Vivir en la duplicidad

por Con Tongoy

Todos cambiamos alguna  vez de sexo. Aunque sólo sea por unos minutos, por unos imperceptibles, incluso para nosotros, segundos. Nuestro sexo nunca es el mismo, porque el sexo, más allá de una definición física, es también un asunto social y un estado mental. No digo que esto esté bien, quizá no debiera ser así, pero el ser hombre o mujer está indefectiblemente ligado a nuestro comportamiento en sociedad.

La sexualidad es un asunto aparte. La sexualidad es un asunto en sí mismo, un mundo, un océano en el que todos nos movemos lo mejor que sabemos, casi siempre. Pero el sexo está un paso más allá de la sexualidad. O un paso antes, al menos el sexo del que yo hablo. Yo soy hombre, pero he sido mujer muchas veces. Mujer cuando he hablado con una mujer y he comprendido que como ella, como ellas, nadie, ningún hombre es capaz de sentir. A menos, claro, que sepas sobreponerte a tu condición natural, de forma consciente o inconsciente, y penetrar en el lado femenino de tu personalidad. Si todos no fuéramos, al mismo tiempo, hombre y mujer, mujer y hombre, no sería posible la comprensión y el entendimiento. No existiría el amor, o lo que llamamos amor. No existiría la convivencia. Al igual que, si no fuésemos unos hombres, otros mujeres, y viceversa, siempre cambiantes, no existiría el mundo que conocemos.

No es cuestión del rol dominante, no debemos quedarnos en la superficialidad del día a día, del qué hacer y cómo hacerlo. Tiene poco que ver con quién preferimos dormir, follar o fantasear, que no siempre coinciden. Tiene más que ver con la función esencial de lo femenino, tiene que ver con la concepción, el dar vida, el llevarla dentro y sacarla al mundo. Una vida que puede ser física y que, por tanto, no puede transgredir los límites de lo tangible. Pero también puede no serlo, puede no ser una vida tangible, puede ser una vida intangible, por tanto, una concepción en los límites de la imaginación. La mujer da la vida, el hombre participa, pero la mujer la lleva dentro y la provoca, la hace posible. Del mismo modo, el lado femenino de todos, es el lado de la concepción, de la vida interna y externa, el lado más proclive a las ideas, al nacimiento y al cuidado de estas ideas. Nuestra mujer, que puede ser externa o interna, constante o terriblemente efímera, es señora de la fertilidad y dadora de vida. El ente masculino es más protector, menos creador, más florido quizá, pero menos sacrificado. Es guardia y vela. Es el señor de la propincuidad con la vida, de forma ciertamente ajena, pero siempre presente. He ahí la diferencia, entre uno que a veces es creador y otras protector, a veces fértil, otras herramienta de la fertilidad.

No hay positivo o negativo, hay preponderancias en el carácter hacia uno u otro lado. Hay quién vive en la masculinidad constante, con brotes casi cuánticos de su femineidad; hay quién vive en su femineidad, disfrutando de su exuberancia fértil, olvidando el masculino que también le define; y hay quién, sin embargo, vive en constante baile de uno a otro, arreglando sus brotes en manojos de sentimientos y actos que, depurados en su doble y pulida piedra, alcanzan cotas de perfección unívoca de la persona.

Debemos ser dos, para ser en realidad uno. Dos o más, muchos, tantos como son los que nos rodean. Debemos ser más de uno para poder llegar a ser uno, de forma completa, de forma uniforme y sólida. Dos lados son los constituyentes de este prisma que es la personalidad, pero entre sus colores absolutos se esconden los matices de la realidad múltiple de nuestro intelecto y persona. Matices que son combinaciones del resto, apariciones incontables y fugaces, o no, que se multiplican, creándose y desapareciendo, dentro de cada uno de nosotros. Ser absolutos equivale a no ser, o a ser parcialmente. Radicalizarnos es producto de la ignorancia, potenciada por el miedo a esta duplicidad, que si bien, puede resultar aterradora y ha sido en gran medida denostada desde hace siglos, atesora, sin embargo, la esencia de una vida plena, de una personalidad decente en su estructura más capaz.

Ser hombre o mujer no es cuestión de sexos, se hombre o mujer son dos formas distintas de llamar a una misma realidad que se crea y se destruye dentro de nosotros, en ocasiones a velocidades subatómicas, en otras al ritmo que toda una vida lleva en desarrollarse y alcanzar un final, tenga éste o no que ver con la muerte.

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