Hoy, en pelotas, antes de irme a dormir, me he sentado sin mucho pensarlo, me he quedado embobado mirándome al espejo, sin mucho prepararlo, y me he dado cuenta de que cada vez me parezco más al abuelo de José Mari. José Mari, no el del Atlético y del Villarreal, ese que ahora parece un He-Man desinflado; tampoco José Mari, el del colegio, ese que guardaba las corridas como una costra de merengue en una vieja caja de tiritas y que nunca respondió al nombre de José Mari, ni siquiera en casa; José Mari, pero no el panadero que llevaba el pan a casa por las mañanas y que siempre llegaba medio (o completamente) bebido, que se olvidaba de cobrar y a veces traía un ojo morado por los golpetazos de una parienta más que harta de pasar penurias aunque se pasará la madrugada amasando pan para todo el barrio. El abuelo de José Mari, el José Mari que tenía un abuelo que se paseaba en bolas por la pensión de su hija y del que solo cuidaba su nieto, que estudió en jesuitas, como yo, pero que era satánico, y de Carabanchel. Me parezco a ese abuelo, cada vez más fofo, con ese cuerpo cada vez más en pródigo en dobleces y que se empeña en lamentar unos tiempos gloriosos que nadie sabe si existieron. No hubo gloria para quien siempre tuvo el cuerpo escombro de una espalda endeble y curvada, las piernas como alambre y una cabeza demasiado grande de orejas volantes, como jarcias. Me parezco a ese abuelo, así de ido, estólido en la cama, derrengado aunque pretendiera andarme enhiesto, como aparentando nobleza, siquiera cierta gracia. Como se apoyaba todo en la cintura, qué imagen de presión, de pertenencia, haciendo presa en el embalse jugosos de todo un cuerpo dejado y líquido. Soy como el abuelo de las sagradas escrituras —no me refiero a la Biblia, sino al Día de la Bestia, del santo padre y arzobispo de lo conciso y volátil, de lo bueno, Álex de la Iglesia; por si alguien dudaba de mi paranoia—, aunque me falta el pelo, y su temple y personalidad, y el gesto y el porte, y los tripis para comer, que ya es bastante realidad la que soportamos, semana tras semana, despertador tras despertar, despertar tras despertador. Rutina social, comidas de infarto, pasos mojados, mañanas grises como todas las legañas que no abrigan nada.
Me he sentado, sin quererlo, y me he visto marchitando en las sombras que forma imperfecto un cuerpo ajado desde hace un trienio, o algo más, que siempre me pareció que nací torcido, algo defectuoso. Hay una negatividad irresistible en esa imagen bulbosa que se refleja ajena antes de dormir, una negatividad preciosa que resulta tremendamente humana, que tiene algo de sexual, como todo lo que se muestra humano, desnudo, humanamente desnudo o desnudamente humano, no estoy seguro, pero tiene que ver con enseñarnos unos a otros los rincones más feos y umbríos de nuestra anatomía; incluso cuando se trata de uno mismo. No es un canto a la desidia, ni a la desesperanza de la vejez que empieza atisbarse, como regalo, como antesala cónica invertida, porque crece de arriba a abajo, de la muerte que es a veces deseable, hastae entretenida por lo indómito e inescrutable. ¿Qué le queda a la vida al fin si no es la muerte? ¿Y qué hay, quién llama, quién no ha vuelto? No es una tristeza, la negatividad es como la sombra, que a veces enfría, pero otras, reconforta, otras es amiga y nos esconde, las más nos envuelve y abriga. Me he visto soberbio en el tejido graso evidente, no quiero decir guapo, ni siquiera bello, pero sí elevado a una especie de necesaria conjunción del tiempo. El mismo tiempo que hemos pasado, todos, un tiempo que degrada, y en la degradación se hace necesario, y entretenido, porque, ¿qué es un tiempo que no degrada? Es como una vida que no termina de pasar, que pasa por aturdirse, pero no pasar de verdad, por vivirse como si no existiera otra. Es como querer sacarse una foto y vivir siempre en ella, siempre enjuto, firme, cuajado de sonrisas y jóvenes maneras. Es imposible, o no, que todos vivimos de las mismas ilusiones. Las mías van parejas, pero van retorcidas, porque crecen de miss zonas turbias, las que más me quiero y he amado, donde rumian aún pacientes las pasiones labradas en los pantanos donde no nos conocemos ni mirándonos directamente a los genitales.
Me he sentado y he preferido no reconocerme tampoco demasiado. Y aun gordo, fanegas, cuidadito, bien nutrido, como debe ser o no, que la salud lo diga, que uno todavía corre y salta y grita cuando recibe goles, me he recorrido con la lupa este palimpsesto, ya más bien gastado. Y he visto colores de todos los colores cuando me he cruzado con mis ojos, y eso que me ha costado encontrarlos entre tanta piel y tanta película imposible sobre el que dirán o el que seremos. Y no me he visto a mí solo, he visto todo, y he visto un poco del todo de todos, con variaciones futuras, fijezas del pasado que se entonan y revuelven cuando se las mira demasiado, como si vivieran en las tripas y en vez de píloro uno tuviera Escila, y en vez de hiato, Caribdis. Así me he ido a dormir, en este úroboros de negruras que convierte la desazón en trozos de piña, ácidos pero dulces, jugosos como de agua, y desata, fácil, dúctil, suave, mórbido, enfebrecido, las nociones raras de darse a la pérdida y al desencanto, como un poeta cualquiera, como un Panero, como una rota Alejandra que se cuece sola, aunque la envuelva sin alas la misma soledad, esa que se esconde casi siempre en los espejos, antes de dormir, cuando despejamos las mentiras.