prácticamente invariable desde entonces, sin importar que arrase el mundo por el camino. Pero no sólo de recursos energéticos va el asunto, si nos referimos al mundo de los alimentos, la alarma es similar. Engullidos por la desigualdad imperante, mantenemos unas estructuras económicas y políticas que no hacen más que empeorar el problema, agotando las reservas naturales, destruyendo el mundo de otra forma distinta al los combustibles fósiles, pero igual de dañina, y todo ello sin que se de solución alguna a los problemas imperantes.
¿Vivimos mejor que un campesino en la edad media? Puede que usted y yo sí, pero vaya a un campesino de Sierra Leona, pregúntenle, pregúntenle si cree que sus antepasados pre-coloniales vivían peor que él, si pasaban el hambre que él puede llegar a pasar, si pasaron los mismos años de guerra civil salvaje que su generación ha tenido que pasar.
¿Crees que vives mejor que un hombre de hace, digamos, 20.000 años? Vamos a realizar una análisis, lo más objetivo posible:
- El mundo entonces era un entorno complicado, pero en el que, gracias a una capacidad de raciocinio única, el homo sapiens sapiens se movía con cierta soltura. El clima, salvo en la zona templada del planeta, era bastante frío y adverso, pero para ello el hombre comenzó a vestirse con pieles, además de contar con el fuego como solución de su exclusividad. La fauna seguía teniendo su punto aterrador, pero la organización en grupo, el mentado fuego y la utilización de herramientas facilitaba bastante la defensa frente a los posibles depredadores.
- Por otro lado, el entorno también tenía su parte benigna, proporcionando alimento en abundancia y de clases muy variadas, no siendo demasiado difícil el hacerse con más que suficiente para vivir. Como ya se ha dicho, según los últimos estudios realizados, la alimentación de nuestros antepasados era abundante y en una variedad difícil de igualar incluso hoy en día.
- En un cálculo realizado en base a estas condiciones climáticas y ambientales, y a las capacidades de los humanos de entonces, se cree que el tiempo que podía suponerle a uno de estos cazadores-recolectores el conseguir lo suficiente para vivir estaría en torno a las dos o tres horas diarias. Dos o tres horas diarias dedicadas a conseguir comida y abrigo, contando, claro, con el grupo participaba de esta dedicación de forma comunal. Estas dos o tres horas diarias incluyen también la fabricación de herramientas, tejido de ropa y cocinado de los alimentos, y no son más que una media; la actividad no tendría porque ser lineal o regular en el tiempo, claro está.
- La educación de los hijos e hijas es llevada a cabo por todo el grupo, de forma comunal, una interpretación extrapolada a partir del estudio de sociedades primitivas que todavía existen hoy en día, y de la observación de los grupos de bonobos; simios con los que compartimos familia, igual que los chimpancés, y a los que hoy en día la antropología se remite en gran medida para investigar posibles comportamientos de nuestros ancestros más primitivos. Y no es una extrapolación hecha a la ligera, en un escenario en el que los hombres se dedicaran a la caza, las mujeres deberían cuidar de los hijos, siguiendo la interpretación de que para un grupo pequeño, cada individuo es precioso, no es nada ilógico pensar que la educación de los hijos del grupo fuera algo común y compartido. Tenemos numerosos ejemplos en la naturaleza, empezando por bonobos y chimpancés. Esta forma de crianza fortalece las relaciones grupales y establece vínculos familiares entre todos los miembros del grupo.