Dos niños de Tokyo
saltan a la comba
en ingrávidas risas,
uno frente al otro,
mientras su madre,
cada vez más lejos,
funde sus ojos
en la pantalla de sus manos;
ni ve ni oye,
ni huele el parque
que salpica frío
las piernas voladas
de sus dos hijos solos.
De repente, uno,
el más chico,
aún el menos hábil
cae, gime, el otro ríe,
poco, su hermano
no llora, pero agarra
con fuerza su rodilla
bajo la que se enciende
un atisbo otoñal de sangre.
Su madre no ve ni oye,
no levanta la vista
del cristal líquido
en el que sufren sus dedos,
solo un perro que corre,
soñando con atrapar palomas,
se detiene a olisquear
atento al llanto sometido
de un hermano pequeño.
Su madre no mira,
solo el perro, que se acerca,
que se deja acariciar
como intentando levantar
el ánimo del dolor y del barro,
y los Niños vuelven a reír,
y el perro salta,
Y ellos saltan con él.
Su madre mira por fin,
no ríe, corre hasta allí,
y espanta al perro humilde,
riñe a sus hijos
por jugar con las fieras del mundo,
y de la mano y a tirones
se pierden discutiendo
entre los árboles de luces.
El perro solo,
a unos pasos prudenciales
del espanto sumiso,
mira con curiosidad,
huele la tierra olvidada
y se pregunta,
sorbiendo la hierba escasa,
si no habrá otra mundo
bajo aquel de barro,
uno que sea capaz de entender.