El chaval tiene en la piel un olivar
y los huesos vacíos de un colibrí,
se sabe mirado en su chándal blanco,
brillante, impoluto, de reflejar
como nive la luz sobada del metro.
Sombrero, negro, ladeado,
un anacronismo caído del cielo
en el que todo es inestable,
sobre todo él,
y mira, y remira a ver quien le mira,
y vuelve a mirarse, con disimulo,
tomando la cámara de su móvil
como espejo y confidente.
Delgado como un cable,
delatan sus ángulos el calor
de unos orígenes mezclados,
y en la inseguridad juvenil
clama por salir la intención
de sus arreglos cuidados,
la cita, el corazón, el amor,
la otra que le espera
más allá de donde acaban
las sombras que se comen los trenes.
Quiere mirar furioso,
pero solo es pequeño, joven,
y le miro, como si quisiera no verle,
pero le veo, y aparta el mundo
para enterrarlo en su agujero cuadrado,
quizá por esquivar,
puede que para empezar a amar.
En el tren pocos miran,
la mayoría mira hacia abajo,
nadie levanta ya la cabeza,
nadie investiga, nadie duda,
nadie juzga, nadie cruza
las pasiones a flor de túnel,
solo hay ojos para lo que
sus dedos no alcanzan a tocar,
pero sueñan.
Ella es morena, larga, ligera,
elegante, cuidada la melena,
la piel oscura de sol de playas,
mirada alegre, boca de niña,
gesto de mujer con rabia,
elegante, cara, inteligente
en las comisuras de su cuerpo,
mira como quien sabe
que es mirada, que sabe
que quien mira sabe
que ella sabe que ese alguien
siempre acaba por mirarla.
Yo la miro, y me desafía,
me devuelve la vista,
colgado del bolso
de universitaria segura,
bajo su melena perfecta,
su lunar perfecto,
sus dientes blancos y perfectos;
destaca, lo sabe, por eso la miran,
por eso la miro,
en mitad del tren
ella esboza su media sonrisa
satisfecha de su destacar,
de atraer todas las luces
que dejan en sombra
al resto que no sabe ya
donde mirar, una vez que dejó
de mirar lo que no puede tener
y fluye del corazón a sus manos.
Y todos vuelven a hacer que no miran,
y entonces entra él,
negro como África,
a pesar del hambre de sus ojos,
vestido como si no fueran con él
ni la dureza ni el hambre,
como si hubiera llegado ayer
y ahora fuera a comer
a casa de su madre,
solo sus zapatillas, rotas,
limpias pero rotas,
como si hablaran,
como si ellas también sonrieran,
delatan que no vive ya
donde debió nacer, comer y crecer;
eso y su piel,
que no encaja con nadie,
por eso pide,
porque nadie le da,
porque nadie le mira,
porque además de negro
es sombra de lo que todos
y todas no quieren saber,
sombra y reflejo del hambre,
la injusticia y la guerra,
pero también la fuerza,
a pesar de la rabia,
la fuerza de seguir,
como un cuervo,
buscando donde comer,
graznando para que le oigamos todos.
Y ella sigue de pie,
y apenas ha sacado
la vergüenza azul de su funda,
y en sus manos brillan los anillos,
estrechos y varios,
dedos delgados,
uñas morenas,
ojos de otoño,
sonrisa de invierno
en el pasar de una primavera lunar.
Dos entran, y avisan,
cargan sus sonidos,
y avisan,
disculpas inmerecidas
las que reciben los que
solo saben teclear;
nadie repasa,
nadie atiende,
nadie contesta a lo que disculpan,
pero ellos cantan,
más que cantar, hablan,
o hablan como cantan,
o cantan como hablan,
no son de aquí,
pero hablan igual,
son del sur,
pero todos les entienden,
y sorprenden, líricos,
porque atesoran poesía,
la que solo la distancia,
la que solo la necesidad
y el sentirse fuera de lugar,
excluidos, lejanos, dejados,
aunque no negros,
sombrean,
y expresan con rabia
la pena de saberse emigrados,
de tenerse pobres,
la alegría de poder hacer
con las palabras de todos
los versos de pocos:
cinco años sin ver a mis padres,
se me parte el corazón,
eso dice, pero mejor dicho,
mucho mejor casi cantado,
el otro responde,
y entre los dos se turnan
para contar,
para narrar,
para inventar,
para describir lo que a su alrededor
ocurre, a pesar del silencio;
y piden, lo que salga,
y vuelven a caminar,
con sus bártulos sonoros,
con sus cuatro sonidos,
el corazón de la necesidad
y la poesía mágica
de los que un día volvieron del sur.
Soy yo el que se baja,
y nadie me mira,
repaso con los ojos
todas las frentes,
todos los pelos,
todas la cervices agachadas,
sometidos al señor,
orantes pasivos ensimismados,
pasivos penitentes vaciados,
nadie mira, porque nadie sabe,
porque nadie vive,
porque nadie quiere ya
enfrentarse al silencio,
verse a solas con su mundo,
con sus abismos,
con la soledad de encontrase
a solas,
volviendo,
mirándose a uno mismo,
reflejado en el espejo.