Tengo que aguantarte,
inculto, ignorante, ingrato…
Tengo que estar pendiente
de tus caprichos,
ser confidente de tu
falta de astucia
y de tus tonterías.
Por si no fuera suficiente
pasarme la vida
pegado a un personaje
truculento y masoquista,
que disfruta trabajando a deshora,
entregando fines de semana
y diluyendo su vida
en frustradas ambiciones,
he de sonreírte,
alegrarme, ¡oh benefactor!,
aceptar tus palabras
como fe y dogma,
hacerte creer que te venero,
dar de comer a tu ego,
podrido, venéreo, infecto…
Te gritaría hasta hartarme,
hasta que se rasgarán
las cuerdas en mi garganta,
hasta que el pecho se me partiera;
te gritaría a la cara y sin descanso,
te comería a palabras,
te sacaría la vulgaridad
a golpes de razón
y humanidad.
Hay que aguantar,
nos han dicho.
¿Quién? Nadie.
Es lo que hay, la vida,
eso te cuentan.
¿Quiénes?
Aquellos que son nadie.
Pero tú aguantas,
tú aceptas de la vida
sus pomposas actitudes,
su podrido intelecto
fruto de la absoluta inanición
sufrida a través de los años.
Tu razón está famélica,
tus maneras purulentas
no son más que el reflejo
de todo lo que has perdido,
de todo lo que sacrificaste,
de todo lo que, a tiempo,
a salvar no alcanzaste.
Púdrete sola, no me lleves contigo
al lodo, que yo no quiero seguirte,
que no querría,
aunque al hambre sucumbiera,
parecerme a ti,
acercarme a lo que destilas;
ni rozar tus miradas quisiera.
Húndete sola,
capitana de naves muertas,
líbrame a mí de tus
falsas ballenas blancas.