Siempre viajo solo. Vuelo, corro, nado, cojo trenes y autobuses solo. Siempre viajo solo. No sé por qué, no hay ninguna razón para ello, es una coincidencia profesional. Es mi sino, supongo, viajar solo, siempre. He viajado acompañado, pero hace ya demasiado tiempo, no se los puede considerar ya viajes, parte de la realidad de mi vida ni de mis viajes. Mi vida es el viaje, con lo que separar vida y viajes es un error tan grave escrito como hablado.
Y al viajar solo me siento tranquilo. No me acompaña nadie más en aviones, trenes o barcos; el coche ya no es viaje, distancias demasiado cortas, demasiado efímeras para mí y para ser consideradas en relación a esas grandes distancias salvadas volando, ya sea en el cielo, sobre las vías que desgajan las montañas o por encima de un mar que se pierde en sus furias cada vez más inocuas. Mi profesión ha definido mi carácter, pero no ha conseguido cambiarlo, más bien ha conseguido multiplicarlo. Lo mismo que todos los desplazamientos, forzados; yo ya no viajo por placer, pero sigo siendo yo, demasiado yo que diría Manuela, la efímera Manuela, si me viera ahora, si volviera a verme, a pesar de los años. Andar sólo te hace demasiado tú, demasiado amigo de uno mismo, decía, torcido el gesto por una charla que fue de la caricia al grito, y del grito a la partida. Cuando uno se basta para ser, los demás comienzan a ser una carga. Los demás sólo son necesarios en pequeñas dosis, las necesarias para no caer en la locura del náufrago, aunque se esté muy lejos del mar y a décadas de distancia de las islas que una vez fueron desiertas.
Si soy algo, además de un yo recalcitrante y, a veces, enemigo, es un especialista del movimiento continuo. Un especialista del pasar constantemente fronteras y ríos ajenos, un especialista en dejar casas y amigos que, quizá, pensándolo de lejos y una vez que se quedaron atrás, ni fueron tales casas ni fueron tan amigos. Viajo ligero, porque mis pertenencias siempre fueron pocas. Pocas que renuevo cada cierto tiempo, adaptándome a las modas y gustos de los lugares que me toca visitar. Cumplo ciclos, pasando del poncho al abrigo largo y lujoso en unos pocos meses, comenzando el año a sorbos de té y toques de especias, pasando pronto a esos cafés casi masticables, y acabándolo con el mate que ayuda adormecer las voces de los distintos yoes que han ido surgiendo en el trasegar de tierras y tiempos. Decía, ufano, “soy demasiado yo”, pero no estoy loco. Soy demasiado yo porque me pueblan los yoes de una vida itinerante, multiplicidad de yoes que uno es capaz de crear al contacto de diferentes culturas que nunca fueron la suya, al brillar de ideas y lenguas que sólo existieron por unas semanas, meses a lo sumo. Y a veces surgen los yoes, los antiguos, rescatados o reavivados por un lugar vagamente familiar. Familiaridades que, sin embargo, nunca consigo fijar como reales o inventadas, resultas del mar de imágenes, sonidos y olores que pueblan la memoria fragmentada. Una memoria por cada yo, aunque luego las compartan, unos más generosos que otros.
Pero todo viaje se acaba, es la única verdad, o eso dicen. Yo creo que hay más, pero no me preocupo en buscarlas, ya lo harán otros, menos volubles, más estáticos, amantes del tiempo en relojes y de los ciclos lunares. Yo me conformo con sentirme llegando, al fin. Y no es un alivio, es más el presentimiento real, tangible del fin del camino. Nunca creí que mis viajes tuvieran un final pactado, siempre pensé, más bien deseé, que me encontraría la muerte en el medio de ninguna parte. El dinero quedará, por fin, almacenado, para nadie, a propósito se perderá, no ha servido de nada. No tengo patria, hace demasiado tiempo que dejé un pueblacho al borde un río, rematado de casas decrépitas y fondos enlodados. Muy joven me alejé de una familia partida, sin amor ni ganas por tenerlo. Me eché al puente y anduve. Nada más, ya no hay patria, si es que llegó a haberla. Y tampoco creo que en las patrias, cómo creer, no sé qué hago hablando de ellas. Será difícil para un hombre sin ella, defecar sobre las patrias, pero también es fácil, cambiando el prisma, aprovechando la refracción como fenómeno iluminador al que todos deberíamos darnos más a menudo, mirar las patrias con asco y vergüenza, aprovechando la perspectiva del que nunca ha sentido la carga de unas formas, de unos paisajes y unas ideas, casi siempre demasiado heredadas, demasiado construidas.
No existe el cemento para mí, todo tiende más al agua. Me he dejado fluir desde que tengo razón, o desde que yo descubría que tenía una. No he vuelto a ser de la tierra, de una tierra, nunca, y mi memoria no es capaz de fijar nada limpio, nada claro. Son todo mezclas, combinaciones de todo, no los llamo recuerdos, porque los recuerdos tienen un componente de orden del que yo carezco por completo, son más vómitos de la memoria, trombas de impresiones filtradas por los sentidos y clasificadas por la variedad que me habita, la misma que, desafortunadamente o no, me define. Y sin ella no hubiera podido sobrevivir. Es un círculo que nunca me da por acabar: comienza el viaje y yo me recubro de la persona que debo ser, y ese viaje me dará, seguro, otra persona que podré ser, o no, en próximas visitas. Mi profesión lo exige así, mi vida nacida de esa profesión lo ha hecho así, porque no es el mero viaje geográfico, es también el viaje entre personas, entre discusiones y negociaciones, el viaje de la mutabilidad, de la adaptabilidad extrema a cada interlocutor, en cada frase y encuentro.
Pero todo tiene un fin. Y el mío se aproxima, lo sé. Estás viejo para esto, me dijo Caramuel, el cojo que despacha mercancías en uno de esos puertos sucios, perdidos de la civilización aún hoy, si es que hay algún puerto que no lo esté. Te estás haciendo viejo y no hay sitio para los viejos en esto, yo que tú me buscaba un rincón cuánto antes, ya no eres de esto. Tiene razón. Me hago viejo, mi cuerpo aguanta, pero yo soy cada vez más rocoso, más petreo. No puedes endurecerte demasiado o caerás a plomo en el agua, te ahogarás. Lo sé muy bien, no soy el primero. Pero tengo poco que hacer, el día que el barro que hoy moldea lo que soy se endurezca, se seque a sol y a lluvia, todo acabará para mí. Quizá vuelva y busque a Manuela, por muy corta que fuera para mí. ¿Para qué? Atropellada saldrá a mi encuentro sin conocerme, colgando de niños y de un marido más que probable, sedente y mezquino, fácil de dominar, que ella querría. No quiero un luchador, quiero un durmiente —dijo hace más de una década, quizá más de dos—, yo digo y hago, no venga a mí el hombre que no quiera mujer, ni venga el que me quiera decir y hacer. Puede ser que dijera eso, no lo sé, como tampoco sé si su boca y sus ojos fueron de verdad bonitos, si su nariz, demasiado gruesa, endurecía el tono de todas las palabras que me llegaban, de cerca o de lejos, húmedas o secas. Si tengo que volver, no volveré con ella, porque yo ya no soy nadie, ni ella es quién para recordarme.
No moriré en el camino, no me ha tocado la suerte del que se va haciendo lo que quiere, o lo único que sabe, que para el caso de todos, da igual. Me he endurecido antes de tiempo, lo sé. Terminaré por agostarme y encontraré un lugar en el que vivir. Vivir para morir, sin embargo, porque en cuanto me ponga a vivir, sin más, fijo y ya sin más destino, sólo me quedará esperar la muerte. No se rebela mal final. No hay malos finales, los finales son final. Mi final, como cualquier otro, la muerte es la muerte y todos la pasamos igual, solos, por mucha compañía que tengamos: morir se muere solo. Pero no es mal final, es un final como el de cualquiera, yo no espero más, tampoco el irme viajando me hubiera hecho sentir de otra manera, estoy cada vez más seco. Más viejo y más seco. Seco de personas y de ideas, seco de recuerdos que nunca fueron definidos. Antes, en los días perdidos de retrasos, cancelaciones y amagos de naufragios me asaltaba la duda del “y si”. La duda de lo que hubiera podido ser si no hubiera pasado la vida corriendo, nadando, volando por encima de todo y de todos, pero ya no, eso era antes, ahora veo el final, que es lo único que me queda.