Esta semana he tenido la suerte, o la desgracia, nunca lo tengo claro, en mi vida hay veces que la suerte, lo que debía ser fruto de la suerte, se convierte rápida y mecánicamente en una desgracia, y lo que era una desgracia, acaba revelándose como una suerte; una suerte en la que poder revolcarse y pasar los días agazapado. A él le encanta este juego, disfruta con la incertidumbre y lo entiendo, hasta lo comparto un poco, casi siempre salimos ganando los dos. Yo no disfruto con las suertes, las suertes vienen, casi siempre, desesperadamente, seguidas de una gran desgracia, a veces incluso enmascarada en otra suerte. Disfrutamos juntos, yo me angustio hasta con las mejores suertes y él disfruta con mis angustias y mis desgracias, le veo venir, relamerse cuando las encrucijadas se acercan, salta en sus ojos una chispa distinta, una luz de triunfo, la luz de los buenos momentos, del banquete final que se acabará dando en mis energías, en mis ansiedades. En mi desgracia. Mi suerte en esta ocasión ha sido poder volver a casa unos días, y sin él. Él se ha quedado, dice que para ver a unos parientes, ni idea de quiénes o qué pueden ser, sólo sé que me pidió que le acompañara hasta la estación de autobuses de Victoria, ni si quiera me dejó acompañarle hasta su autobús. No quiero que veas donde voy- dijo muy serio- no quiero que te pongas a atar cabos sin sentido. No entendí muy bien por qué dijo aquello, pero tampoco me importaba, yo tenía mi avión en un par de horas y ya iba algo justo de tiempo. Le dejé en la primera dársena y me fui sin más. No recuerdo haberme despedido de él, no recuerdo si quiera mi salida de la estación. Sólo recuerdo que llegue a casa, cogí la maleta y salí corriendo hacia el tren para el aeropuerto.
Todas las ciudades parecen igual de sucias, igual de desarrapadas desde el tren, París, Lille, Ámsterdam, Utrecht, Bruselas, Barcelona, Londres… Que tendrán los aledaños a las vías del tren que siempre parecen sacados de un decorado de película post apocalíptica de los años ochenta. Y no me refiero a las casas o barrios que surgen a los lados de las vías, también son sucios, también suelen estar en serio estado de descomposición, pero su estado, sus habitantes, son fruto de la lógica, del ruido, del contacto constante con las vibraciones de las locomotoras y vagones que deshacen el ladrillo y la piedra y trastornan la carne y el pelo. Yo me refiero más a lo que no está construido, a esos dos o tres primeros kilómetros al salir de la estación. Aún dentro de la estación, la situación es aún más deprimente: los restos de traviesas viejas, los grandes discos de madera donde antes se enrollaron los kilómetros de cable eléctrico, la suciedad invariable y multicolor de meses, de años de viajeros arrojando inmisericordes sus miserias por las ventas o desde los andenes. Una vez fuera de la estación la cosa no mejora, puede que cambie, la basura y los restos de antiguas obras se mezclan con la hierba fosca y dura, el barro y los restos de casuchas caídas hace lustros, pero la sensación es la misma, una dejadez extrema, el lugar más abandonado de la tierra, es una especie de vertedero tercermundista, creado con los mejores símbolos del primer mundo. Botellas de plástico descoloridas y embarradas en lugares que parecen llevar deshabitados desde mucho antes de que existiera el tren; algo imposible a todas luces, pero creíble en un lugar así. Es un paisaje plutónico, devastado, pero al mismo tiempo colmado de humanidad, de restos de humanidad, de humanidad pasajera. Y es que eso somos en esos lugares, pasajeros, todo en estos lugares es pasajero, nadie se para allí, nadie se detiene por más de algunos minutos, algunas horas si eres quién repara las vías. Por eso nadie se preocupa, nadie atiende a su estado, todos lo vemos al pasar, pero no lo vemos, miramos sin verlo, es un estado demacrado familiar para todos, porque es igual en cualquier lugar del mundo. Ese espacio entre que el tren sale del andén y se mete de lleno en su ruta, ese lugar común a todos, es el lugar más solitario y sucio de la tierra.
No soporto ver todo así, prefiero lo falso de la hierba planificada. Por lo menos ahora, en Madrid casi ni me doy cuenta, no veo nada en un tren hasta que llegó a destino, suele haber poco que ver. Salvo quizá cuando pasas montañas, la cosa cambia, el mundo cambia, todo se ralentiza, todo parece envolverte y tomar otros colores. Esos viajes en tren, los de hace mucho tiempo, largos, siendo un niño, atravesando interminables estaciones y enorme túneles, eso eran viajes de tren, ahora no son más que metros devaluados; nos hemos convertido en pasajeros de segunda. Pasajeros de segunda en el tren, pasajeros de segunda en el coche, pasajeros de tercera en el avión. Si los trenes antes eran otra cosa, encantadores, casi mágicos, los aviones eran de ciencia ficción, hoteles volantes, todo servicio y buenas caras, solicitud y honores al cliente, nuestro pasajero es el rey y señor, loas al señor pasajero. Ahora es al contrario, ya no parecemos pasajeros, ni siquiera parecemos clientes. Seguimos pagando por el billete, pero en estos tiempos parece que nos lo reaglen. Cada vuelo es una tortura, y no por ese pequeño espacio de tiempo que pasas en el aire, sino por esas interminables horas que sufres en los aeropuertos, en sus salas de espera, en sus colas y en los humillantes cacheos y registros a los que te ves sometido. No somos clientes, somos delincuentes, nos regalan el billete y encima somos todos presuntos culpables del peor de los delitos, viajar. Cómo es eso de que quiere usted entrar en los Estados Unidos, eso no es cosa fácil, durante el período que dure su viaje, deberá despojarse usted de todos sus derechos fundamentales en aras de una mejor seguridad aérea y de nuestro querido y amado –y sobrevalorado- país. Soy culpable, sin duda, de querer viajar sin miedos, sin las angustias de esta sociedad dirigida, cada vez más, por la estúpida moralidad y superficial forma de vida americana. Y eso que ahora viajo desde Londres, no sé por qué pienso ahora en la “Sagrada América”, será porque cada vez que voy a un aeropuerto, me acuerdo de las interminables y bochornosas aduanas de entrada a los Estados “Racistas” de América. Bochornosas para el viajero, pero bochornosas sobre todo para un país que no es más que la reciente mezcla de tantos otros, salvo por los pocos nativos que dejaron vivos y arrinconaron en reservas; en las que no a todos fue del todo mal…
Me voy por las ramas, trepo y trepo, pero mi inquina a los americanos, a pesar de lo mucho que deteste la forma de vida que sus gobiernos y empresas intenta imponer, se acaba en las aduanas, en el aeropuerto, como en cualquier país. Somos todos iguales, o iguales en la base, si te esfuerzas en conocer gente, siempre conocerás gente buena, un tópico que suele cumplirse casi siempre. Todos somos la mezcla de muchas gentes, de muchas culturas, unos hace apenas doscientos años que se mezclaron, otros más de mil, pero nadie puede decir que sus raíces están en el país en el que nació. Nadie lo sabe. Qué sandez el patriotismo, el patriotismo entendido como amor por un país, por un territorio o una bandera, sin más. En España sin ir más lejos, los habrá que somos de origen íbero, sobre todo por la parte de levante, los habrá que tenemos algo más de godo y los habrá con mucho de árabe y bereber, por todos lados, qué estúpido llamarnos a unos españoles por encima de otros, por el simple y reciente hecho de que nacimos aquí hace treinta años, en vez de haber llegado hace dos, cinco o diez. O por qué nuestros padres nacieron aquí hace ochenta. O por qué nuestros abuelos nacieron aquí hace ciento cincuenta. Qué son en la historia treinta, cuarenta o ciento cincuenta años, no son nada, lo mismo que dos o tres, o los mil setecientos años que hace que los godos se establecieron en la península, o los setecientos de los árabes…
No me gusta que la gente se considere a sí misma patriota, porque la mayor parte de ellos no tiene ni idea de lo que habla. Se les llena la boca con el nombre de su país, con sus supuestos valores, con su historia, con sus generalidades, pero eso no es su patria, eso no es la patria de nadie. La patria de nadie puede ser París, si ha nacido en el Languedoc, lo mismo que la patria de nadie será Madrid, si ha nacido en Zaragoza, pero sus frases siguen plenas de Españas y mi patria, mi país y mi bandera. Un trapo de tela representando tu patria, una patria que ni conoces ni identificas, un trozo de tela que no te representa. No hay nada peor que el amor a una bandera porque sí, porque es mi bandera. ¿Tú bandera de qué? Bandera de mi país. ¿De qué país? De mi patria. ¿De qué patria? De la mía. Nadie te sabe contestar, aunque no sea una pregunta difícil, nadie suele preguntarse qué es la patria, no al menos por lo general. Está claro que hay quién se lo cuestiona, muchos, pero esos no hablan de patria, no la vociferan, no la vituperan aireándola, no la humillan reduciéndola a colores o formas. Los que piensan en su patria, los que conocen su patria, ni siquiera la llaman, ni siquiera la nombran. Es algo íntimo, es un sentimiento, son un cúmulo de sensaciones, de olores, sonidos, de personas y experiencias, es algo intangible que no tiene una ubicación formal, que puede tenerla pero que al mismo tiempo puede dejar de tenerla. Llevas todo eso contigo, siempre, pero no es sólo un lugar, no es un país, no es una bandera, no es nada más que lo que tú sabes y reconoces, sólo cuando hace falta, como tu patria, tu verdadera patria.
Sin la presencia de mi Erebus personal, mis pensamientos fluyen, quizá no con mayor fluidez, pero sí en direcciones distintas. Sin su negro apoyo, puedo alcanzar conclusiones con algo más de luz. He notado como su sombra seguía presente cuando me alejaba de la estación, pero a los pocos kilómetros he ido sintiéndome más liberado. Estoy seguro de que él sabía más que yo y por eso se ha buscado una excusa para dejarme. No tenía ningún sentido que se viniera a casa conmigo, no iba a prestarle menor atención, aunque me hubiera gustado verlo, me hubiera gustado comprobar si de verdad su existencia está tan supeditada a mí como creo. Creo que eso es lo que sabía, que desaparecería si venía conmigo, que dejaría su existencia “seudofísica” en el momento en que bajáramos del avión, o quizá antes. No sé qué ocurriría si le viera desaparecer, puede ser que ni me diera cuenta, puede que ahora mismo él haya desaparecido, que haya pasado a un plan distinto de existencia y esencia, a la espera de mi vuelta a su territorio físico. O puede que no, puede que me haya librado de él definitivamente. No me hubiera engañado, no le hacía falta burlarse de mí, si había dicho que volvería es porque volvería, me conoce mejor que yo, sabe más que yo, al fin y al cabo, ha nacido de mí, de lo que soy, de mis presiones, y pasiones, internas. De momento no está, y no estará por unos días, lo que me preocupa es que llegue a echarle de menos.
La mejor respuesta que he escuchado a la pregunta de qué o cuál es tu patria, es la que le oí a mi Padre en una ocasión: “la verdadera Patria de uno mismo es la infancia”. Puede que la frase no sea suya, pero yo sólo se la he oído a él. Creo que si hubiera que darle una definición, esa sería de las mejores, porque la infancia, para la mayoría de nosotros, para los que hemos tenido la suerte de pasar una infancia alegre y feliz, es ese cúmulo, es conjunto de sensaciones, sentimientos y personas que nos definen, que nunca cambian y al que regresamos casi siempre que tenemos un momento serio de duda o un alegría profunda y verdadera. Eso es tu patria, melón, una miscelánea fantástica de vivencias, de sonidos, de canciones, de sabores, de olores, de desencantos y alegrías, de amores, de besos y caricias, de tristezas y logros, y de personas, las más importantes de tu vida, las que nunca pasan, al contrario, las que por muy lejos que vayas, en el espacio, en tu tiempo, siempre se quedan, siempre están. No somos nada sin las personas, ningún sitio, ningún lugar que visitas es nada, sin las personas.
La infancia es una gran definición, pero yo diría que este concepto de patria se extiende durante toda tu vida, toda tu vida fábricas tu patria, el reducto de tu vida, el fortín de todo lo que vives, y te acompaña, y vuelves a él siempre que lo necesitas. No te divide, no te clasifica en una zona geográfica o en otra, está en ti, lo llevamos dentro, nos hace personas y no creo que ningún pueblo, ciudad o país, ninguna bandera, sea capaz de darte todo eso por sí misma.
Ahora vuelvo a casa, buscando esa patria, puede que esta vez no la encuentre, pero está ahí, sé que está ahí y tú, querido Tongoy, aún no formas parte de ella. No sabría decir si esto tiene más de malo que de bueno…