Pirineos

por Somnoliento

Fue una bofetada a todo el tiempo que habíamos pasado juntos desde niños. No lo comprendí. No supe como digerirlo. Reconozco que aún tengo tu mirada grabada a fuego, como si me hubieran herrado con esos ojos la memoria. Una mirada culpable, pero también altiva, unos ojos que me pedían perdón, pero que refrendaban la consecución de una independencia irremediable. Miraste desde abajo, agarrada a su mano, sin sonreír, avergonzada, poco a poco, buscándome. Yo no me había dado cuenta hasta que os vi volver, satisfechos, tan jodidamente satisfechos. Me duele más ahora, lo siento como si fuera ayer. Supongo que tengo las emociones disparadas, fuera de sí, y me brotan de lo más profundo, arramplando con todo sin remedio. Sospeché que aquello ocurriría desde los primeros días, pero no me conciencié a tiempo. Nunca me había encontrado así, tan vapuleado, queriendo a una persona —queriendo, por primera vez…— y viéndola de la mano de otra, contenta, hasta sonriendo. No supe qué hacer, me quedé tan confundido que no reaccioné. Me quedé allí, como si nada, con una media sonrisa en la cara, ahorrándome las lágrimas; le di un trago largo al mini de calimocho para enterrarlas hasta que llegar a casa y una gran parte del contenido del vaso se me cayó por toda la sudadera, con las consiguientes risas del personal. Cómo me dolieron, estuve a punto de… ¿Es posible que aún me enerve al recordar? En el coche, con tus padres, no nos dijimos palabra. Contesté lacónico a las preguntas de tu madre, bastante borracho, tú compensaste mi retraimiento con una charla más animada de lo normal que resultó del todo forzada, incluso para tus padres.

No volvimos a hablar ese verano. Me fui en cuanto pude con mi hermano mayor, ante la evidente extrañeza de mi padre. Casi no tuvimos contacto ese año, no hubo cartas. Todas esas cartas que nos habíamos enviado los años anteriores, cartas la mayoría inocuas, pero encendidas por la memoria del verano, que fluctuaban en una curva azuzada entre dos veranos: el que moría en las palabras y el que venía de la mano con la imaginación encendida. Cartas en las que ya practicabas esa forma de escribir única, natural que tienes, una escritura que no has aprendido, sino con la que naciste. Cartas en las que aprendimos a decir lo que sentíamos, sin grandes palabras, sin grandes sentimientos, sólo con la experiencia y el tacto de los niños que se nos estaban escapando de las manos. Yo no pude con ello. Tardé en olvidarlo, unos meses al menos, un tiempo que para esas edades era un mundo. A mis dieciséis años aprendí de un plumazo que las cosas cambian sin remedio, que no hay que agarrarse demasiado a nada, porque cambiará sin remedio, por mucho que intentemos anclarlo al fondo de nuestro mundo.

No te guardo rencor. Ninguno. Lo sabes. Y mucho menos por ésto; estos dolores no son dolores que duren, al contrario, yo los conservo como plácidos dolores, parte del recuerdo y de la nostalgia de los tiempos infinitos de la infancia. Ningún dolor fue contigo duradero, siempre acabábamos por volver, por encontrarnos en lo más oscuro de la pérdida y la ausencia del otro. Quizá por eso ahora tu falta es tan pesada, tan viscosa que siento que no me la quitaré de encima jamás. ¿Tantos años sin ti? ¿Ahora? ¿Tanto tiempo viviendo sin ti? Para qué… No sé para qué voy a vivir sin ti. Vivir para recordarte, para que no se pierdan tus risas, tus labios rojos, tu piel dulce y el azul apagado de las venas en tu cuello. Pero cómo vivir recordándote si recordarte es algo tan desgarrador. Cómo vivir asomado al vacío perenne y no saltar a por ti, aun a costa de la muerte…

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