Guía práctica de actuación contra los bulos
Abrumados. Abotargados. Enfangados. Sumidos en un mundo de duda mediática, dominado por la avalancha de bulos, medias verdades y mentiras flagrantes que circulan por las redes, cada vez es más difícil distinguir lo que es cierto de lo que no lo es; lo que es una información contrastada y factual, de lo que nos es más que una opinión personal de alguien que no es más experto que nosotros en nada más que en dar su opinión y hacerla pública, con poca o ninguna responsabilidad social.
Como llevo años dedicado al mundo del marketing digital y a eso que los gurús y charlatanes activos de Linkedin llaman transformación digital, alimentando con mi tiempo, mis canas y mis silencios esta maquinaria que amenaza con devorarnos, voy a intentar redimirme un poco y dar algunas claves sobre cómo podemos colaborar en la no distribución, difusión o amplificación de bulos en canales digitales. Esto no es, por tanto, una guía para distinguir lo que es un bulo de lo que no lo es. Hay parte de eso, pero no es el objetivo principal; eso es algo que tiene que aprender a hacer cada uno, si quiere claro, si quiere no vivir en una burbuja manipulada de falsedad constante. Esto es más una guía práctica para la no amplificación involuntaria (porque contra la voluntaria poco se puede hacer, salvo la colleja ubicua y virtual) de bulos y demás mentiras que se filtran por los intersticios de nuestra inocencia digital. A ello.
El ciclo comienza cuando recibimos un video, imagen, gif, enlace, texto o cualquier formato digital transmisible con fines informativos. No consideramos, por tanto, esos memes que tienen un mero fin humorístico para nuestra guía. No tendría sentido. El bulo solo es bulo cuando pretende pasar por cierto en un tema de relevancia, o de relevancia, al menos, para el esquema emisor-receptor. Qué hacer entonces cuando recibimos esta supuesta información exclusiva o indispensable, codificada en el formato que sea.
No voy a comentar lo más lógico, que sería pararse a pensar en lo inaudito de algunas aseveraciones o en lo increíble que resultan algunas cosas que se comparten. Tener algo de sentido común, esto parece hoy pedirle demasiado al personal. Por eso, porque parecemos haber perdido hace bastante nuestro preciado y comunal sentido, sea esta guía intensa e intensiva sobre lo que uno puede hacer para defenderse de los bulos digitales o, al menos, evitar extenderlos impunemente.
1. Comprobar en Google (o en cualquier otro buscador) si es un bulo o no.
Lógico. Alguno dirá que vaya una mierda de consejo. Parece algo obvio. O eso creía yo, pero no, parece que resulta dificilísimo. Algo tan nimio, pero tan esencial, y qué pocos lo hacemos, sobre todo cuando la información solivianta y confirma a partes iguales nuestras creencias ideológicas, si es que las tenemos, alimentando nuestra disonancia cognitiva, ese voraz mecanismo, explotado hoy por las grandes redes.
Pero tampoco hablo de un asunto puntual, hablo de implantar el reflejo de comprobar sistemática y directamente si eso que nos ha llegado es cierto no, haciendo una sencilla búsqueda en Google. Si se trata de un bulo, lo más probable es que encontremos rápido varias páginas donde se desmienta, salvo que sea algo muy reciente y todavía no haya llegado a la mayoría. En tal caso, podemos añadir un nivel más de profundidad a nuestra búsqueda y tratar de encontrar algún rastro de esa noticia, comentario o aseveración que nos ha llegado en distintos canales, como medios de comunicación, entidades o plataformas informativas —o científicas, en la situación actual— de rigor conocido y comprobar si se hacen eco del asunto que nos ocupa. Si no aparece, ni en los de un lado ni en los del otro, algo falla, y deberíamos, como poco, dudar.
Este nuevo nivel exige un esfuerzo mayor por nuestra parte —mayor ahora, en el estallido de ensañamiento y cojonudismo español que nos asuela—, porque nos exige un espíritu crítico del que, desgraciadamente, en España carecemos de forma endémica. Si aún así no conseguimos nada, pero seguimos dudando, como último recurso, y presas de una locura absoluta, podemos incluso preguntar a amigos y familiares, antes de lanzarnos a esparcir más mierda sobre estos campos digitales purulentos.
Pero pudiera darse el caso, en contadas ocasiones, que este sistema nos dejara insatisfechos. Que aún tuviéramos la imperiosa necesidad de darle al botoncito y compartir ese jugoso material que nos ha llegado y que tanto nos ensancha el orgullo y la rabia. Momento pues de pasar a las fases más analíticas de nuestro proceso de curado. Fases, por cierto, que difieren muy poco de las que se enseñan en empresas y organizaciones de todo tipo para poder detectar potenciales casos de phising vía email y demás canales afines.
2. La Calidad de lo transmitido
Calidad en todos los sentidos. Si es un texto escrito, fijémonos en su redacción y ortografía, en las frases que usa, su tono, en si es dogmático de más, en si asevera y no da datos, en si busca algo más que la mera inflamación de las voluntades; en resumen, comprobemos si dice justo lo que queremos oír y encima lo dice mal, con faltas, una redacción cochambrosa y un tono con sabor a bilis. Si es así, dudemos.
Si se tratase de una imagen, además de la parte textual que pueda incorporar, detengámonos un momento a evaluar su diseño. Evaluar posibles y muy evidentes retoques fotográficos, grandes letras rimbombantes en colores chillones, montajes en modo collage sin ningún tipo de orden ni concierto. La calidad importa, y mucho. Colores chillones, mezclas patrióticas por doquier, formatos propios de otras épocas o otra latitudes algo más stalinistas. Todo cuenta. Y la razón es muy fácil, el que quiere engañar, rara vez lo hace a conciencia, porque estos bulos no se trabajan con mimo, como puede ser el caso de un reportaje periodístico o una infografía con fundamento, estos bulos son fruto de una voluntad difamatoria e irresponsable, casi siempre originados en individuos con poca capacidad, mental, visual y, sobre todo, vital y comunitaria.
Si estamos hablando de un video, tres cuartos de lo mismo: calidad de la edición, de los mensajes que se pasan, de los colores e imágenes que se utilicen, las voces, artificiales o no, la propiedad con la que hablan, los datos que ofrecen, etc. Las voces digitales, artificiales, por ejemplo, solo dicen una cosa: ¡no tengo huevos a salir con mi voz a decir semejante chorrada/barbaridad/mierda! Al contrario de lo que se suele pensar, la calidad importa, y mucho. No porque haya que ponerlo todo bonito porque sí, sino porque, como decía hace unas líneas, el tiempo que uno emplea en un bulo no es el mismo que en un material de calidad, y eso se nota. También hay que contar con que los bulos salen de entidades o individuos con menos recursos y profesionalidad, lo que suele resultar en productos de una calidad ínfima demasiado evidente; si no lo ves así, practica, porque te estás quedando ciego y vas a acabar pagándole la dote a una princesa nigeriana o comprándote un lujosísimo yate a compartir con otros doscientos millones de personas.
Es decir, que esos memes que parecen que los haya hecho un Tiranosaurio Rex ciego, con fotos mal pegadas, rostros pixelados, letras de todos los colores, muchas banderas de todos los tipos y mensajes lapidarios dogmáticos y, casi siempre, escritos con el gusto y la ortografía de un cavernícola, no los compartas. ¡NO LOS COMPARTAS! Por sistema, no los compartas. O date un tiempo antes de hacerlo, el tiempo suficiente para buscar en internet si lo que vas a transmitir es cierto, para informarte, preguntar, contrastar. Pero no los compartas. Y lo mismo para esos videos supuestamente serios en los que se habla sin datos, con una retórica de jardín de infancia, y una ausencia total de rigor de ningún tipo; rigor es igual a ofrecer fuentes, bilbiografías, y datos, datos, datos, ¡el dato factual! El maldito hecho, que tanto sufre hoy. No los compartas. Hazle un favor a la sociedad, que somos todos, incluido tú, y no generes más ruido, diferencia y crispación.
Como en el caso del phising, no te fíes tampoco de mensajes demasiado atractivos. Mensajes que te hablan a ti, justo a ti y que te cuentan lo que tú ya sospechabas. Desconfía cuando estés de acuerdo automáticamente con uno de estos materiales, porque trabajan para alimentar tu vanidad y tu lado más salvaje, el ideológico. No cedas ante el lenguaje divisorio, prebélico o inflamatorio, que solo trata de apelar al mismo miedo y preocupación que todos estamos pasando estos meses aciagos. No te creas todo lo que te dicen, solo porque te den la razón o confirmen tus teorías. No hay nada mejor en este mundo, más rico, más educativo y estimulante, que no tener la razón. Aunque duela, aunque nos irrite, ¿cómo íbamos a aprender si no, cómo íbamos a crecer, a evolucionar, a llevarnos bien con quién no piensa siempre como nosotros?
Hay un frase de David H. Cohen sobre lo de tener o no razón que me encanta, y es un buena forma de repensar lo que pensamos: «cuánto más viejo me hago, más discusiones pierdo, ¡y menos me importa perderlas!».
3. La fuente, el medio o los firmantes del material
Si el material que nos llega está firmado, con algún nombre, marca o logo, comprobemos quién o qué hay detrás de esa firma. Si la conocemos, si no. Si alguien sabe algo de ella. Si se dice algo en internet. Si nuestros amigos saben algo. Es decir, dejemos que nuestro sentido arácnido anti-bulos —ese del que hablábamos al principio— tome el control y nos lleve al punto uno de este escrito, y a nuestra necesidad, ahora vital, por contrastarlo todo. Si a pesar de todo esto no conocemos nada de ese autor o autores y no encontramos nada en redes , deberíamos sospechar de inicio. Reconozco que la cosas hoy se han puesto muy complicadas, las líneas entre lo falso y lo verdadero son tan finas que cualquiera puede llegar a equivocarse o perderse en ese mar de incertidumbre en que se han convertido los ecosistemas digitales, pero la duda, siempre la duda, y su consecuencia fundamental, el no participar acrecentando la bola de mierda si esa duda surge, nos evitarán formar parte de este baile endemoniado e inaudito en que se han convertido las redes digitales, y las sociales, especialmente.
Si el material no está firmado, pongamos un poco de calma en nuestro agotadísimo sistema nervioso y razonemos. ¿Dónde estamos viendo la noticia, foto, video o meme? No hablamos aquí de medios de comunicación reconocidos —aunque en estos tiempos, hasta la información que estos nos dan debiera ser puesta en tela de juicio—, hablamos de redes sociales, blogs, foros o, dios no lo quiera, sección de comentarios de Youtube, por nombrar una especialmente cruenta y patética. Si lo vemos en una red, analicemos quién comparte, viraliza o amplifica lo que estamos viendo. No compartamos sin más, no seamos tan lentos, tan cobardes y tan irresponsables. Démosle veinte segundos a la duda. ¿Quién lo comparte? ¿Es una organización, medio, asociación? ¿Lo conocemos? ¿Es de fiar? De nuevo, si no lo conocemos, tenemos dos opciones, rechazar el contenido, por no sernos del todo fiable —opción preferida por quien es ya un usuario avanzado detectando bulos—, o volver a Google y pasar algunos minutos contrastando su fiabilidad. Si es un individuo quién lo comparte, si no le conocemos, bien por ser amigo, bien por ser un personaje público, o casi, no deberíamos dudar: compartir esa información es un hecho infantil que solo contribuye al caos reinante, una irresponsabilidad, nada más. Y lo digo tajantemente, aunque la información resulte ser fiable después de todo. No se trata ya de eso, desafortunadamente, se trata de establecer unos mecanismos en nuestro existir sobrepasados de contenidos que nos eviten alimentar, con o sin maldad, esa máquina imparable que solo busca nuestra atención y nuestro tiempo de vida, a cualquier precio y bajo cualquier circunstancia.
Es muy fácil: si no conozco al que comparte, o lo conozco muy poco, no comparto. Tan simple como eso. Y si estás leyendo esto y crees que esto es exagerado, que dios te coja confesado, porque estás metido hasta las cachas en los algoritmos de las felices redes que todo te lo dan, que solo te cuentan lo que te interesa saber; y tú, ahí, negando con la cabeza mientras lees que deberías compartir un 1% del contenido que te llega. Alma de cántaro, cuán predecibles somos.
Y voy a más, aunque el personaje o entidad en cuestión te suene, o sea alguien popular en la red en la que te encuentras, no confíes sin más, ni siquiera cuando diga algo muy parecido a lo que tú piensas; en ese caso, ya sabes, desconfía aún más. La mejor vacuna para este otro virus, hongo parasitario más bien, deformidad congénita informativa en que vivimos, es la duda. La duda que vengo mencionando desde el inicio. La dudad constante. La duda y la crítica como principal defensa. Y en segundo lugar, la ambivalencia, que viene a decirnos que no son nuestras ideas las únicas, aunque a nosotros nos lo parezca, que ni siquiera son las mejores, porque, en un noventa y nueve por ciento de los casos, la solución o respuesta correcta vendrá de encontrar un punto medio entre dos visiones opuestas o encontradas a esa que creíamos absoluta.
4. No compartas nada.
No compartas nada que no sea tuyo, propio. Y si eres de los que se dedica a dar opiniones políticas, dalas con responsabilidad. ¿Que qué es darlas con responsabilidad? No digas nada que no sea cierto y que esté respaldado por datos o por un medio de rigurosidad contrastada. Si das un opinión, haz eso, dar un opinión, pero no intentes convencer a tu supuesta audiencia —normalmente no pasará de veinte personas, y eso ya sería un éxito para tu mierda de perfil social (lo siento, pero esto es así, como suena, tus perfiles en redes sociales son una mierda, una como pino de grande, acuérdate también de eso cuando creas que vas a cambiar el rumbo de esta crisis con tu soflama antisistémica, sea por el lado de las coletas, o por el lado de los barbacas, pero acuérdate, porque incluso tu perfil de mierda puede hacer mucho daño desde su agujero digital)—, aportando datos de tu cosecha o impresiones vagas que has sacado de algunos tuits que leías mientras hacías de vientre. Y sobre todo, no des por hecho que el mundo está en tu contra, que no tienes quince años y ya puedes acostarte a la hora que te dé le gana.
Y si todavía quieres seguir compartiendo y amplificando cosas, a pesar del rollo que te estoy contando, piensa un momento, ¿qué buscas con ello? ¿De verdad crees que tu opinión le importa a alguien en estos momentos? ¿Eres epidemiólogo o virólogo acostumbrado a tratar con estos virus, con pandemias semejantes? ¿Eres un matemático o económetra que se dedica a crear modelos y proyecciones de datos? ¿Eres periodista en algún medio de relevancia y tienes acceso a datos privilegiados? ¿Eres al menos un experto en Big Data? Entonces, ¿qué coño pretendes? ¿Decir la verdad, hacer justicia? ¿De verdad crees que eso te corresponde a ti, justo a ti, futbolista, torero, enfermera, consultor, auditora, abogado, fontanero, peluquero, parlamentario europeo, empresario, fisioterapeuta, médico o lo que coño seas? La respuesta es que no, no te lo pienses mucho. Lo único que estás consiguiendo es avivar aún más un fuego innecesario. ¿Por qué te crees más listo que los demás? También te lo digo yo, porque tus queridas redes sociales te han enjaulado en un palacio de contenidos de oro, en lo que todo habla de ti, para ti y por ti, y así es imposible no creerse el Fleming de nuestro tiempo. De esto hablaremos en otro momento, peor vete pensándotelo, ¿no será que es eso lo que quieren que creas, que importas, que eres un «influencer»?
Quiero pensar que, en teoría, todos queremos hacer el bien. Que pocos, muy pocos de nosotros, buscamos de verdad el mal con nuestras acciones digitales. ¿O no? ¿Estás de acuerdo conmigo? ¿Sí? Vale, pues la mejor forma de hacer el bien es no querer contribuir, no inflamar inútilmente, no difamar, no esparcir, no creerse el justiciero, no echar más leña a la hoguera, copón. ¿Qué vas a conseguir así? Más extremos, más enfrentamiento, más crispación, mucha más ignorancia. ¿Buscas eso? Si lo buscas, eres simple y llanamente un imbécil, y hasta aquí. Si no lo buscas, como será el caso de la mayoría, ¿por qué coño te pasas el día compartiendo cosas de las que no sabes? Eso lo primero. ¿Y por qué sigues compartiendo videos de procedencia dudosísima o amplificando tuits y comentarios de personas que no conoces y de las que has oído hablar dos veces en tu puta vida? Dime, ¿por qué? ¿No lo sabes? Balbuceas, pepero, sociata, voxero, podemita, feminazi, machirulo, tontaca, gilipipa. Ya te lo digo yo. Lo haces porque es una buena mala forma fácil de sacudirte tu propio miedo, tu inseguridad, tu indignación y tu inquina, cuando no grandes tajadas de una amargura no resuelta, pero comprensible y humana, como la de todos. Y es que somos humanos, no te culpo. O no te culpaba, hasta ahora. Pero si lees esto y sigues haciéndolo, que se te coma los genitales Mark Zuckerberg, entre los muchos que estoy seguro devora a diario para mantener ese aspecto de robot recién cromado que se gasta.
Si a pesar de leer esto, lo sigues haciendo, ten al menos presente que estás haciendo daño a la sociedad en la que vives, es decir, a ti. Y que, ideologías aparte, estarás del lado de los malos. Malos tan malos, como mala es la murga que estoy seguro le das a tus amigos todos los días en el grupo de Whatsapp, si sigues en tus trece.
Dioses, qué bien nos valdría callarnos un poco y leer un poco más. Como dice esa frase atribuida a Azaña: «en España, si solo hablásemos de lo que sabemos, se produciría un silencio tan generalizado y abrumador, que podría ser aprovechado para leer y estudiar».
Un último consejo, el más importante, y que estoy seguro no va a calarte nada, pero deja todos tus perfiles sociales. En serio, sal de todas las redes sociales si no vas a saber usarlos, si no quieres ser consciente de la realidad que estamos creando. O deja twitter, por lo menos, es un lugar horrible, el peor de todos, solo te está haciendo una persona peor y mucho más manejable.