Cartas para Lima XIII: tiempo y olvido.

por M.Bardulia
Cartas para Lima XIII: Tiempo y Olvido

Querida Lima:

La vida sigue. Como si esto fuera una verdad absoluta. La vida no siempre sigue, a veces se interrumpe abruptamente y todo, supongo, se acaba. Pero, hoy, mientras escribo estas palabras sin retorno, la vida sigue, y lo que es más importante, la vida ha seguido, lleva siguiendo meses. Y el tiempo, que es quien mueve la vida. El tiempo es el que nunca se detiene y lo engulle todo; por engullir, engulle hasta la memoria, que pareciera infinita. Ni siquiera la memoria es infinita. Da rabia pensar que todos los recuerdos desaparecerán un día. Que toda esta información: el miedo, los besos, el amor, las risas, que todas las lágrimas, altas y bajas, un día dejarán de ser, a nadie importarán, porque no estaremos nadie para recordarlas, solo el tiempo. El tiempo no tiene memoria. El tiempo es un monstruo voraz, un gran gusano creciente que busca su cola para devorarse a sí mismo, devorándolo todo a su paso.

Me siento lejano en ese tiempo. Insignificante. Una mota de polvo flotando en las anillos engarzados de esa tormenta constante que es el tiempo. ¿Qué podemos hacer si no dejarnos llevar? ¿Qué puedo hacer si no dejarme flotar? ¿Podemos disfrutar sabiendo que la lucha es inútil, que no importa lo que hagamos, el tiempo acabará por alcanzarnos? Puedo empeñarme en recordar, y me empeño, pero es inevitable que a cada paso, en cada respiración, se desprendan micras de sustancia de cada uno de mis recuerdos. Veo tu imagen, tus imágenes, tu rostro, tu cuerpo, puedo sentir tus manos, y tu boca, puedo mirarme, todavía, en tus ojos, pero veo también, siento, como la claridad que antes lo iluminará todo, va cubriéndose, muy lentamente, a veces de forma casi imperceptible, de una neblina que ataca desde los bordes, comiéndose con ella la sustancia de toda memoria.

Es el olvido, una herramienta del tiempo. El olvido son los jugos gástricos de ese tiempo, que lo digieren todo hasta convertirlo en la pulpa pastosa que alimenta el sinuoso, imparable reptar de ese gusano inabarcable, imparable, empeñado en correr en una sola dirección. Es el olvido que crece como un polvo minúsculo, acaparador, capaz de fijarse y consumir todos los recuerdos, incluso lo más preciosos, los que creíamos más vivos, siempre vivos, los que hemos cuidado, y cuidamos, con ternura y tesón; el olvido lo alcanza todo y lo prepara para el paso irresoluble del tiempo.

Siempre he dicho que yo no olvido. Y no lo hago. Yo no olvido. Pero el olvido lo alcanza todo, porque, al contrario que nosotros, es inmortal, siempre existió, desde que el primer recuerdo surgió en mitad de la nada presente del universo, desde el instante en que el primer ser tuvo que recordar, el olvido comenzó a crecer. Olvidar no es un acto consciente; todo el que ha tratado de olvidar, lo sabe. Porque el olvido no depende tanto de nosotros como del olvido en sí mismo, y de su padre, de su cuerpo, de su instructor, el tiempo. El olvido es servil, pero eficaz. Cumple la función de no dejar nada que pueda llegar a interrumpir el brutal deslizar baboso del tiempo. Queremos no olvidar, pero olvidamos. Queremos olvidar, y no olvidamos, pero, aun así, acabaremos olvidando. ¡Maldita deglución temporal gravitatoria!

No he olvidado, aunque a veces haya querido. No he olvidado tus cielos ni tus montes. No he olvidado tus pieles ni el gesto cansado de tus palabras. No olvido, no todavía, pero veo el olvido crecerse, mirarme, asomado a las fronteras de todos esos recuerdos que cuido con mimo. Y lo espanto, a manotazos, lo blindo, lo pulo y protejo con el barniz de una evocación medida y constante. Pero lo sé. Es el olvido. Un día olvidaré. Olvidaremos. Y aunque no olvidemos, un día no estaremos para defender, limpiar y pulir, y todo lo que somos, lo que fuimos, todos esos recuerdos, nuestra memoria más pura, el núcleo brillante de todo que imaginamos, desaparecerá, digerido y consumido por el olvido y la dolorosa e incomprensible naturaleza unidireccional del tiempo.

Y toda esta diatriba, Lima, perdóname, para decirte que aunque no te olvide, he aprendido a vivir sin ti. Y si he aprendido, si he podido, ha sido gracias a tu recuerdo. Me da miedo pensar que un día deje de recordarte, ¿qué haré entonces? ¿Sabré vivir? ¿Cómo? ¿Seré yo mismo parte del olvido? ¿Será que nunca sabremos cuándo nos alcanza el tiempo?

De tu Eric, que siempre te recuerda.

Eric.

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