Por el chiquitito que es más rico

por Con Tongoy

Hoy en el autobús, bien de mañana, venía una pareja sentada delante de mí. No eran más jóvenes que yo, pero eran jóvenes, y venían contándose, con total normalidad, sus constantes sexuales. Y digo constantes, que no filigranas ni experiencias ni vicisitudes, porque su tema giraba en torno a la rutina de sus encuentros viscerales. Pero no era su rutina demasiado rutinaria, no lo parecía al menos, era la rutina del que ha encontrado el tempo perfecto para cada repetición; la rutina sin rutina, aparente al menos, se podría decir. Rutina que es rutina pero que, al final, no lo es, porque se espacia tanto en el tiempo que uno no tiene tiempo ni de acordarse de ella. Sí, los viajes en autobús, más con la ciudad lluviosa y la gente huyendo de las calles como si les abrasarán las gotas, dan para mucho pero no para tanto. Esta última reflexión ha surgido horas después, claro, basada en la animada y atípica conversación que mantenían esa mañana, y de la que he podido participar como espectador y escucha de lujo. Casi parecía que estuvieran hablándome a mí, en vez de entre ellos, que estuvieran contándome el asunto y buscando la opinión de un extraño. Opinión que pensé dar en varias ocasiones, simplemente por participar, pero que he preferido guardarme, evitando interferir en asuntos tan personales, por muy pública que su exposición estuviese siendo.

He asistido en primicia a una muy buena charla con muy pocos complejos. Algo que uno no siempre espera o pretende de una pareja casada y con hijos —al menos dos, por lo que he podido sacar en esos escasos cuarenta minutos—, y con menos tiempo del que quisieran para dedicarse a sus sanos tocamientos y lamidas. Una buena charla que ha girado, en su mayor parte, al menos la parte que he podido escuchar durante mi trayecto habitual hasta la oficina, sobre la misteriosa y oculta entelequia del sexo anal. Un sexo anal, como decía, esquivo para la mayoría, que ellos discutían con una soltura mucho mayor de la que yo podría tener y unas palabras mucho más adecuadas y precisas que las yo me atrevería nunca a utilizar con mi pareja, máxime estando en público y en esta caja de resonancia perfecta que es la parte trasera de los autobuses públicos. Y es que se mentaban al ano y al culo con una facilidad digna de admiración, no parecían tener complejos en hablar del pene de él entrando sin mucho problema en el culo de ella, a tenor de sus sonrisas. Era una conversación sincera y libre, no parecían buscar el escándalo, aunque tampoco parecían darse mucha cuenta de la descomposición gradual que le estaban provocando a parte de su audiencia, sobre todo a la señora que se encontraba sentada a mi lado, demasiado mayor, supongo, o demasiado envidiosa, tal vez, que miraba a todos lados negando con la cabeza, mirando al suelo avergonzada, poniéndose cada vez más verde. Su resistencia ha llegado al límite cuando el término “porcular” ha sido utilizado tres veces muy seguidas en su forma pronominal (porcularte, porcularme, porcularte)  y ha terminado provocando su inesperada y pronta, creo, salida del autobús. Salida que ha sido acompañada de miradas de sentencia y balbuceos apenas audibles sobre la decencia y el respeto y este mundo que marcha sin dirección. 

No se lo reprocho, dada su edad, aunque no estoy de acuerdo, no me ha parecido para tanto. Ya es hora de que este tipo de cosas se hablen de forma habitual. El follar es algo común, a todos (o a casi todos, o a unos pocos afortunados, quién sabe…), se haga con amor o no, y parte del follar es ese “porcularse” del que hablaba esta pareja esta misma mañana. Sé que para muchos no es así, pero para otros, muchos también, sí que lo es. Es más, para algunos es prácticamente lo único y/o lo mejor, no sé por qué hemos de seguir escondiendo este tipo de asuntos. Ya ni de sexo hablamos, el sexo es tabú, salvo cuando queremos mofarnos. La risa es aceptada, pero no la parte seria del asunto, ni yo mismo sé hablar de ello sin utilizar ciertos eufemismos, y  eso me preocupa, más hoy, después de tamaña demostración de libertad dialéctica y humana. Si alguien quiere darse por el culo, que se dé, por Dios, y si quiere hablar de ello en público, pues que lo hable, para eso somos humanos, para lanzarnos el ADN unos a otros, sea por una cuestión reproductiva o por mera diversión.

La mencionada conversación giraba en torno al problema de encontrar huecos —en el tiempo no en el cuerpo humano, esos están más o menos claros— para practicar uno de sus movimientos preferidos; lo de darse por el culo, me refiero. Sin duda, algo más aparatoso a veces que el sexo más convencional; con los niños en casa, tan pequeños, rara vez encontraban momento para follar con toda la calma que desearían, lo que provocaba que todo sucediera más en un aquí te pilo aquí te mato, que en momentos de follamos porque nos apetece o porque, simplemente, estamos aburridos. Ella, de la que no he podido averiguar el nombre, se quejaba, con mucha ironía, de que si él hubiera tenido un pene (ella utilizaba la palabra polla, a mí me da algo de reparo llamarla así, aquí y ahora, qué le voy a hacer) más pequeño, quizá les resultaría más fácil practicar el sexo anal —aquí sí se ha referido a ello como sexo anal—. Los dos se reían ante tal afirmación y él ha comentado que si hubiera tenido el pene (él, Juan, casi seguro que era Juan, ha utilizado también lo de polla, pero no sé, no me acostumbro) más pequeño, ella le habría dejado hacía años. Mientras se reían, yo he pensado intervenir por primera vez en la conversación y avisarles de que si buscaban un participante con un pene de un tamaño algo más dentro de la media, estaría dispuesto a echarles una mano. Claro que lo decía en broma, o casi, pero he decidido no entrometerme por miedo a que se molestaran, o peor, que tomaran mi afirmación en serio y me viera metido en un trío del que no estaba del todo seguro; si es que de algún trío puede estar uno seguro.

Ella ha hablado después de que en esos encuentros tan fugaces como voraces, el pene de su marido (polla que suponemos de considerable tamaño) llegaba a hacerle demasiado daño y con un tiempo tan corto como el que tenían, o necesidad demasiado imperiosa, no era plan de pararse a lubricar o dilatar lo que ella con un ligero tono cantarín llamaba “el chiquitito”. Él no se quejaba, ni reprochaba, asentía con gesto pensativo pero no decía nada. Ella seguía hablando, diciendo que tendrían que planear al menos un encuentro por semana para dedicarse al sexo en serio, que rápido y a mordiscos estaba bien, pero de vez en cuando también estaba bien un poco de pausa y una penetración (ella ha utilizado el término: “follada”) más profunda y estrecha. Él ha sonreído y ha soltado la mejor frase de toda la conversación, y una de las mejores que he oído últimamente y que me guardo para futuros usos: “Por el chiquitito que es más rico”. Los dos se han reído de forma cómplice, aunque a carcajadas, ya he dicho que no parecía importarles en absoluto lo que el resto pudiera escuchar y pensar al respecto. Al menos los que estábamos más cerca: la señora que me acompañaba, un chico trajeado, más o menos de mi edad, que estaba su lado, y las mujeres de mediana edad que estaban sentadas justo enfrente de ellos, estábamos siendo completos partícipes de su conversación, supuestamente privada.

“Por el chiquitito que es más rico”. Casi me arranco otra vez y les digo algo, pero no se me ocurría nada realmente adecuado, salvo quizá pedirle un autógrafo y los derechos inmediatos sobre la frase de marras. Después de reírse, y a pesar de que todo el tono de la conversación ha sido bastante relajado, él ha hablado con un cierto deje de disculpa, no sé si algo avergonzado por esa deficiencia genética positiva genital o porque algo más había oculto sobre sus prácticas anales que no nos habían contado. En estas últimas frases antes de bajarme yo, ha sido cuando, por tres veces, han mentado el porcularse, y cuando la señora de mi lado ha terminado por reventar y se ha bajado del autobús, al menos una parada antes de lo que le correspondía, a juzgar por cómo se ha levantado y sus gestos de desorientación una vez a salvo en la acera. Juan ha comenzado hablando de lo mucho que le gustaba porcularle a ella (“sabes que me encanta porcularte”), prometiendo que lo harían más y que se tomarían el tiempo que hiciera falta. Ella ha repetido el comentario a la inversa, exagerando su pasión por “el chiquitito”, afirmando que no le encantaba, le flipaba, le volvía loca que la porculase, pero que le volvía aún más loca que disfrutara mientras la porculaba (“me vuelve loca que me porcules, pero me vuelve aún más loca que te encante porcularme). Pues me encanta porcularte, ha dicho Juan, que ha terminado por asegurar su frase con un nuevo “me encanta porcularte” y un profundo beso en el cuello de su mujer.

Porcular, menudo palabro, lo he buscado en el diccionario al llegar y, como esperaba, no existe. Es una palabra mutante generada por los residuos léxicos, y supongo que sexuales, de nosotros los hablantes más sexuados, quizá con un tono despectivo en su origen, pero que estos amantes activos y animados utilizaban con una frescura digna de admiración; al menos de la mía. Creo que además les ha excitado el usar esta palabra, les ha excitado mucho usarla en público. Como también estoy seguro de que les ha excitado mantener su personalísima conversación en un autobús lleno de gente, sabiéndose observados, analizados y juzgados por el resto. Probablemente sea una clase especial de exhibicionismo, una forma diferida de mantener sexo siendo observados, sin tener que ser observados como tal. Estoy seguro, cada vez más, de que esa es su forma de animarse para el encuentro nocturno que ambos están deseando tener. No buscaban escandalizar, o sí, pero no escandalizar por el mero hecho de llamar la atención. No, hemos asistido a una forma muy peculiar y, en mi opinión, bastante efectiva de preliminares. Una lección de dinamismo sexual, de actividad de pareja dispuesta a todo con tal de seguir amándose; creo que amar es un término más amplio que querer, por eso lo utilizo aquí, porque amar tiene algo de comerse al otro, de engullirlo empezando por sus partes más rosados y púrpuras. Si yo he salido excitado de aquel autobús, deseando encontrar quien quisiera tener conmigo una conversación de ese tipo y, quién sabe, un posible encuentro unas horas después a la luz del recuerdo de las miradas y sonrisas del resto de viajeros, no quiero ni pensar lo que estos dos tortolitos de lo anal habrán sentido. Decían la verdad, seguro, es su forma de contarse las fantasías y expandirlas, de llevarlas a su máxima expresión poniéndolas a disposición de todo el que quisiera escuchar, que en este caso ha sido un ejercicio extremadamente parecido a mirar, puesto que no creo que nadie de ese autobús que les haya oído hablar, haya dejado de imaginarse a los dos teniendo una de esas calmadas, lubrificas y tórridas sesiones de sexo anal. Hasta la señora que bajaba avergonzada estará todavía pensando en ellos dándose bien por el culo, más avergonzada incluso que durante su periplo mañanero, viéndose sola y caliente ante la visión de ese pene entrando con fuerza en el cuerpo de esa mujer castaña y algo menuda, a través de su agujero más “chiquitito”.

Me he quedado con las ganas de averiguar si mi teoría es cierta. Me gustaría volver a verles y preguntarles si utilizan métodos de este tipo para mantener esa llama viva, para alejar la rutina lo más posible. Quizá ni siquiera sean conscientes de ello, quizá lo hagan por inercia, sin pensarlo mucho, algo natural, tan natural como el hecho darse por el culo. En ese caso, quizá no debería decirles nada, puede ser que al hacerles conscientes de sus prácticas amatorias públicas, comiencen a sentir la vergüenza que hasta ahora parecen desconocer. Pensándolo mejor, es demasiado alto el riesgo de fastidiarles a esta pareja tan simpática, tan libre y alegre, su vida sexual, como para dármelas de listillo y meterme donde no me llaman. No creo que diga nada si les vuelvo a ver, es lo mejor, dejarles en paz con su sana exposición pública; el problema somos, como casi siempre, los demás, retardados y retrógrados, o simplemente reprimidos. Pero sigo queriendo volver a encontrármelos, aunque sea sólo para escucharles hablar de nuevo, a ver con que nuevas experiencias pueden deleitar a sus compañeros viajeros. No creo que haya mejor distracción para las mañanas de trabajo, repetitivas, infames, que una buena dosis de sexualidad exacerbada y algunas buenas ideas que poner en práctica. 

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