Cartas para Lima XII: poco que contar

por M.Bardulia
Cartas para Lima XII: poco que contar

Querida Lima:

¿Cómo estás? ¿Cómo estarás? Eso me pregunto cada noche, antes de abandonarme a mis sueños superficiales y espesos. Por la mañana, cuando emerjo temprano y enfangado en esas malas noches, también me acuerdo, e intento que el sueño me lleve una vez más, para ver si así puedo imaginarte de una vez, otra vez, con la claridad de antes. Si la memoria fuera eterna, perfecta, clara siempre, no podríamos vivir, y a pesar de tener esta certeza, me encantaría poder seguir viéndote como te veía hace no demasiado. Así de fuerte, así de definida, poder evocar tu olor, el aire que tu pelo levantaba en cada giro de su peso al viento. Lo intento, pero no puedo, me conformo con sentir, concentrarme en recoger las lascas de ese sentimiento que, aunque mitigado, nunca me abandona.

¿Cómo estarás? Tu vida irá bien, eso lo sé, no puede ser de otra forma. Hoy, serás la estrella más brillante de esas tierras exóticas al borde del desierto, en sus noches, pero también en sus días claros. ¿Cómo es el calor al pie de esas arenas ardientes? Sofocante, seguro, pero no creo que nada sofoque tu alma entusiasta, tu felicidad contagiosa, no creo que ese solo abrasador haga otra cosa más que iluminar aún los destellos eléctricos de tu mirada. Estoy convencido: estarás bien. Quizá hasta hayas tenido más de una propuesta de matrimonio. Puede que hasta estés casada o a punto de hacerlo. Nada me alegraría más, si es que con ello eres feliz, más feliz, verdaderamente feliz. No pretendo que sigas pensando en mí, me conformo con poder recordarte.

Yo sigo aquí, con poco que contar, mi vida es apacible, pero también aburrida, tiene sus emociones, casi siempre proporcionada por el inmenso y apasionante reto que son los niños. Mis hijos crecen sanos y eso no es poco. Sanos e inteligentes, vivos, son unos niños muy risueños y agradezco cada minuto que puedo pasar con ellos. Ella dice que no debería estar tanto con ellos, que un padre no debería ser tan cariñoso, pero a mí me da igual, los quiero con locura, y es gracias a ellos que mi vida siga planteándome algo de sentido. Con ella la vida no tiene mayor aliciente que el de criar a unos hijos juntos, que no siendo cosa baladí, no da para mucho más que para conformarse en una relación cuasi mercantil, en la que el intercambio de mi trabajo y dinero por su tiempo y dedicación a la casa y los niños es la transacción habitual. ¿Amor? Amor no hay, quizá aún conservemos algo de cariño, pero es algo que siempre gira en torno a nuestros hijos; sin ellos, no habría nada, ni la más mínima hebra de futuro entre nosotros.

Me siento solo, a veces, pero no triste. Tampoco alegre. Me siento, sin más, me siento a veces no ser, como si estuviera metido dentro del cuerpo de otro, viendo mi vida pasar, pero entonces llegan mis hijos y la vida se abre a todas las sensaciones que antes permanecían ocultas al súcubo en que a veces me convierto. Soy afortunado de que aún sean niños, sin ellos… Sin ellos no sé lo que haría. No quiero mi tiempo para nada más. El trabajo no es una motivación suficiente para nada, salvo para la cuestión monetaria. Supongo que agradezco la paz de no pasar estrecheces, pero tampoco es consuelo suficiente. ¿Amor? Amor es el de mis hijos y el que yo siento por ellos, pero no hay nada más.

Quizá la vida sea esto. La vida que antes era amor, ahora es otro, otro amor, otra forma de querer y de vivir, pero he de reconocer que, aunque acepte esta visión y la vea como fruto de la maduración natural del hombre, a veces se me hace demasiado larga esta vida horizontal, tan plana, embarrancada en la ausencia de un querer diferente, de un querer que inflame y que anime, que pueda volverme a cegarme.

Claro que te echo de menos, pero ¿de qué sirve decirlo? Lo sabrías de sobra. Yo lo sé. No me lo digo. Prefiero callar. Pero lo hago, y sufro, sí, pero este sufrimiento no es ni la sombra de lo pasado en tus ausencias recientes. Y en mi memoria, aunque esponjosa ya, graneada de ese hálito imperfecto que le otorga el tiempo, soy feliz. Puedo verte, aunque sea traslúcida. Puede tocarte, aunque me parezcan otras manos, no las mías, casi mías, las que te tocan. Puedo oírte sonreír, y ese es el mayor de los consuelos, la verdad de tu risa que, entre todos los recuerdos que se desvanecen, queda por encima, fluyendo, siempre presente, resonando como en una estela de luz.

Me siento solo, pero eso no tiene que ver contigo. Contigo, si algo me siento, es siempre acompañado, siempre feliz. Es la mayor virtud del cerebro humano, esa capacidad para transportarnos a través del tiempo y dejarnos vivir, una y otra vez, todo lo bueno, todos los amores, todos los besos, todas las viejas sensaciones. Me siento solo, pero a tu lado, aunque no lo creas, aunque ya no lo pensarás, me siento brillar de nuevo.

Querida Lima, ¿cómo estarás? Espero que sonrías, que en este preciso momento puedas estar riendo a carcajadas. Espero que seas amada, con alegría, con libertad, con toda la fiereza de un amor verdadero, y que tú ames, ames tanto como te amen. Querida Lima, estarás bien, lo sé, porque tú solo naciste para la alegría, hasta en la mitad de la peor de las tristezas. Es la suerte del mundo, que tú sigas en él.

Porque nunca olvido, y en la memoria imperfecta, me empeño en revivirte, aunque tenga poco que contar.

Te querré siempre,

Eric

Sigue leyendo

Deja un comentario