Despierto una vez más

por Somnoliento

Sin Sentido I

Esa zona oscura era la que me absorbía, esa región límite, eternamente negra, que ni las lenguas más fuertes podían alcanzar. Intentaban trepar a ella, juntas, danzantes, pero no llegaban a rozar la masa negra. Era casi tangible, como si la noche se hubiera hecho sólida en las regiones más internas de la chimenea; oscuridad empeñada y sin sentido. Embriagado por la ausencia de vida, tentado estuve de meter la mano, agarrar con fuerza un trozo de ese montón de tinieblas y arrojarlo al fuego. No era la primera vez que encendía un fuego, ni la primera que dormía en un refugio sucio y descuidado en medio de la montaña. Es más, había vivido situaciones peores; salidas mal planificadas en inviernos crudos, que acababan en un mal refugio y peores hogueras. Pero aquella noche, en una primavera sin lluvias, no eran el habitual baile de fuego el que atraía mi atención, era precisamente su ausencia, esa dificultad para alcanzar su cometido, lo que hipnotizaba el momento.

Llevaba un rato fijo, clavando la mirada en el hueco del tiro, cuando me sacaron de golpe de mi ensimismamiento. Éramos cinco en el refugio y no hacía más de quince minutos que habíamos llegado, lo justo para dejar las mochilas y encender un buen fuego, — a pesar de la época, el frío era aún cortante –. Nos dividimos la cena y la limpieza del lugar; el fuego tiraba suficiente y la comida no sería un problema. Otra cosa era el estado de la pequeña casa de planta cuadrada, que hacía las veces de refugio. En estas sierras de cotas relativamente bajas y pueblos cercanos, este tipo de sitios se remozaban como mucho cada dos años y a éste, debía tocarle ya en poco tiempo. Aparte del estado de techos y ventanas, el interior era otro gran desastre. Zona muy habitual de gentes de domingo y barbacoa, ese tipo de personas que suben un fin de semana al año, arrasan con todo, aprovechan para llenar de mierda todo el monte y vuelven a bajarse, con el mismo poco respeto por la naturaleza y el prójimo con el que subieron.

Después de atrancar puertas y ventanas con dos trozos grandes de leña, adecentamos el suelo lo mejor que pudimos, retirando los restos de latas y carnes en putrefacción del último fin de semana. Una vez estiradas las esterillas, nos relajamos y comenzamos a sacar la comida. Me toco a mi ir poniendo al fuego las provisiones que habíamos traído, poca cosa para pocos días; no subíamos al monte a comer, lo suficiente para recuperar las fuerzas y continuar al día siguiente, con una carga ligera. Mientras preparaba la primera tanda, me quedé yo sólo delante del fuego, en frente del trozo de espacio vacío que antes me había robado esos 5 minutos. Me atrajo, ahora solo y sin distracciones, aún más que antes. Durante el rato que estuvimos limpiando el refugio, había estado tentado a mirarlo, nervioso, como si pudiera sentirlo detrás de mi, un poco aturdido por esa extraña, aunque corta atracción… Evité mirarlo de nuevo, suficiente tenía con el frío y la inquietud natural del bosque rodeándonos, como para buscarme más razones para un mal sueño. A pesar de ser varios, la noche siempre se me ha hecho difícil, más aún, cuando tienes una mente retorcida e inquieta como la mía.

Pasé toda la cena intentando no mirar, cada vez con más fuerza, porque la atracción crecía con mi resistencia. Aunque la charla fuera animada y la guitarra ahuyentara la lobreguez del ambiente, no alcanzaba una tranquilidad total. Me había sentado opuesto a la lumbre, pero no era suficiente, aún no pensando en ello, volvía a notar esa extraña sensación. Al final, harto de imaginarme esa zona oscura, me giré para observarla de nuevo, sin miedo, enfrentando el nervio que empezaba a atenazarme. En pocos segundos, volví a quedar paralizado, atado con la mirada fija en un punto que no parecía existir; atenazado por la visión de una no realidad, cuasi material. Esta vez la situación fue a peor, la sensación de estar atrapado se unía ahora a una impresión visual de crecimiento, como si la manchara pudiera avanzar, engullendo la lumbre. Aparté la vista, no sin cierto esfuerzo y volvía a meterme en la conversación. Alguno ya empezaba a caer dormido y la charla giraba en torno a los temas habituales. Carlos se empeñaba en convencernos de que la vuelta con su antigua novia era lo correcto, demostrándonos una vez más, que ni él mismo lo creía. Ese empeño en el tema no convencía a nadie, sólo Juan, paciente y divertido, le seguía el juego e intentaba, sin ningún éxito, hacerle recular. Yo hacía ya tiempo que había perdido las ganas de meterme en el tema, bastante había tenido ya cuando lo dejaron hace más de un año, no quería volver a saber nada de alguien, a quién consideraba una mala persona en toda regla. A media que me separaba de la conversación, volvía a sentir con más fuerza una punzada de curiosidad en la nuca. No estaba seguro de lo que había visto, sabía que no era nada, pero mi imaginación empezaba ya a maquinar y un atisbo de miedo hacía sudar a mis manos más de lo normal. No tenía más remedio que enfrentarlo, no era algo que estos pudieran entender, ni siquiera me creía capaz de explicarlo., no quería perder el tiempo. Me acabe girando, sin más remedio, enfrentando el pedazo de noche que tanto me había turbado desde que me incliné sobre la boca de la chimenea.

Allí estaba de nuevo, como un espejo sin imagen, que atrapaba la mirada y la atención por completo. Esta vez, esa sensación de ensanchamiento era más palpable, algo se movió en las zonas más profundas de mi cabeza y el miedo, ese miedo que sólo uno mismo puede crearse, asomó con toda virulencia. Algo me había provocado una respuesta incontrolable y mi corazón empezó a latir, con mucha más fuerza y rapidez de lo que era habitual. Pensé en apartar la vista, en levantarme y andar por la sala, quitarme esa repentina tensión, pero no pude. Mi mente planteaba el movimiento, pero mi cuerpo, es más, mi ser, yo mismo, anulaba esa orden y me mantenía quieto, con la fija la mirada en ese pozo vertical, en esa absoluta ausencia de luz. Ni siquiera el saltar del fuego me hacía apartar los ojos, las tinieblas se agitaban a su son, pareciendo imitar a las llamas en su baile. No era mi imaginación, era real, suponía fruto del viento, de la suciedad de una chimenea que, posiblemente, no se hubiera limpiado en años.

Más allá de la visión, un frío enfermizo comenzó a trepar por mi cuerpo, como un líquido helado que calaba mis huesos y congelaba la sangre. Ya no valía ninguna explicación, ni siquiera la buscaba, el pasmo era real, tan real, que no había más imagen que la de la sólida, inexpresable negrura que parecía avanzar tragándose el aire. Era consciente de las personas a mi lado, de sus voces, de sus risas, lejanas, como a través de una mampara, pero no me era posible volver la cabeza o emitir ningún sonido. Los latidos de mi corazón se aceleraban, cada vez más, al son del inexplicable pánico, como si esperarán que algo pasase, como si supieran algo que yo no alcanzaba a comprender. Mis genes sabían más que yo, mantenían en su memoria atávica, un conocimiento pasado y remoto de las cosas que se mueven en la oscuridad. Y esa era precisamente la razón, no esa masa reptante, sino lo que podía contener, el motivo de su anormal movimiento, lo que me erizaba cada nervio y cegaba mi razón. Como una racha de viento, un penetrante quejido penetró en el pequeño y tétrico cuarto a través de la maldita chimenea. Un grito espantoso, que rebotaba en los oídos e iba poco a poco transformándose en un zumbido, cada vez más inaguantable, elevando su tono y su intensidad.

Mientras el sonido taladraba el ambiente, esas tinieblas vivas parecían haber saltado de la chimenea, penetrando hacia nosotros, velando el fuego sin tocarlo. Conseguí retirarme hacia atrás, tirando fuerte de mi cuerpo, pero mi intención no llegó más allá de una leve inclinación; mis piernas seguían dobladas como hacía segundos y mis brazos caían laxos a los lados de mi cuerpo, a pesar del esfuerzo mental. El pánico me dominó por completo, no podía moverme, busqué a mis compañeros con la mirada, pero la cabeza no me respondía, nada en mi cuerpo parecía responder. Ya no era algo fruto de los nervios o el ensimismamiento, la parálisis era real y esa marea oscura también. Cada vez estaba más cerca y a medida que se acercaba a nosotros, podía sentirla más viva, aún más nerviosa.

Se había movido desde el principio, paso a paso, de manera casi imperceptible, confundiendo a los sentidos y a la imaginación, pero ahora la teníamos encima. Las primeras hebras estaban rozando mis pies, podía sentirlas, un tacto helador y ansioso trepando por mis piernas, agarrotando mis nervios a su paso. Todo era confuso, el horror estaba colapsándome y a medida que me hundía en las tinieblas, la respiración se hacía más pesada. Tuve una repentina visión de los baños en el río cuando era pequeño y el agua fría te cortaba la respiración y salías corriendo, buscando el calor de la toalla más cercana… Una sensación de paz y de melancolía me inundó segundos antes de perder la consciencia. Siempre oí, que antes de la muerte verías pasar tu vida en un segundo, yo no la había visto.

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