Querida Lima:
No hace tanto que te has ido, pero todavía me duran tus besos; pronto se agotarán, y lo peor será no tener forma ni manera de reponerlos; aprender a vivir con esa falta, con ese temblor constante, tu imposible ausencia, el último rastro de tu contacto, perdido, desvanecido, entregado al vaivén de un éter inmisericorde. ¿Qué es vivir sino amar? Sí, se puede amar a distancia. A distancia te amaré, amaremos, quiero pensar… Pero qué es amar sin verse sudar. Qué es amor sin el sabor de una piel. Cómo quererse sin la suave textura de tus párpados cerrados. ¿Cómo? Lo inventaremos.
Tendrán que ser las cartas. Ojalá existieran los caballos alados, ojalá los trenes volarán, ojalá los barcos no fueran sobre el agua, sino bajo ella, y pudieran cubrir los miles de kilómetros que hoy nos separan en unas pocas horas, quizá no más de una semana. Puede que la magia todavía pudiera unirnos en minutos; seguiré buscando; dicen que no quedan magos ni magas, ni brujos ni brujas, pero seguiré buscando; alguno ha de quedar. Y si no, recurriré a los genios, con su poco fiar, con sus ladinas maneras , y qué es amar sino arriesgarse. Jugar con el destino, arrastrarse por debajo de las arenas del desierto. ¿De dónde sino hemos de sorber la suerte?
Suerte la mía, de haberte tenido. Suerte el haberme dejado, permitido conocerte. Suerte el que un día tus ojos se fijaran en mí. No necesito más suerte, lo que ahora necesito es saber volar. Pero volar es imposible, salvo por las aves, que se ríen de nosotros, pobres bípedos impedidos. Al menos la cartas vuelan, o eso espero, que estas letras vuelen y nadie pueda atraparlas, detenerlas, beberse los besos que iré, que voy dejándote, aquí mismo, en cada una de las palabras que se han convertido en mi consuelo, en una extensión de mis manos, que te llaman, de mis ojos que te gritan, de mis labios que no paran de besarte.
No olvidar. No olvidarse. Yo no olvidaré. Tú puedes hacer lo que quieras, porque yo no quiero querer que tú quieras nada, solo quiero quererte, y ser feliz, porque solo queriéndote lo soy. Si tú no quieres quererme, no lo hagas, pero permíteme que yo continúe haciéndolo, aunque solo sea en estas espístolas que intentaré no te abrumen, que trataré de que, si no logran divertirte, al menos levanten un ápice el color de tu corazón. Tu corazón, al que no aspiro. Tus manos, a las que quizá ya nunca alcance. Tus ojos que me mirarán siempre, en cada rincón, desde aquellas cornisas que hollábamos a solas, bajo un clemente frío otoñal. No. Yo no aspiro a nada más que amarte, en la distancia lejana, bajo la imposibilidad de un mundo demasiado grande, de una vida no siempre justa, casi nunca exacta.
Queridísima Lima, te echo de menos. Sobra decirlo, lo sé, pero quiero decirlo una vez más: te echo de menos. No son ni diez días desde tu partida; sé que te precederé en tu llegada, por eso lo hago. Quise hacerlo antes, pero no me atreví, resistí el impulso, la naturaleza de mi necesidad de ti, no quería adelantarme demasiado y que el nombre, tu nueva dirección, tu nueva vida, confundieran a un cartero demasiado temprano. Y aun sí, será como esperarte allí, en la puerta, dispuesto, abrirte las ventanas, dejar que entre el aire fresco de la tarde, una vez que el sol ha dejado de castigar el suelo con su navegar impenitente, echarme contigo en el diván a escuchar la vida que vuelve a surgir de las sombras en las que se ocultaba del día. Si no yo, estas letras.
Te echo de menos. Te quiero. Te quiero como solo se puede querer aquello que se siente lejano, perdido, entregado a las inclemencias del tiempo. Me alegro de que decidieras no tomar la ruta marítima, no sé si hubiera podido soportarlo. Ese mar, esos mares, sola, tú, en mitad de sus fauces. No, te prefiero viva más allá de la más alejada de las estrellas, si es que hubiera algo más allá de esas estrellas lejanas; ojalá lo hubiera, ojalá estuviéramos allí, tú y yo, sin más sol, olvidados de la luna, lejos de quiénes solo saben mirar hacia abajo. Te prefiero tú, aunque nunca más vuelva a verte. No te pierdo, solo te recordaré, porque recordar es lo que mejor sé hacer.
No diré que no me olvides, porque me será indiferente. Te diré que si llegas a llorar, no lo hagas por mí, porque yo sabría encontrar tus sonrisas desde cualquier punto del globo. Yo te quiero libre. Te quiero viva. Te quiero en todo tu esplendor y felicidad. No poseo nada de ti, solo tu recuerdo, y hasta en eso hemos de compartir, porque no todo es mío, porque sin ti, y tu recuerdo, mi memoria se quedaría, hoy, en nada. Por eso, dulce Lima, vive. Vive, porque es lo único que podemos hacer, humanos que somos. Vive y no mires atrás. Atrás te espero. Antes, después, te esperamos, calles, besos y fríos. Nada se moverá, todo te esperará si algún día decides que es tiempo de volver, si la vida, si la responsabilidad y tus aventuras se dignan a devolver tus pasos hacia aquí. Pero por el momento, vive. Vive como siempre has vivido. Yo no olvido. Viviré, pero no te olvidaré.
Y si me lo permites, seguiré con estas cartas, misivas de mi nostalgia, respeto y amor por ti. Y si no me lo permites, prometo seguir escribiéndolas, pero nunca enviarlas. Dame al menos ese gusto, si algún día decides que es tiempo de cambiar, que quizá sea tiempo de olvidar. Mi memoria es tan indiferente, siento decirte, de la tuya, que creo que podría vivir de ella toda la vida, si es así lo que los muchos dioses han dispuesto para mí, para nosotros. ¿Nosotros? Hubo un nosotros, en verdad lo hubo, y te agradezco con toda el alma que lo hicieras posible, beatífica Lima. Un nosotros a pesar del mundo. Del cielo, del infierno de la rutina, de la falta de palabras, de los pocos momentos que le dejamos al tacto. Ah, tu tacto. Ah, tu piel, erizada junto a la mía, temblorosa, tus labios que son la humedad de una noche de verano, y tus ojos el río que corre cercano, refrescando nocturno las sombras plateadas de la luna. Sin duda, por primera vez en mucho tiempo, y a pesar de tu ausencia, tengo la certeza de estar vivo, de estar verdaderamente vivo.
Si me lo permites, seguiré queriéndote, y seguiré diciéndotelo en cada carta: te quiero. Susurraré, si lo prefieres, por si alguien escucha. Lo escribiré con letras diminutas, o inventaré un lenguaje extraño, para que nadie más lo lea. Pero te lo diré cada vez que te escriba. Y si no me lo permites, seguiré escribiéndolo, perdóname, pero lo haré para mí, en todas partes, en cada papel, en cada escritorio, en cada cuaderno o libro, lo escribiré en todo tipo de letras y lenguas, lo escribiré hasta desgastarme. Si no me lo permites, no lo olvidaré, nunca olvidaré el quererte. Porque te quiero, dulcísima Lima, y querer es para siempre. Porque te amo, Lima de los ojos tristes, y amarte es ya tan parte de mí, como el agua de mis venas, como la sangre que inflama mi corazón cada vez que evoco un milímetro de ti, una atisbo de mirada, una brizna de tu olor, un resquicio del sabor de tus entrañas.
Perdóname. No sé cómo recibirás esta carta. No sé cuánto podrás leerla. No sé qué será de mí ahora. Qué será de nosotros. Solo sé que yo no olvido, ni olvidaré. Dicen que hay fuerzas en este mundo que nunca alcanzaremos a comprender, y yo estoy de acuerdo, pero cuando de ellas hablan, se olvidan precisamente de la más fuerte de ellas, de la que da lugar a todas las demás fuerzas, porque sin ella no podríamos llegar a entender nada de este vidrioso mundo, ni la más insignificante de sus manifestaciones. No hay mayor fuerza en este universo que nuestra imaginación, y qué es la imaginación, sino memoria; qué es la memoria, sino los cimientos de nuestros sueños; qué son los sueños, sino la última expresión, quizá la única verdadera, de nuestra realidad.
Allí habitaré, querida Lima. Allí te esperaré, entre la memoria y el sueño, imaginando que el mundo conspiró a nuestro favor, que el tiempo no se revolvió en nuestra contra y que los espacios que hoy nos separan no son más que unos minutos, unos segundos, ese precioso instante anterior a que nuestras manos vuelvan a tocarse, tus labios vuelvan a besar los míos, mi cuerpo vuelva a contraerse al contacto de tu belleza, de tu ligereza, de toda la fuerza de nuestro amor. Perdóname. He dicho nuestro, no lo he podido evitar. Al menos, lo fue. No le pido que sea, no te pido nada, pero yo recordaré.
Tu querido Eric, que no te olvida. que sabrá vivir sin ti, que solo te quiere ver vivir.
Y que mis besos te lleguen en la forma que tú decidas, y si no, dáselos al viento, el desierto sabrá bien que hacer con ellos.