(viene del post anterior)
En pocos segundos, ni siquiera da tiempo a pensarlo, estamos en el cielo, alcanzando las nubes, la ciudad no es más que azoteas pútridas alejándose de nosotros. No hace frío, ni calor, si cierro los ojos me veo en el salón, a medio camino de la cocina, pero al abrirlos estoy de nuevo colgado de su mano, ascendiendo. Las nubes se acercan rápidamente y su aspecto es más el de una superficie sólida, que el de la vaporosa e intocable materia de la que están hechas. Al llegar a ellas, agacho la cabeza en un gesto instintico de protección, pero no sirve nada, nada siento. Veo y oigo, pero nada toco. Ascendemos hacia el sol, no es volar, tampoco flotar, es un movimiento inexplicable, es simplemente moverse, pero sin que uno se mueva, es más el mundo el que se mueve alrededor de uno. Es todo, que se desplaza ante nosotros a una velocidad de vértigo.
Una vez alcanzada cierta altura, trazamos una curva sobre el cielo y comenzamos a descender. Primero suavemente, pero a medida que caemos, cogemos mayor velocidad. La sensación tampoco tiene nada que ver con la gravedad, es algo más parecido a ser absorbidos por un embudo, como tragados por un sumidero, pero es darle un explicación un tanto ligera. A los pocos segundos, de nuevo, sin sentir miedo, vértigo o caída alguna, nos encontramos en una habitación. No tengo ni idea de dónde estamos, la habitación no es muy grande y está algo desordenada, hay un cuerpo durmiendo aparentemente en la cama pegada a la pared. Hay un ordenador encima de la mesa y un montón de libros por todas partes, algunos aún abiertos, con frases y pasajes marcados. Miro por la ventana, pero el paisaje me dice poco, un árbol delante de la misma me tapa cualquier rasgo arquitectónico reconocible. Si puedo decir, sin embargo, sin saber si es una sensación o fruto del análisis visual, que no estamos en Londres, tampoco en España. Si tuviera que decidirme por algo, diría que se trata de Estados Unidos, pero es algo imposible. Aunque imposible ha sido también volar y dejar que el universo se mueve delante de nosotros.
¿Sorprendido? Dice al final, soltándome la muñeca, sin perder la sonrisa. Puede, aunque no esto no prueba nada, ¿quién me dice a mí que no me has drogado o dormido? ¿Quién me dice a mí que tu poder no es más que provocar alucinaciones? Deja escapar una sonora carcajada. Suena sincera, libre de reproche o engaño. No parece preocuparse demasiado por despertar a la persona que duerme en el cuarto. Al mirar un poco más a mi alrededor, me embarga una extraña sensación de familiaridad, como si conociera algo de todo aquello, como si no fuera del todo nuevo. Reviso en mi memoria rápidamente, pero estoy casi seguro que no es ningún sitio en el que haya estado. Antes de que me dé cuenta, embobado como estaba en mis elucubraciones, veo que se ha levantado y está sentado en la cama, agarrando la muñeca del durmiente, tal y como había hecho conmigo hace, digamos que un rato, en el salón de casa. Intento apartarle, pero es tarde, ha conseguido despertar al inquilino y no puedo imaginar su reacción al ver a dos extraños, uno con ese estrambótico atuendo de Pampinoplas, en su cuarto, por la mañana. Giro la cabeza y espero su reacción al vernos. Pero la sorpresa parece más mía que suya. No es ningún extraño, es mi amigo Pablo, que ahora hace un máster en Washington, a miles de kilómetros de Londres, y ahí está, desperezándose justo delante de mí. Y lo mejor de todo es que no parece en absoluto sorprendido. Me saluda tan tranquilo, como si no lleváramos meses sin vernos y yo no tuviera que estar al otro lado del océano. Dudo, pero al final le contesto. Sigo con la normalidad, no quiero ser yo quien le alarme, qué le iba a contar de todas maneras.
Mientras él se levanta de la cama y se pone una sudadera encima del pijama, seguimos hablando. La conversación sigue los derroteros habituales de nuestras conversaciones telefónicas, nos contamos la vida, las preocupaciones propias de un momento vital que compartimos, aunque por caminos diferentes. Al poco rato la conversación es completamente normal. Mi ahora superpoderoso acompañante mira por la ventana, aparentemente abstraído en sus pensamientos. Seguimos hablando al menos media hora más y no hay nada que me diga que yo no estoy allí, en la habitación que no conozco de Washington, charlando con mi amigo. Me encuentro bien, no hay nervios, al contrario, es pura calma, como si el tiempo no estuviera corriendo, no hay prisa ni ganas de marchar. Se me pasa por la cabeza preguntarle si no tiene clase ese día, pero lo deshecho enseguida; no parece muy preocupado por tener que ir a clase o estudiar.
Cada vez que cumplimos una nueva decena de años, la vida se para unos cuantos meses. Siempre tiene su punto de complicación; a los diez, aunque no lo recordemos, posiblemente la hubo, a los veinte, también, pero fue engullida por el constante estallido de la juventud y la vida, y a los treinta, edad bisagra, momento de evolución, es cuando empezamos a tocarla con nuestras propias manos. A partir de ahí, poco puedo decir, pero seguro que a los cuarenta de nuevo volverá la vida a aparecérsenos esquiva y cambiante. De eso hablamos, de las elecciones que hacemos de la vida, del valor por tomar uno u otro camino, de que no vale la pena lamentarse por las opciones desechadas pero que no debemos olvidarlas. Los dos somos fiel reflejo de ese momento de salto, de cambio de vida. Es difícil no sentir que la vida parece llevarte en volandas, en vez de ser tú el que la dirige, montado sobre ella. Es muy complicado aceptar que la vida es, por definición, dura, que puede que lo duro de esta vida sea la mayoría y lo bueno, los momentos buenos, sólo pequeños oasis en medio de ese mar embravecido. Nos ponemos algo filosóficos en estas conversaciones, casi metafísicos, pero no hay otra, para eso están los amigos, para los buenos momentos, pero sobre todo para los malos; para los miedos y para las dudas, para hacernos la vida más llevadera. Somos conscientes de que no todo lo que decimos es verdad, de que no podemos conformarnos con lo que la vida nos da, sino que debemos salir a buscarlo, rebelarnos contra el pasar con penas para conseguir el detenernos en cada momento con alegrías. Poco antes de terminar, Pablo dice algo que se me queda grabado de una forma especial.
“Teo, puede que hayamos tomado puede que hayamos tomado peores decisiones en nuestro pasado que mucha gente”.
Mientras lo dice, pienso en ello. No es toda la verdad, pero si que es una verdad, no podemos acertar siempre con todo, no creo que nadie lo haga.
Nos despedimos. Nos damos un abrazo como si tal cosa y me dice que se tiene que ir a dormir. No digo nada, para qué, no sé ni dónde estoy, ni cuándo ni cómo he llegado allí. Se quita la sudadera que se había puesto al principio y vuelve a meterse en la cama como si yo no estuviera allí. Efialtes vuelve a tomarme de la muñeca y tras unos segundos de vuelo sobre el todo, abro los ojos en mi salón.
¿Qué opinas? ¿Me crees ahora? me dice, al tiempo que suelta mi brazo. La verdad es que no, no creo que te crea, todo esto lo he podido imaginar. No te puedo creer nada, eres fruto de lo que soy, siento y pienso, no me extraña que sepas todo de mí. Es más, esta experiencia ha sido, como decirlo, bastante mía. Mía y del profesor Torralba contemplando “Saco de Roma”.
Sonríe y agita la cabeza de lado a lado, en un gesto de negación. ¿Será posible que aún no me creas? Está bien, no digo que no puedas tener razón en lo que dices, pero ya veremos. No dice más. ¿ya veremos qué? le digo; aún me temo una sorpresa desagradable detrás de todo esto. Nada, nada, sólo eso, que ya veremos.
No entiendo lo que me quería decir hasta que llega la noche. Estando conectado al Skype, Pablo se ha conectado y hemos empezado a hablar un rato. Casi no puedo seguir, cuando la conversación ha empezado a ir por los derroteros de esa misma mañana, reproduciéndose casi exactamente igual. Lo mejor, o lo peor, según se mire, es cuando Pablo, a mitad de charla ha dicho: “joder, menudo “déjà vu” he tenido, como si hubiera tenido ya esta misma conversación, palabra por palabra”. Me he quedado algo atorado y sólo he podido decir: “ya sabes, un fallo en Matrix”.