Cartas para Lima XV: Y aquí sigo

por M.Bardulia
Aquí seguiré

Querida Lima:

Y aquí sigo. Aquí, después de un verano escaso, caluroso en demasía, intenso como pocos, pero vacío, también, de todo lo que de sagrado tiene el verano. Ha habido pocas noches en las que desollar las tripas oscuras de la nocturnidad. Ha habido pocas mañanas con que recibir un día que acabaría por dormirse. Ha habido poco verano, poco disfrute, siempre atareados, siempre subiendo y bajando, haciendo, pensando, planeando, preocupándonos de todo lo que en el verano debería desaparecer. Y en mitad de todo ese ajetreo extraño e ingrato, siempre tu recuerdo. Tu recuerdo en las flores, en la arena, en los pinos estáticos al solo abrasador de un estío sin tregua; tu recuerdo en los romas de las corrientes exiguas, corriendo junto a las ramas bajas que nos cobijaron.

Solía ser el verano esa época sagrada que siempre debiera ser, pero ya no. La vida pasa, la vida crece y se amalgama, nuevos caminos, nuevas vidas, y un cúmulo de responsabilidades y preocupaciones se nos añaden que no dejan respiro ni en la más vital de las estaciones. Hace tiempo que los veranos no son veranos, y quizá me empeñe yo demasiado en volver a dotarles de la vieja santidad infantil, juvenil, feliz, pero este verano ha culminado la acción devastadora de las rutinas, alimentando el hastío de un año sin burbujas, de doce meses, que podrían ser bien catorce, quince o veinte, si a su relación temporal con el corazón nos atenemos, doce meses sin que haya sentido el más mínimo cambio en los ritmos y en mis percepciones de la pasión por vivir.

Y aquí sigo, en la falta de esa pasión, tratando, de nuevo, de encontrarla, pero ni el verano rico y viejo, ni bajo el sol ni junto al agua, ni en la noche abierta y ruidosa. Será la ausencia. Tu ausencia. El silencio. El dolor. Las huellas de ese amor, de un amor que no olvido, una marca que ha ido perdiendo brillo, pero de la que nunca se borra la profundidad, la memoria del tacto, el aroma de una piel, el sentir de tu cabello sobre mí, ocultándolo todo, hasta la luz, la luz neblinosa y aletargada de la marcha insomne de este mundo que ha terminado por agotarme.

No he olvidado, porque me es imposible olvidar. Y mi vida sigue y seguirá, pero ni yo pensé que la vida me haría tan presente el cómo te quise, te quiero y la presciencia de cómo seguiré queriéndote. ¿Será para siempre? Será, sí, hoy tengo la certeza, lo que a mí me falta es aprender a vivir con ello. Aprender a vivir contigo y sin ti. Con tu imagen, tu olor, tus manos y tus besos, con tu música y tus palabras tan distintas, pero sin nada de eso, porque ya no puedo tener nada. Hoy, aquí, donde sigo, en la insensible medianía inexacta del no poder sentir nada más, me pregunto si ni siquiera lo merezco. Merezco poder recordarte. Merecí un día quererte. Mereceré nunca más ser querido.

No lo sé. No sé nada, todo lo que sé se ha roto en una sucesión de veranos rompientes, abotargados de espuma, de la espuma que lo ciega todo, lo mezcla, lo convierte todo en un solo estadio de materia comprimida. No sé ni lo que soy ni lo que siento. Solo aúllo por dentro, porque en este vacío solo me siento caer. Y aquí, sigo, escribiéndote aunque ya no leas ni escuches. Egoísta, usando estas cartas para dejarme caer y tratar de extirpar la gran falta que me haces, el espacio y el tiempo imposibles que se han abierto sin ti, en lo más hondo de esta carne gris, de esta mirada siempre vidriosa, de este corazón agotado de tener que esconder y que mentir.

De tu Eric (si es que aún puedo llamarme así), que siempre, como ves, te recuerda y recordará.

Eric.

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