1ª Semana – Brotome del codo

por Con Tongoy

No hace ni una semana que he llegado a Londres y la capital ciclópea, ingrata por asunción, me ha recibido extraña, sin lluvia ni niebla, ni frío, ni viento, me ha recibido con sol, un sol espléndido, un cielo azul inmenso de luz completamente atípica. Me ha golpeado con su sorna, no esperaba yo tamaña bienvenida, más la esperaba grisácea y oscura, perfectamente detestable, pero no ha habido manera, en cada mañana, con cada paso fuera de lo que bajo este sol robado llaman casa, me satura con su feliz luminosidad. El verde es suyo por definición, pero no el amarillo del sol, ni mucho menos este azul mediterráneo tan injusto, si hasta las gentes lucen menos blancuzcas, menos muertos “bebientes”, parece que se hubieran fusionado las pieles de la Commonwealth en tonos pastel, dándoles a todos una impensable lozanía. Estoy enfadado, desairado por las burlas de la capital hacia mis expectativas, soy mucho mejor odiándolo todo como esperaba, que apreciando los enormes parques tumbado en las infinitas camas de césped a más de veinte grados. Todo habría cambiado si esto no fuera cosa de ella misma que se subleva, en mofa, ante mi visita; será que me quiere aquí, o que no me quiere y pretende echarme por saturación, por hacerme sentir igual de miserable (del inglés miserable) que del país y ciudad de donde vengo. La confusión es completa, admito la indefensión ante el éxito de su estratagema, abrumado estoy ante la cantidad quejas, traídas de antes, bien preparadas y estudiadas y bien integradas en mi subconsciente, que ahora se amontan de mis tripas a la cabeza, no sabiendo cómo salir, cómo alcanzar su éxtasis ansiado en palabras.

Desde el primer día pude ver como empezaba a brotar de mí esa segunda personalidad que a muchos de nosotros, arraigados extremistas, acompaña en los viajes, en las largas estancias lejos de la vida. Había perdido la costumbre de verla crecer, años ha que no viajaba con una vuelta del todo indefinida, y la experiencia no fue en un principio tan ajena como esperaba. Es cierto que en un primer momento me sorprendió ese bulto amorfo en mi codo, pero al primer burbujeo de lágrimas en mis ojos delante de unos perros corriendo en la pradera del primer parque cerca de casa, supe el porqué de esa crisálida alojada en mi articulación. Su etapa de incubación fue corta, curiosamente corta, quizá por la urgencia que mi cabeza tenía por empezar a entorpecer una adaptación, demasiado sencilla sin la presencia de esta vampírica personalidad que, como decía, algunos desarrollamos en la distancia. A las pocas horas, más o menos después de cenar, en un horario humano, no a mitad de tarde, o al caer el sol, como se prefiera, más propio de ancestros animistas en sus cuevas, mi compañero inseparable, mi nosferatu emocional particular se separó de mí y comenzó a tomar forma. No sé por qué norma, ley o regla no escrita, estos dobles, estas disfunciones de nosotros mismos, siempre se parecen tanto a nosotros físicamente, salvo por pequeños detalles, que no son más que exageraciones o burlas de nuestros defectos más ocultos. En mi caso, este hominis nocturna, ha ido evolucionando a través del tiempo: siendo niño  no era más que un calco élfico de mí mismo, una especie de duende con enormes y puntiagudas orejas postizas que se dedicaba a retozar en mi maleta o armarios, desordenándolo todo, poniéndome pimienta en la almohada para hacerme llorar y estornudar al irme a dormir o al levantarme, y cuando se cansaba, a veces pasaba se acercaba a los que me rodeaban, lo que siempre me generó algún que otro problema, aunque los afectados aceptarán que la culpa no era mía, si no de este duende de orejas grandes y dientes largos. Los dientes son inevitables, viven de ellos, les proporcionan su alimento, con ellos succionan las energías que nosotros vamos acumulando los primeros días, su labor es la de no dejarnos descansar, mantenernos siempre en la tensión necesaria para que el acople con la nueva situación, no se produzca de un forma fácil, no sea cuestión fútil.


Al crecer, estos yos alterados también crecen. Conservan rasgos, como nosotros mismos, pero crecen según sus propios cánones. De adolescentes son igual de inclasificables e irrefrenables que cualquiera, incluso pueden cambiar de forma una vez que han brotado, siempre a la búsqueda de la caricatura peor, de la más dolosa o agresiva. Daimones de tamaño natural que inspiran la angustia y la ansiedad, al parecer y al observarlos con distancia, con buenos fines. O es dicen. Cuando uno de ellos es un doble de ti mismo, con las mismas orejas postizas, abotargado por los granos y con una nariz bulbosa y enorme, es complicado sacarles la objetividad a sus comentarios, a sus jugadas y a las incansables ganas de cansarte. Supongo que antes viajaba más, recuerdo hasta haber guardado cierto cariño a algunas de mis disfunciones más productivas: la costumbre del que convivía con ellas cada año. Esta semana he podido comprobar mi falta de costumbre. Ya no hay duende gracioso, tampoco sus orejas postizas, subido a mi carro y recordándome lo humano que puedo llegar a ser, eso sí, sin corona de laurel mediante, hay ahora un hombre hecho y derecho, casi más que yo, con poco pelo en su coronilla, de orejas puntiagudas pero naturales, nariz igualmente afilada, mirada más aviesa que traviesa y una barriga baja y extravagante; empiezo a sospechar que quizá sea postiza, una reminiscencia de sus pasados álter ego. Mantiene su toque draculino, acentuado incluso por esa nariz y su mirada, de ahí que en esta ocasión, ya curtido por los años y como pequeño homenaje, le haya bautizado como Tongoy, mi Tongoy particular. Es toda una licencia, un auténtico lujo que me doy a mí mismo, como una primera burla hacia él, burla que se multiplicará por cien en mi contra, si la cosa sigue como ha empezado esta semana.


No es un tipo callado este nuevo desarraigador, nunca lo fueron sus congéneres, pero se empeña y se aplica, al menos en lo que lleva conmigo, de forma exhaustiva en su tarea. Ni el sol le achanta, coge sus gafas de sol, su constante abrigo negro y sale a la calle sin temor ni nervio. Le pregunté el miércoles, al salir de mañana y sentir la inusual calima, por si acaso quisiera dejar su abrigo en casa, pero me sonrió diciendo que para un vez que podía llevarlo en muchos años, no pensaba quitárselo por nada del mundo, muy al contrario, ahora pensaba tenerlo siempre puesto, incluso cuando nos fuéramos a dormir y el comenzara con las letanías de cada anochecer: no te acostumbres, mañana por la mañana volverás a tener que empezar, casi de cero, créeme, te lo digo yo que en esto soy experto, de que te va a servir dormirte si mañana al levantarte todo volverá a ser de nuevo cuesta arriba… Es un tipo persistente, y efectivo, de verdad es efectivo, casi me ha llegado a convencer algún día con lo de no dormir, tiene razón en lo de las mañanas, son el peor momento del día, la cuesta arriba más dura que uno encuentra en kilómetros a la redonda. Él se ocupa de que ésta sea siempre empinada y abrupta, por si acaso a mí se me olvida fustigarme o angustiarme lo necesario. El jueves decidió no ducharse, se sentó delante del diminuto baño y siguió con su discurso habitual, en este caso se ocupó de desprestigiar la ducha por la mañana, en sus propias palabras “algo absurdo, teniendo en cuenta que tú nunca llegas limpio a las clases de inglés, por mucho que te laves, que te enjuagues, tenemos al menos treinta minutos antes de que empiecen para volver a ensuciarlo todo… Tú verás.” Como bien sabemos los que alguna vez hemos vivido, convivido con estas bilocaciones tan especiales – está leyendo conmigo y me obliga a hacer un rectificación, no bilocaciones, desdoblamientos o clonaciones espirituales; ha salido pedante el vampiro treintañero – su lenguaje, sus comentarios o desánimos, no son agresivos, todo huele a sorna, es pura burla, gracias y bromas constantes, repetitivas hasta el extremo, pero que no buscan tanto el enfado, como la merma de la capacidad por la búsqueda de un lugar en un mundo, aún, extraño.

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