Son tiempos malos para todo el mundo, para Juan también. Para Juan son peores. Juan ya no recuerda si tuvo alguna vez buenos tiempos, ya sólo puede recordar con claridad los malos, los de siempre. Esos tiempos en los que una vez se consideró una persona, normal, a veces feliz, no son más que andrajos colgando de los andamios inflamados de su memoria.
Nadie le entiende, pero Juan nunca se ha preocupado por eso, siempre se ha considerado distinto, demasiado sensible, demasiado humano. Por qué blindarse ante la iniquidad de un mundo que está claramente podrido, al menos a sus ojos. Tampoco sabría explicarse, tampoco es algo que haya sabido hacer nunca, para qué intentarlo ahora, precisamente ahora que la raíz de todo su dolor, oculto y punzante, ha alcanzado cotas insondables. Anda ya, piensa, la vida es sufrimiento y poco más, la vida es la infancia y luego el pasar penoso y pesado.
El primer día de trabajo, después de muchos meses buscando uno, no le ofrece muchas esperanzas. Llega a él como solía, como dejó su último puesto, profundamente infeliz. En su desesperación no hay un ápice de ilusión, a no ser la de ganar el suficiente dinero para poder ayudar a sus padres, azotados, engañados, encerrados por una maldita crisis provocada por esos mismos males que tanto le han minado a él, desde que puede recordar. Al llegar, le recibe un chico joven, simpático y amable, le da igual, su resistencia, su ansiedad, compañera de sus días, ya se ha ocupado bien de retener cualquier atisbo de positivismo. El tour alrededor de la empresa no hace más que reafirmarle en sus postulados: somos borregos, piensa, he vuelto a ser un borrego, un esclavo desprovisto de libertad y voluntad.
Media hora de vueltas, casi cien nombres condensados en treinta minutos, departamentos e instrumentos que probablemente nunca llegará a visitar. Cuando por fin conoce a su jefa, Juan no siente alivio, sabe que no puede, sabe que no quiere. Da igual que la impresión sea la de una persona agradable, con buen humor y mirada clara, nada que ver a lo que estaba acostumbrado; todo lo que le rodea está muerto, podrido desde que vio aquel edificio desde fuera en la primera de sus entrevistas. Todo está muerto, y él también, ha muerto hace días. Desde el día en que le ofrecieron el trabajo, todo ha ido muriendo a su alrededor, toda la ilusión, la belleza y su tan adorada luz de verano, la sola idea de volver a sentarse ante el vacío de la pantalla del ordenador, ha mutilado poco a poco su mundo.
El primer día pasa según lo esperado, nada bueno, o si lo hay, Juan no es capaz de verlo. Sólo piensa en salir, en coger su coche y lanzarse a llorar, lanzarse a gritar, a fustigarse por haber elegido ese camino. A las tres y media de la tarde ya está sentado en el coche, le cuesta arrancar, le tiemblan las manos y los pies, el trabajo era peor de lo que esperaba. Él se conoce, sabe que los primeros días la muerte lo cubre todo, sabe que debe aguantar, pero ese día ha sido distinto, ha elegido mal, peor que nunca. Nada de sus ocupaciones le ha gustado, la mayor parte le ha resultado insoportable. No puede fiarse, no se fía de sí mismo, así se lo han dicho, “ya sabes como eres, tienes que aguantar, no puedes renunciar a este tipo de oportunidades”. Juan no les culpa, es su papel, las palabras debidas, pero ellos no están allí para verlo, no están dentro de él, no viven su particular infierno, la muerte en vida en la que se despierta desde hace años.
El coche es una sauna, no quiere poner el aire acondicionado, prefiere sufrir, quiere el dolor, uno fuerte, algo que mitigue la ira que le abrasa desde dentro. Por fin brotan las lágrimas, por primera vez en mucho tiempo, surgen solas, sin esfuerzo, por fin puede llorar. Siente que le miran desde los otros coches en medio de ese inexplicable atasco de agosto, pero no va a mirar, llora por fin, y no llora por un primer día de trabajo peor, incluso, de lo esperado, llora por fin, por todo lo anterior, por los años de zombi, por una vida que no entiende, que no consigue aprender a vivir.
Al llegar a casa ya tiene claro que no va a continuar en el trabajo. Juan sabe que tendrá que discutir toda la tarde y todos lo dirán que continúe, que ya tendrá tiempo de cambiar, que necesita, necesitan el dinero. Sabe que habrá discusión, que le harán dudar, pero que no le cambiarán su decisión. No logra dejar de llorar, una vez que ha empezado, tiene mucho que sacar. Las llamadas se repiten, tienen razón pero no la tienen, ellos no le entienden, ellos no lo sienten. Llora hasta que tiene irse a la cama, apenas a podido comer, no quiere cenar, no tiene sentido. Juan no puede dejar de llorar, dormir es ya una tarea difícil en condiciones normales. El despertador va a sonar en apenas cuatro horas, cuando por fin consigue apartar las lágrimas. Se duerme leyendo un pesado libro de historia, una de las obras de Mario Liverani sobre el próximo oriente antiguo; es lo único que consigue calmarle, de las pocas cosas que le sacan por unos momentos del yermo de su mediocridad.
El día siguiente, su segundo día de trabajo, es el peor día de su vida hasta la fecha. Y eso es mucho decir en la vida de Juan, al menos en la que Juan se baña, no en la que los demás ven. Malas miradas, palabras peores, suspicacias, finalmente logra lo que quiere y obtiene una carta de despido, sin luchar, parecen entrar en razón, al fin y al cabo se ha portado como es debido, por eso mismo no le creen. Nadie cree que esté tan loco para dejar un trabajo en estas condiciones, sin tener otro a la vista. Nadie cree que alguien pueda ser decente dejando un trabajo a tiempo, sin valerse de él como trampolín para conseguir otro. Nadie le cree tan loco como para arriesgarse a la vida, sin el seguro del paro, sin el seguro de unos ingresos mínimos. Le da igual, ya todo le da igual, al final ha conseguido lo que necesitaba. No está feliz, no está contento. Nunca lo está con sus decisiones, no sabe si ha hecho bien, nunca lo sabe. La ansiedad suele tomar las decisiones por él, ni siquiera esta vez sabe si es el miedo el que ha hablado o un brote lúcido de su tímida razón.
El coche está menos caliente, lo había dejado fuera en previsión de su mal día. Ha sido el peor día de su vida, hasta ahora, lo habrá peores, piensa, lo sé, lo que me preocupa es si podré llegar a soportarlos. Las ideas que cruzan por su cabeza son nefastas, pero e reconfortan. Siempre quedará la muerte, piensa, esa muerte que llega cuando menos lo deseas. Juan no considera la muerte una losa, es más bien una liberación para él, no cree que llegara a buscarla por sí mismo, pero la recibiría gustoso si llegara por sí misma. La muerte da sentido a la vida, lo mismo que la vida da sentido a la muerte, no sabe si lo ha leído o es un pensamiento propio. Vuelve a llorar sin darse cuenta, aunque hay algo de liberación en su interior, al menos en el plano físico. Ha puesto el aire acondicionado esta vez, por qué sufrir más de la cuenta, bastantes latigazos le han dado ese día.
Al llegar a casa, la desesperación es incluso mayor que el día anterior. No sabe de dónde ha salido su decisión, no sabe si ha hecho lo correcto. Está claro que a ojos del resto se ha equivocado, ha metido profundamente la pata. A sus ojos también. O no. No es capaz de saberlo, Juan lleva mucho tiempo sin fiarse de sí mismo, demasiado tiempo sin tomarse en serio. Juan ha pasado media vida asumiendo, acatando y obedeciendo, ha olvidado como tomar decisiones.
Sólo quiere dormir, pero ni siquiera el don del sueño le es concedido en un día como este. Ha sido el impostor, el indeciso, el imbécil, el débil y el caprichoso, todo en un mismo día. Es la decepción misma para él y para el resto. Se tiende, cierra los ojos. Ya no llora, ahora grita. Pide ayuda y grita. Nadie puede oírle, su boca permanece cerrada y sus gritos de socorro mueren en su pecho.
¡No puedo más! Está solo, como siempre. Está siempre mejor solo.