Salir de su casa ya no me provocaba esa mezcla de sentimientos, mareante y abrumadora. Desde hacía algunas semanas, salía satisfecha, casi feliz, deseando volver, deseando, incluso, probar otras casas, otros sudores y bocas. Me asustaba, un poco. Había cruzado el límite de mi rutina, la lógica y lo correcto se me daban un ardite. Me había costado, pero estaba muy convencida de que todo esto era lo que en realidad quería, lo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Era esposa y madre, y ahora, después de mucho tiempo, quizá por primera vez en mi vida, era amante y era amada, sin control y con poca medida, como siempre pensé que debería amarse. Lo que más me extrañaba de todo era que mi apetito sexual no disminuía con estos encuentros, muy al contrario, estaba completamente revolucionado. Riso no había notado nada, nada que pudiera hacerle pensar lo que ocurría. Estaba encantado con esta pequeña revolución de nuestra vida sexual. No sé si le hubiera importado saber que todo se debía a mis encuentros, cada vez menos esporádicos, con Temán, supongo que sí, pero no estaba del todo segura. De un estado casi letárgico, de ataraxia sexual casi completa, habíamos vuelto a un grado de actividad frenética y, en ocasiones, hasta demasiado descarada, sucia.
Si antes, al recoger a los niños me sentía destrozada, al borde de las lágrimas por el remordimiento de un matrimonio moribundo que yo me empeñaba en rematar, ahora me invadía la euforia y la sensación de paz que agudiza el cariño y las ganas de vivir. Todo tenía que ver con el sexo, está claro, el sexo recobrado, el sexo libre recién descubierto, pero había más. Esa libertad no era sólo sexual, era la libertad por la libertad, la libertad de saberme haciendo, por fin, algo que quería hacer, que yo había decidido hacer más allá del deber siempre dictado. Nunca lo hubiera imaginado, supongo que siempre es así en estas situaciones, al menos para quién ha sido siempre como yo he sido. Nunca imaginé que tendría la necesidad de estar con alguien más, como nunca pensé que me atrevería a hacerlo, si llegaba a rugirme esa necesidad. Y sin embargo, cuando vi a Temán aquel día, sin llegar a reconocerlo en el momento, supe que algo se rompía dentro de mí, que volver a verle había provocado una brecha en esa moral aprendida y tomada de mala gana, un primer atisbo de luz en una vida que se tornaba cada vez más umbría. Dio igual que llevara en una mano a Jimena y a Juan en el carrito, el encuentro no fue inocuo ni nuestra charla inocente. Me sorprendí a mí misma cuando le dije que nos viéramos otro día, después de apenas cinco minutos de charla intrascendente. Él respondió como hubiera respondido siempre, encantado, sonriente, con ese deje de falsa superioridad que conmigo siempre le costó disimular. Cuando quieras Belisa —respondió él, haciendo un gesto con la mano—, yo suelo salir hacia las ocho y media o nueve, así que tú me dirás, tendrás tú más lío con los niños y demás. Su mención aséptica de los niños, propia de un hombre que no tiene hijos ni siente tampoco gana alguna de tenerlos, hizo que un amago de bilis agriara esas ganas de verle que, en otra circunstancia, de otra forma completamente distinta, me habían hecho hablar, puede que demasiado. Me escoció que señalara a mis hijos en nuestros asuntos, pero para él todavía no había asuntos, estaba siendo educado, prudente como solía, demostrando su timidez en las distancias cortas, en las relaciones reales donde su consabida capacidad para el trato humano, para convencer, valía de poco. Yo tampoco entendí esa quemazón, para mí no existía nada aún, me engañé todo el camino de vuelta pensando en que estaba bien retomar el contacto con antiguos amigos, aunque más que amigos se tratase de un exnovio, era algo normal, yo estaba casada pero no muerta. Riso y yo habíamos llevado una relación equilibrada en ese sentido, con los celos justos y sin demasiadas presiones, aunque había que reconocer que él siempre supo ser el más tolerante. Tanto que, siendo novios, llegaba a exasperarme su falta de egoísmo para conmigo. Por mucho que intentara ponerle celoso, mis intentos siempre acababan, salvo en contadísimas ocasiones, en un sonrisa de su parte y un “me parece muy bien” que, en más de una ocasión, terminó por cabrearme. Curiosamente, las pocas veces que le hablé de Temán, sí pude notar algún tipo de velado resquemor por su parte, una sensación difusa pero que demostraba su capacidad para percibir la profundidad en mis palabras, la emotividad que ciertos momentos o personas son capaces de producirnos, a pesar del tiempo, a pesar de la distancia y la imperfección de nuestra memoria. Y es que Temán siempre fue importante para mí, siempre lo supe, supongo que Riso también. Es cierto que en los años con Riso, sólo existió él para mí, pero los meses pasados con Temán hacía ya muchos años, esos primeros momentos juntos, la primera vez que rozamos la piel desnuda del otro, sus manos entrando en zonas donde pocos habían entrado, con esa sabiduría innata que la experiencia no justificaba, la forma en que yo, más avanzada, más atrevida y hambrienta, le enseñé el cómo, el cuándo y el por qué… Él no fue mi primera vez, yo para él sí, pero él sí que fue mis primeras veces pensadas, los primeros experimentos reales juntos, las locuras adolecentes, los primeros y verdaderos sustos fruto de una sexualidad llevada con naturalidad, como sólo en la adolescencia puede llevarse. Esas cosas difícilmente se olvidan, y difícilmente se convierten, por mucho que digamos, en recuerdos libres de consecuencias.
Debí haber dejado que fuera él quien propusiera la cita para vernos; yo, casada, con mis hijos de la mano… No resultó nada propio. Incluso él me confesó más tarde que se quedó bastante sorprendido. No fue para menos. Me asaltó entonces el impulso de un yo que, aunque lejano, resultaba de sobra conocido. Era un yo omnipresente pero callado, un yo que latió durmiente unos años para despertarse con toda su fuerza ante la visión de una cara y el sonido de una voz de sobra conocidas de las que brotaban recuerdos a chorro. Eran éstos recuerdos sin represión alguna, recuerdos de momentos igual de sencillos, de vida sencilla y sin preocupaciones. Un yo que había recobrado sus fuerzas en los últimos meses y que no parecía haber dejado rastro de competidores en su pletórico resurgir.
Él tampoco imaginó como íbamos a acabar, lo sé. Como sé también que había fantaseado con ello, conmigo, con nosotros desde mucho antes de encontrarnos. Es algo que sé, porque es un hombre, como todos, especial, al menos para mí, pero en sus postulados más básicos un hombre como todos. Su interés, mi recuerdo en sus manos me constaba desde hace mucho por ciertas llamadas nocturnas sin demasiado sentido hacía algunos años y por algún mensaje de pasión escondida bastante más reciente. “¿cómo estás?, ¿cuándo nos vemos? Espero que todo bien. Un beso”, este tipo de historias explican mucha más de lo que los hombres piensan. Quizá fue ese saber que Temán siempre se había mantenido, digamos que, disponible, lo que me hizo darle ese empujón final tan propio de mí y que él, en su habitual y forzado comedimiento, jamás hubiera dado.
Lo mejor de todo ha sido mi absoluta indiferencia en cuestiones de sentimientos en todo este asunto. Sí, seguía queriendo a Riso, creo que eso no cambiará nunca, es imposible, pero también quería ahora a Temán, al menos desde una perspectiva distinta, menos rutinaria, más explosiva y salvaje. No son lo mismo, Riso había sido hasta entonces un buen compañero, buena persona y buen padre, pero le faltaba algo, o mejor dicho, empezaba a faltarme algo a mí. Temán me daba ese algo, me daba todo lo que Riso no me daba, aunque él no lo supiera aún. Necesitaba de su compañía tanto como la de Riso, pero al mismo tiempo, en una especie de individualidad e independencia recién nacidas, no necesitaba de ninguno de los dos. Podría estar sola, cosa que antes hubiera sido impensable para mí. Desde que empecé a tener conciencia de los hombres, y eso ocurrió cuando sólo tenía diez u once años, en esos veranos en que todos empezábamos a explotar de manera evidente, he estado siempre colgada de alguien o saliendo con alguien. Han sido muy breves mis periodos sola, y no los supe aprovechar como debiera, quizá por eso fueran siempre tan breves esas relaciones encadenadas. Hoy me doy cuenta de que es esa falta de capacidad para la soledad es la que ahora me persigue. Son las ganas de estar sola, de hacer lo que me plazca, cuando me plazca, lo que me ha hecho romper con todo lo que creía establecido, lo que consideraba correcto.
Los niños me frenan a hacer alguna locura irreversible, he de reconocerlo. Sigo siendo madre, por encima de todo. Ellos son lo más importante, y su padre también. Su padre y su madre, que seamos una familia como la que tuve yo, esto es lo poco que me queda de lo que creía ser, desde que empecé a verme con Temán. No estaba muerta, he estado cerca pero no me resigno a estarlo. Temán me ha revivido, y hasta él está anonadado del cambio, de lo rápido que ha ocurrido todo. Quedamos un día, unas cervezas, nos reímos mucho, hasta creo que llegamos a tontear un poco, pero nada más. Quedamos en vernos otro día, de la misma forma higiénica, sin pactarlo, llegaría sin más, sin embargo, esa sensación que el primer día me hizo lanzarme sin más a territorios no explorados, prohibidos, se convirtió en una certeza de lo que en realidad yo misma buscaba. Al llegar a casa no mentí a Riso, ¿para qué? Él no le dio mayor importancia a la cita, hacía tiempo que no le daba importancia a muchas cosas. A veces creía intuir una similar desazón vital en él, en sus miradas y en nuestras escasas, rutinarias caricias, pero era demasiado sutil, demasiado breve para tomarla como real; probablemente no fuera más que el fruto de mi deseo por tener un compañero en las dudas, por no sentirme tan individualmente culpable.
—No sé qué nos pasa, pero espero que esto siga así mucho tiempo —dijo Riso, sonriendo, los dos recostados sobre las sábanas desechas, sudados y mirando el mismo techo.
—Nos pasa que teníamos que haber hecho esto desde hace mucho tiempo —respondí, intentando aquello no sonará como un reproche.
—¿Hacer el qué?
—Esto, dejarnos llevar un poco más, hacer un poco más el cerdo… Otra vez.
No respondió. Siempre he sido directa, pero más en cuestiones de sexo, no me gusta andarme con remilgos y menos en una situación como la nuestra, encorsetados como estábamos desde hacía meses en nuestros roles matrimoniales, en el sexo rutinario y por convención. Si ahora funcionábamos, por fin, era porque nos soltábamos de verdad, porque habíamos pasado de fantasear de forma controlada, a dejarnos llevar más allá de esas fantasías demasiado pobres, demasiado anquilosadas, olvidadas quizá con nuestra reciente paternidad y maternidad. Y el hecho de que yo mantuviera una especie de relación paralela había sido, sin duda, el detonante de este reventón mutuo.
—Pero… Cerdos hemos sido siempre, ¿no? Te aseguro que, al menos, bastante más que la media —continuó él.
Yo sabía a qué se refería, y tenía razón. Mi comentario no era una queja, la culpa había sido de los dos que dejamos morir la imaginación y las ganas por explorar, cerdos habíamos sido siempre, como se debe ser, ahora íbamos más allá. Y lo hacíamos sin pensar, sin importarnos lo que el otro pensara, con cierto grado de agresividad, esa era el cambio.
—Sí, pero ahora es distinto, nos hemos quitado por fin algunas cuantas tonterías de la cabeza, ¿no crees? —contesté, suavizando un poco mi comentario anterior; no quería que pensara que estaba atacando a su hombría. No osaría hacer eso, sólo conseguiría desanimarle, y no tenía sentido, Riso era un muy buen amante, incluso en las peores situaciones. Tenía suerte de estar con él, a pesar de todo, y no sólo por el sexo. Lo que ya no tenía claro, y aquellos momentos después del sexo eran los más confusos para mí, era si de verdad quería seguir estando con él como estábamos, viviendo juntos, los dos solos, sin nadie más. Lo había hecho durante doce años, casi siete de noviazgo y más de cinco de matrimonio, y no había funcionado, había acabado estropeándose, y a pesar de la nueva vitalidad, yo no me sentía a gusto. Más liberada de tensiones, quizá, feliz sólo a medias, no satisfecha, no entregada a la causa de Riso. Ni tampoco a la de Temán, él era otra clase de vida, una vida más fácil, más loca y desesperada, pero no era la mía. La mía era sólo la mía, quería tener mi vida, mis hijos y mi vida, pero la carga del matrimonio, de la convivencia, de la responsabilidad, de la monogamia, se me hacía cada vez más insoportable.
Estos pensamientos que me escandalizaban hace apenas unas semanas, hoy venían a mi cabeza con total claridad. Es más, me daban una luz y una tranquilidad en estos minutos post orgásmicos, que todo cobraba un nuevo sentido. Me sentía yo, completamente yo, más que nunca en mi vida. Y eso que siempre fui bastante yo, o eso creía la gente, pero esto era distinto. Siempre he vivido de acuerdo a unas normas, lo mismo que todos, o que la mayoría, para mí esas normas habían empezado a perder el sentido, a derrumbarse sin más. Temán me dijo algo cuando estábamos juntos, siendo unos niños que se besaban de arriba abajo en los rincones sin saber bien el cómo y el porqué de lo que hacían, que no puedo dejar de repetirme: “tú te empeñas en echarte novios, pero eres la tía que menos novios necesita de este mundo, a ti te pega ir de flor en flor. Y si quieres establecerte un día, te buscas un viudo rico, lo matas a base de follar y te quedas con su pasta. Y listo”. Recuerdo que yo hasta me indignaba con esa frase; mi sentido de niña bien, a pesar de haber sido una de las más “adelantadas” de mis amigas, me impedía verme de otra forma que no fuera casada, con hijos, coche y casa. Pero a pesar de su aparente frivolidad, nunca he olvidado esa frase.
Nos conocíamos bien, demasiado bien para haber estado juntos apenas once meses con diecisiete o dieciocho años. A esas edades en las que aún conservamos un poso de la inocencia infantil, antes de que la madurez rompa a hervir contagiándolo todo de la razón y la lógica, somos más capaces de comprender, más capaces de lograr un grado de empatía, prácticamente imposible siendo adultos. Por eso los amigos de entonces no tienen secretos, por eso las relaciones de esos años guardan tantos misterios inexplicables, tantos momentos de inigualable intimidad. Conocerse de niños o de adolescentes es conocerse de verdad, como nunca llegarás a conocerte. Temán me conocía muy bien, y yo a él, aunque no hubiéramos hablado en años, aunque hubiéramos vivido ajenos el uno del otro durante casi una década; es un conocimiento profundo, fundado en algo más allá de lo físico o lo espiritual, que no acaba ni se olvida.
El segundo día que nos vimos, yo llegué nerviosa a verle; había estado nerviosa los últimos días pensando en lo que podría ocurrir. Ya no me engañaba a mí misma, sabía que iba a verle porque buscaba algo más, físico o no, sexual o no, pero buscaba algo más. Había hecho planes, había previsto no llegar pronto a casa aquella noche y así se lo hice saber a Riso. No dijo nada, tampoco había lugar, yo no le había dicho toda la verdad; hacerle sufrir inútilmente no tenía sentido. Imaginé su casa antes, de camino al bar, imaginé su cama, me vi entrando allí, no sin sentir una mezcla de miedo y ansia, me vi besándole, pero al mismo tiempo me vi dejándole allí plantado, siendo fuerte, haciendo lo correcto, o lo que creía correcto. Me vi en mil posibles situaciones. Incluso llegué a pensar que él no sería capaz de proponer nada; algo bastante probable conociéndole, él estaba también sujeto a esos condicionamientos de corrección moral y social, tanto o más que yo. Me vi en tantos escenarios que estuve a punto de no ir, de mandarle un “whatsapp” y cortar aquello antes de que ocurriera, pero no fui capaz. Quería hacerlo, quería volver a verle y reírme con él de nuevo, quería acabar en su piso después y dejarme llevar sin más, volver a sentirme como me sentía entonces con él, hacer algo que no tuviera lógica y no arrepentirme de ello. Era una tontería, me decía mí misma, no puedes pensar así, no vas a encontrar aquellos tiempos nunca más, eso pasó, lo de hoy son sólo fantasías. Acabó por darme todo igual, borré con un gesto de cabeza todos los pensamientos, los buenos y los malos, borré el mensaje que había empezado a escribir en el móvil y salí en dirección al bar cerca de la calle orense, al lado de su oficina, en el que habíamos estado la última vez.
Todo fue como supongo que estas cosas ocurren. Ese momento de incertidumbre previa que se da, inevitable, entre dos personas que conocen parte de su destino próximo, esos momentos previos al pasar de la corriente en la que se dejarán llevar fueron más cortos que la última vez, un mero trámite de besos y saludos, comentarios banales sobre el trabajo, apenas dos sonrisas y ya estábamos como entonces. Yo encandilada, pero ocultando el brillo que sus formas, sus manos, sus gestos y sus palabras me provocaban. Él más suelto que la última vez, menos nervioso, casi aparcando su proverbial saber estar para dejar salir su verdadero yo, atrevido y de ritmo y hablar vertiginoso. No recuerdo más que ese inicio en palabras y el final de sus labios al entrar en su casa. Y no es que sea capaz de recordarlo, es que no quiero recordar más. Para mí fue llegar y verme caer. Soy muy suelta, directa siempre, pero estoica en lo que a mis deseos se refiere, y hasta que yo no quiero, nadie sabe exactamente lo que en realidad me pasa por la cabeza. Así había sido cada vez que me gustaba un chico, los volvía locos con el ir y venir de mis humores, unos días cariñosa y simpática, otros distante, más bien seca; ¿no somos todas así? Cuánto tiempo había pasado, y Riso…
Con Temán, ese día la represión fue fútil, no tenía sentido ocultarme detrás mi habitual máscara, enseguida las miradas pasaron de lo común, nuestros ojos se encontraron nerviosos desde el principio y cuando salimos del bar, le planté, sin más, sin mirar alrededor, un beso en los labios, un beso muy parecido al que él, hacía casi quince años me había dado a mí a la puerta de la casa de un amigo suyo, de improviso y sin que yo hubiera dado señal alguna; entonces tuvo que cazarme, que adivinar lo que pensaba. No hablamos más, no tuvo que pedirme nada, no le dejé arrepentirse, no le dejé disculparse, no quería que me preguntara si estaba segura de aquello; quiso hacerlo, lo vi en sus ojos, pero no le dejé. En su casa, después de media hora de camino casi sin hablar, después de media hora de miradas veladas, de manos entrelazadas como si nos hubiéramos trasladado a aquellos años de primeros paseos con los magreos en el arriesgado frío de los portales, entramos en su casa. Entonces sólo hubo besos, sólo hubo más besos, y caricias, no se reprimió, no le dejé hacerlo. Yo tampoco lo hice, nos empeñamos los dos en demostrarnos lo que en esos años de travesía por el desierto, solos, el uno sin el otro, habíamos aprendido, habíamos querido hacernos, todo lo que nos habíamos deseado en la sombra del recuerdo y la fantasía.
—¿Y Riso? — Temán lo dijo en un tono más bajo de lo normal, sentado en el borde de la cama, mirándome desde allí. Sabía bien que no le había sido nada fácil hacer esa pregunta.
—¿Y Riso, qué? —respondí sonriendo, sin ganas de ponérselo fácil. Al fin y al cabo, estaba bastante claro por dónde quería llevar la conversación.
—Que cómo estás con Riso, digo, que cómo han ido las cosas en estos meses.
—Pues, si te soy sincera, sorprendentemente bien.
—¿Por qué dices eso?
—Pues no sé, porque ha sido así. Es como si, desde que empezamos a vernos, me sintiera más contenta, más satisfecha. Pero no te hagas ilusiones —añadí al ver un amago de sonrisa satisfecha dibujándose en su cara—, no estoy hablando de nada sexual, semental, es simplemente que me siento mejor con todo.
—Bueno, pues me alegro, no quiero que todo esto acabe provocándote problemas y que lo pases mal. Te lo dije desde el principio, cuando tú quieras, desaparezco, no digo que no me vaya a joder, pero tu familia es lo importante.
—Mi familia es lo importante… —repetí su frase, sin pensar demasiado en ella, no me preocupaba la familia en ese momento, tenía otras coas en mente—sí, mi familia es lo más importante, pero ahora te juro que sólo estoy pensando en si nos dará tiempo a echar otro antes de que me tenga que ir.
—Eres la leche, tú no cambias —sonrió, pero no en su sonrisa vi un deje de preocupación—, tan bruta para unas cosas y tan señorita para otras…
—Y tú, ¿qué? Siempre tan educado y tan buen chico, y luego un cabrón con las tías, a tu edad, ¡y un cerdo en la cama!
—Te quejarás…
—Para nada, es más, si no fueras tan cerdo a buenas horas iba a estar yo aquí.
Nos reímos los dos, me levanté y anduve a gatas hasta el borde de la cama donde estaba sentado. Nos besamos y dejé que el peso de mi cuerpo le obligara a tumbarse de nuevo, estuvimos a punto de caernos al suelo, pero la tarde siguió su último curso previsto.
Pasaron algunos meses antes de que la realidad nos devolviera a todos a este mundo de asfalto con su habitual falta de tacto. No hubo dramas, no éramos, ninguno de los involucrados, gente de dramas. Tampoco hubo final, un giro, un punto de inflexión, un charco inesperado en el camino, poco más. Lo que nunca había supuesto es que no fuera yo la que se encontrara en mitad de ese charco, agitando las aguas y salpicando a todo el mundo. Seguro que Riso tampoco lo había esperado hacía meses, cuando todo comenzó a revolverse, poco a poco, en el silencio que habíamos cuidado. Yo nunca esperé algo así, no de Riso, pero no puedo decir que me doliera, no sentí decepción alguna, al contrario, todo le dio a Riso una nueva luz, me plantó su imagen y su carácter detrás de un nuevo prisma, más humano, mucho más apetecible.
Yo seguí viéndome con Temán siempre que pude, soy buena buscando excusas, y la escrupulosa honestidad que había tenido siempre con Riso hizo que no me resultara difícil llevar esta doble vida. Lo único que me condicionaban eran Juan y Jimena, mis hijos, pero cada vez que veía un hueco, me las arreglaba para ir a casa de Temán, casi siempre dispuesto. Y esa disposición suya llegó a preocuparme; no es que con él fuera todo pura y simplemente sexo, que por supuesto, también había sentimientos, nos queríamos, de una manera extraña o especial, una manera ajena que sólo se mantenía con vida a través de nuestra memoria, y por eso mismo llegué a temer que ese querer cambiara. No tenía miedo por mí, era miedo de él, miedo a que se enamorara, a que rompiera nuestro pacto de no agresión emocional, donde cada uno teníamos la parcela reservada a querernos, como unos niños, pero sin buscarnos más allá de ese círculo invisible. Mi preocupación desapareció de golpe cuando él me confesó, al poco tiempo de hacer nuestros encuentros algo fijo, que se veía con otras dos mujeres de forma asidua. No le gustó mucho mi reacción, según lo dijo, distante, casi insensible ante su, por otra parte, esperada confesión, pero pasados unos minutos se sintió aliviado. Puedo decir que los dos disfrutamos más de todo aquello desde ese mismo instante. Yo disfruté de sentirme queriendo y querida pero libre, él se sintió libre de mentiras y estúpidas ocultaciones.
Alcancé un estatus quo muy particular, con una vida dividida en tres. Por un lado, Temán, de forma esporádica, aunque constante e intensa; por otro Riso, en un devenir más al uso, pero con ese punto de recobrada emoción y con el vínculo inalterable de su paternidad; y por último, mis hijos, la vida de madre entregada, ahora más satisfecha que nunca, saldadas mis necesidades más egoístas. He decir que el tiempo no se repartía de manera equitativa. Mi trabajo la mayor parte del día, mis hijos la otra gran parte, y mis dos hombres el resto de tiempo sobrante. No hacía nada malo, miro atrás, echo un vistazo a este último año, y no veo nada malo, nada que deba juzgar. Quizá no debía haber mentido a Riso, ni él a mí, si hubiéramos hablado claro mucho antes, las cosas podían haber sido más naturales. No mejor, las cosas no salieron mal, no diría eso, salieron como salieron, simplemente las provocamos en vez de resolverlas antes de que estallaran, aunque ese estallido resultara del todo inocuo.
Riso y yo nos hemos querido siempre. Le quiero, más de lo que querré a nadie jamás y de una forma tan profunda que, por mucho que me empeñara, sé que nunca me lo sacaría de dentro. Y sé que para él es parecido, sino igual, de otra manera, sí, pero igual. Los dos provocamos esa búsqueda de emociones externas, entre los dos hicimos crecer ese vacío que nos llevó a buscar salidas similares en direcciones opuestas, que no distintas. Yo me encontré con mi amor de juventud, busqué la aventura de entonces y la convertí en una aventura de ahora. Él se dio de bruces con la juventud, con quién le recordara que en la vida aún le quedaban muchas cosas por hacer y por ver. No me sorprendió. Aunque nunca lo hubiera esperado, una vez que comenzó a hablar, no me sorprendió que acabara contándome, directo y sin muchos rodeos, que llevaba un tiempo viéndose con una chica de su trabajo.
—No te voy a mentir, Belisa, llevo ya un tiempo saliendo con ella.
Me quedé callada, mirándole, con una media sonrisa estúpida en la cara. Demasiado seguro de sí mismo, demasiado entero para estar confesándome una cosa así. Él siempre tan bueno, tan silencioso en las quejas.
—¿No dices nada?
—¿Qué te voy a decir? —contesté
—No sé, dime qué te parece, haz algo…
—No sé qué decir ni qué hacer, no me lo esperaba…
—¿Y lo dices así, tan tranquila?
—Sabías que no te iba a montar ninguna escena, no soy de esas —lo dije con algo de rabia; a pesar de saber que no me importaba, que me importaba muy poco el cómo y el con quién, a pesar de sentir hasta cierto alivio con su confesión que terminaba por limpiar las pocas trazas de culpa que yo había sufrido, algo dentro de mí me animaba a sentirme ultrajada. Era una mezcla de orgullo y de educación, como si mi papel tuviera que ser el de mujer indignada, aunque no quisiera, aunque ni siquiera me gustara.
—Una escena, no, pero algo al menos, una pregunta, no sé, algo…
—¿Y qué quieres que te pregunte?
—Nada, Belisa, nada de nada, en el fondo sabía cómo sería esto, no sé por qué me pongo a hacer el tonto —dijo, levantándose del sofá y agitando sus manos. Anduvo hasta la pared, se quedó unos segundos de espaldas, las manos en sus bolsillos, su camisa remangada y la cabeza levantada hacia el techo. Resopló un par de veces, negando con la cabeza y volvió a mirar hacia donde yo me encontraba.
—Mira, Belisa, te lo quería poner fácil, pero visto que no reaccionas ni por éstas, te lo tengo que decir.
—¿Decirme el qué? —lo sabía demasiado bien.
—Decirte, ahora que tú lo sabes todo, o casi todo, que yo también lo sé todo, o casi todo.
Mis defensas cayeron en ese preciso momento. Me di cuenta de golpe de lo ingenua que había sido, pensando que él no se enteraría nunca de lo que hacía. En esa superioridad irremediable que siempre sentí hacia él, creí que nunca alcanzaría a sospechar de mí, que se conformaría con unas cuantas explicaciones, cada vez menos cuidadas. Qué equivocada había estado. Me sonrojé sin remedio, bajé la cabeza y a punto estuve de echarme a llorar.
—¿Desde cuándo lo sabes? –pregunté, sin levantar la cabeza.
—Pues no lo sé… Saberlo, lo que es saberlo, desde hace unos meses, pero creo que, en realidad, lo supe desde ese primer día que os visteis, aunque no quisiera admitirlo.
—¿Y por qué no me dijiste nada? ¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora?
—¿Quieres que te lo diga, de verdad?
—Sí, quiero que me lo digas, no lo entiendo, ¿por qué lo has aguantado?
La conversación se mantenía en un tono extraño, entre la exasperación propia de estas situaciones, que se mostraba reacia a salir a la superficie en toda su plenitud, y el alivio o la calma de vernos por fin confesando, sacando lo que habíamos ocultado durante meses a quién rara vez habíamos ocultado nada.
—He aguantado porque estaba bien, porque nos sentíamos bien, los dos, mejor que nunca, o mejor que en mucho tiempo, al menos. Y por los niños, claro.
Qué razón tenía. Qué entero estaba, me provocaba hasta cierta irritación verme a mí como la más afectada por todo aquello.
—¿Te das cuenta de lo que dices, Riso?
—Claro que me doy cuenta, Belisa, y por eso te estoy diciendo hoy todo esto. Me doy cuenta de que hemos estado así de bien, los dos, por cómo estábamos… —hizo un parón, volvió a sentarse y puso sus manos delante de su boca. Me miró fijamente, con ternura, con la calma que da haber descubierto una verdad, por muy horrible o definitiva que ésta sea— hemos estado así de bien, hemos encontrado un verdadero equilibrio sólo cuando hemos empezado a estar con otras personas.. Los dos.
No supe qué decir. Tenía razón, pero el oírselo decir, así, con tanta claridad, terminó por arrancarme las primeras lágrimas.
—No llores. ¿Por qué lloras?
—No lo sé. Lloró porque me da pena, porque me da rabia, porque yo nunca pensé que tú y yo acabaríamos así. Ni siquiera en estos meses pensé que acabaríamos así. ¿Por qué has tenido que hablar? ¿Por qué no has podido dejarlo así? —era la primera vez en toda la conversación que uno de los dos levantaba la voz.
—No lo dices en serio, y lo sabes.
Su calma que, en otras discusiones, conseguía llevarme a límites no explorados de mi paciencia, hoy era hasta relajante, me ayudaba, aplacaba esos sentimientos de pérdida tan injustos en una situación como la nuestra, como la mía después de los últimos meses.
—No, no lo digo en serio. Pero, Riso, no quería verme así contigo, no quería tener que dejarlo, que perderte, que dejar a los niños sin un padre y una madre.
Él también había derramado sus primeras lágrimas. Verle llorar era algo horrible; no era una persona fría, al contrario, en la intimidad era como un niño, extremadamente sensible, frágil como pocos, pero de cara a la gente era otra cosa muy distinta, se empeñaba en dar esa imagen de filósofo estoico al que nada perturbaba. Y era mentira, una gran mentira que tejía a su alrededor. Pero era una mentira útil, porque le protegía de los posibles agresores, evitaba que otros se aprovecharan de su especial sensibilidad. No llorar era parte fundamental de su disfraz, y de tanto llevarlo puesto, de tanto jugar a ser de piedra, casi se le había olvidado cómo hacerlo.
—No llores, Riso —ahora era yo la que le calmaba a él—, no hay por qué llorar, no nos estamos gritando, no estamos acabando esto mal…
—Pero es lo que tú dices, que lo estamos acabando. Yo tampoco había pensado en ello, no hasta hace unos pocos días.
—Pues ya está, Riso, ya está, los dos necesitábamos hablar de esto, te agradezco que lo hayas hecho. Tranquilo.
—Si estoy tranquilo, pero me da pena, nada más. Yo también me alegro de que al final no hayamos estallado, que nos haya pillado a los dos igual, que seamos tan conscientes del por qué y el cómo.
No había por qué hablar mucho más de ello. Los dos lo sabíamos, aunque quizá yo me sintiera algo más culpable. Yo empecé todo, buscando el pasado, revolviendo ese poso espeso y turbio que siempre ha vivido en mi memoria. Y en cierto modo, yo provoqué que el también saliera a buscar sus propio camino. No lo hablamos, no había razón, pero sé que esa libertad que habíamos vivido en esos meses entre nosotros fue propiciada por mí, por mis ganas de revolverlo todo, y con esa revolución, desperté los sentidos dormidos de Riso, le abrí la puerta a buscar lo que había perdido, lo que había echado en falta, tanto como yo, en los últimos años. Escapamos a la rutina, los dos, al vacío creciente, y tuvimos el tino o la suerte, o una mezcla de ambos, de no cargar nuestras frustraciones contra el otro. Los dos habíamos sido infieles, infieles en lo físico pero también en lo emocional, aunque hubiera sido una infidelidad necesaria, liberadora. No creo que todas lo sean, como no creo que ninguna sea justa, a pesar de esa necesidad o sus efectos. En nuestro caso funcionó, la cosa salió más o menos bien, pero no fue lo justo ni lo valiente. Debimos hablar mucho antes, enfrentarnos a nuestra verdad, al vacío que habíamos creado dentro y entre nosotros. No pillamos nuestra relación a tiempo, no porque crea que en algún momento debimos salvarla o intentar arreglarla, eso no hubiera tenido sentido, pero si para haber actuado antes de escaparnos fuera de casa, buscando lo que sabíamos que en ella ya no encontraríamos. Al menos, gracias a él, a Riso, pudimos atajar esta escapada, estas otras vidas cuando debimos, evitando un final desagradable. Si es que el final de cualquier relación puede no ser algo desagradable.
Estaban Juan y Jimena, pero no me preocupaban tanto. No tanto como me hubieran preocupado si alguien me hubiera avisado hace años de que mi matrimonio se acabaría mucho antes de lo previsto. No era un final, todo esto no había sido un final. Un giro, una esquina en la vida de todos, en la mía, en la de Riso, en la de Temán, incluso en la de esa chica de veinticuatro años que pasaba el tiempo con mi “exmarido”. “exmarido”, es la peor palabra del mundo, está completamente sobada, maldita hasta más no poder. Aunque eso sería Riso ahora, por más que yo me resistiera a verlo así. Más que un final, la relación entre Riso y yo había cambiado de tercio, tuvimos unos años muy buenos, los mejores, creo, que un hombre y una mujer pueden tener, ahora, simplemente, sería algo diferente, una nueva realidad, una nueva forma de querernos, supongo. Ya no existía el ideal de la niña que se creyó estaría toda la vida con el mismo hombre, como su madre, y que criaría a sus hijos en la misma casa, toda la vida, todos los años de su vida, un día tras otro. Ya no seré más el ejemplo de otros, el modelo a seguir. Y nada puede importarme menos. Mis hijos estarán bien. Son demasiado pequeños para darse cuenta de nada, y su padre estará presente, y sus padres se quieren, lo qué es más importante que la mera presencia de uno u otro. Nos querremos siempre, sólo espero que ese querer deje algún día de doler lo que hoy me duele.