Si alguien ha leído más de un párrafo seguido de este blog, quizá le suene haber leído algo sobre vampiros personales, sobre ectoplasmas que logran hacerse corpóreos y atosigan, casi de forma constante, al que estas líneas suele escribir (suele, porque a veces son estos vampiros los que lo hacen, no uno mismo; otras son las múltiples personalidades que dentro de uno se cuecen, siempre, aunque reneguemos de ellas). Y es que el nombre de Tongoy remite a un personaje ciertamente vampírico, de aire mefistofélico y mirada de ojos entre el verde, el marrón y el amarillo. Son estos vampiros creaciones del intelecto torturado por momentos internos e inevitables externalidades, seres que mutan en formas distintas y que se alimentan, según su naturaleza les dicta, de la energía que a todos nos corresponde y que debería correr por venas, músculos, sombras y dedos de los pies (no hay mayor síntoma del ataque de una de estas formas, que la maldita sensación del cosquilleo en los dedos de los pies). Vampiros es el término genérico, han sido lampreas, egregores con pinta infantil, tulpas de apariencia formal e inofensiva, clones casi exactos de su original traumado. Todos han sido creaciones emanadas de la imaginación en fase alterada; a veces depauperada, a veces sublimada, otras, simplemente, excitada. Ninguna ha sido real, por mucho que se empeñara en parecerlo. Lo que no nos dice sino que era uno mismo el que, arramplando con las defensas naturales de su condición humana, luchando por no ser devorada, acababa por beberse lo poco de bueno que en ciertas situaciones reside. Ver el lado bueno de las cosas es siempre difícil, pero más cuando llevas colgando una rémora que no sólo limpia la superficie, sino que aprovecha su posición privilegiada para atravesar la dermis y sacarte las fuerzas del fondo.
Imaginaciones que uno tiene. Cosas que escapan del intelecto y por el intelecto, que superan al intelecto; porque la imaginación no es sino la madre del intelecto, y lo que nace de ella transgrede las normas de la razón, porque ésta de la una nace. Lo que no es real no nos daña. O eso parece. Pero lo que no es real fuera de nosotros, muy bien puede serlo dentro de nosotros. El enemigo está dentro, al menos el primero y más primitivo. Valiente obviedad. El problema es cuando el enemigo interno sale afuera y confronta lo interno desde la perspectiva ajena. Y esto no es una obviedad, ni valiente ni vaga. Es entonces cuando se convierte en monstruo gritón y persistente. Es entonces cuando adquiere una condición que roza lo insalvable, lo indestructible. Es luchar contra uno mismo, que ya no lo es. Es hacerse la guerra desde dos frentes distintos, machacándose sin compasión, condenados a la mutua destrucción. Es la cosa más estúpida del mundo y una de las condiciones humanas más comunes. Al menos en lo que yo tengo de humano, que será, más o menos, lo mismo que tú. Todos somos un poco vampiros con nosotros mismos. Todos sin excepción, en algún momento de nuestra vida, en alguna etapa innecesaria del día. Luchar contra los vampiros escapados de nuestra experiencia, miedos y futuras esperanzas es una de las luchas que todos compartimos, unos con más éxito que otros, unos contra más enemigos que el resto.
Hay quién no es sólo vampiro de sí mismo, sino vampiro de los demás. El desdoblamiento emocional es tal, que la tulpa que de él escapó para alimentarse de sí mismo vuelve a entrar en el nido, esta vez como señor de todo, y accede a los recursos de la persona de forma autoritaria. La persona deja pasar al vampiro, la persona se vuelve vampiro. Vampiros que son personas. No hay cambio en la forma, a veces no es el cambio algo persistente, es simplemente una condición que surge cuando los estímulos rozan el poso de pastosa miseria en el que el visitante, ahora regidor de todo, vive acomodado. Tanto si el control es suyo por completo, como si accede a él de forma pasajera, los efectos son los mismos. Ya no le vale con sus propias energías, que ha consumido, y consume día a día, casi por completo. No. Ahora necesita de las energías de otros, de personas como él o ella que tratan de resolver el déficit de sus dobles (triples, a veces cuádruples) presencias. Los demás los notamos, podemos sentirlos, pero no siempre nos percatamos de esta sensibilidad. Sin embargo, somos muy conscientes de sus efectos. Conscientes del drenaje al que somos sometidos al contacto con esta especie de zombies ávidos de las fuerzas de los demás. Son personas que hacen decaer los ánimos, que no animan sino que provocan una caída inmediata de cualquier tipo de emoción. No entristecen, la pena es algo más profundo a lo que no pueden llegar, pero si ralentizan el ritmo de los sentimientos, reducen el efecto de las emociones hasta conseguir que nada parezca merecer la pena. Ni lo bueno ni lo malo. No hay malo o bueno en su presencia. No parece haber ni tiempo, ni luz ni frío, ni siquiera calor. Sólo una ligera bruma que nos cubre los ojos y la pesadez de la niebla colándose a través de los ojos, gruesa, húmeda, molesta…
Estos vampiros vivientes, que se escapan de las especificaciones habituales de su especie, son cada vez más numerosos; los tiempos difíciles, la incertidumbre que los cobija, el miedo parecen fertilizarlos, hacerlos más fuertes. Crecen ante el futuro velado. Estos huéspedes vampíricos, fruto de la propia angustia, se envalentonan cuando las ilusiones decaen y sus hospedantes miran la vida de presente en presente, con el único consuelo del pasado. No son apestados, son pobres almas que pasarán su condición chupóptera o se perderán en el olvido, no hay más. Aunque sepamos de sus efectos, aunque los estudiemos y comprendamos, es imposible advertirnos de su presencia, sólo podemos esperar saber blindarnos a sus invisibles colmillos, tanto, al menos, como lo hacemos ante nuestros propios atacantes internos. Quizá esa sea la única manera de defenderse y de hacerles regresar a la condición humana, tal y como la describimos, aprender del Nosferatu que nosotros parimos, Tongoy para algunos, para alejar a los que a otros dominan y alimentan.
No hay guerra en todo esto, no podemos luchar contra los que son como nosotros, eso es mera destrucción. Más que guerra, deberíamos comprender y aprender a distinguir en cada uno lo que es de verdad persona y lo que nace del musgo de sus preocupaciones y miedos. En el fondo, como en casi todo, sólo se trata de ser personas con las personas. En el fondo, esto es lo más difícil de todo.