De vampiros que tornan en lampreas y holoturias

por Con Tongoy

Sí. Es cierto, ahora echo de menos Londres. Con todo su gris y su olor a megalópolis, hoy, bajo el sol de un día espléndido en Madrid, la echo de menos. Ya no me asusta su asfalto agrietado, sus callejones estrechos y su arquitectura grandiosa y triste. Ahora los recuerdo con pesar. He sido feliz allí, aun con la preocupación y la pena, aun con el miedo, me he sentido más yo que en mucho tiempo. Me he visto haciendo camino, andando para hacerlo, escribiendo mi camino hasta el sueño y el dolor. Y no lo he hecho sólo, no ha sido como otras veces, en esta ocasión, aparte de esa criatura esteparia que a veces me acompaña, eterna, he tenido una compañera mucho mejor; mi compañera, tan humana como celestial, la compañera que todos querríamos y que casi todos, o no, encontramos.

Es triste sentirse en casa desubicado. Me cuesta no disfrutar de estar de vuelta, a pesar de estar separado de ella, de todo lo que tu ciudad, tus amigos y las calles conocidas e iluminadas ofrecen. La distancia es cada vez más mayor, más difícil según la vida avanza. No, no soy un anciano, pero a veces me siento como tal; quién no ha sentido alguna vez encorvarse su espalda bajo el peso de la vida, quién… Los años pasan y yo no te veo cada día, no puedo tocarte al dormir y al despertar. Mis neuras en forma renovado egregor de cara de niño me hablan de todo lo que he dejado: “te has alejado de tus sueños, de los dos”, dice Tongoy sin miedo, sonriendo. Y tiene razón, la situación obliga, el dinero, el vil metal obliga. Hay que vivir, y en estos tiempos vivir es sinónimo de dinero. ¿Existe la vida sin dinero? ¿Existe el dinero sin el trabajo? ¿Existe la vida sin el trabajo? El trabajo es la vida, no hay más, el dolor viene después, cuando uno se da cuenta de que no eligió el trabajo, de que le obligaron a decidir hace cientos de años en su memoria, en tiempos mejores donde el sueño formaba parte de la vida, tanto como el lavarse, abrazarse o besarse. Hoy pagamos equivocaciones, pagamos las malas elecciones entregándonos al vacío, sondeándolo con miedo, haciendo crecer estas presencias extrañas que a mí –no seré el único– persiguen en cuanto dejo caer la guardia.

De vampiro ha tornado en lamprea, porque ya no duele su mordida, ahora sólo chupa, sorbe de lo que pilla; y hay mucho que pillar. Lo que creí colmillos era aguijón, veneno adormecedor. Sonríe, arreglado y repeinado, con sus pantalones cortos y un ridículo corbatín disfruta con el nervio y la angustia, la provoca y se alimenta de ella a la vez; es la hormiga que pastorea al pulgón haciéndole engordar, para libar su néctar, día tras día.

Y es que ahora estoy sólo. Bien acompañado, con ayudas, con amor y personas, buenas y mejores, pero no estás tú y eso es ya sinónimo de soledad. El vacío de verme sometido a los vientos de la vulgaridad no es nada, comparado con la tormenta que se desata en mis tripas cada vez que pienso en las horas que nos separan, en los escasos que serán los ratos que ahora tengamos. Siempre en la tensión del viaje, de la vuelta y el avión… Y él sonríe más aún, ceba ese foco de ansiedad que es la falta de tu presencia física, a todas horas; ese ya lejano sentirte cercana, pisando la misma tierra, a pesar del espacio que nos separe, siempre sería consumido al final del día. Se atiborra en la noche de mis pensamientos, de la podredumbre de ideas que la jornada ha cocinado a su gusto. Me roba las fuerzas y el sueño es inútil, el sueño no es más que un océano helado de dolorosas fantasías que se derrite al contacto con la vigilia, siempre pronta, siempre punzante y fría.

No sé qué soy. Soy poeta. Soy escritor. O no lo soy; no lo soy y está claro. Pero lo seré, si quiero. Supongo que lo seré. No seré Mishima, porque no hay nadie como él, nunca lo hubo, nunca lo habrá, pero quisiera serlo, a ello tender al menos. Poder intentarlo es mi sueño, no llegar a ello. He bebido de las mieles del ser creando historias, del pasar los días tejiendo las palabras y frases para dar vida. He sentido la plenitud del creador y ahora el mundo y todos sus soles se me vienen encima cada vez que abro uno de esos malditos documentos sin vida, cargados de palabrería insana, rayados, armados de números, imágenes y colores.

–No te quedan fantasías ni para ti mismo –dice, desde la silla donde ahora suele sentarse, a mi lado, en una oficina gélida y casi vacía.

Y tiene razón, el vampiro disfrazado de holoturia, aun con su pinta ridícula y su sonrisa infame, tiene razón. Nada hay de fantasía en el mundo, y poca queda de ella en esos mundos que al nuestro bordean, antes para mí plagados de vidas, tierras y personajes de ensueño. 

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