Noches de Fuego
Noches delante del fuego. Unos cuantos minutos al acabar los cantos, despertaban nuestra capacidad introspectiva. Momentos únicos al baile de la llama, refugiados bajo un manto de pinos centenarios, bañados por la infinita luz de las innumerables estrellas, al pie de ciclópeos montes. Ese olor aún me llena cuando cierro los ojos y me dejo llevar, la voz profunda, inductora de la meditación, reverbera en las cavidades más íntimas de mi cabeza. Rodeado de gente, pero sólo en medio de una cálida oscuridad, persiguiendo la luz, te dejabas llevar por las palabras de un viejo sabio. Como hecho de menos ser niño, acabar un fuego y dejarme llevar a su interior, al calor purificador de las brasas. Nunca he sentido tan de cerca la presencia de un dios, de una entidad superior. Jamás he percibido como en aquellas ocasiones, la existencia de un alma universal que a todos nos une. Aún hoy, muchos años después, sigo refugiándome en esas sensaciones cuando la vida se pone fea y me ahoga la impotencia, no tengo más que cerrar los ojos, aspirar el aroma de la leña fresca, ardiendo, y dejar que esa voz, que esa sensación de libertad, de felicidad, me invada por completo. Es un baño de luz, de vida, que avanza desde lo más profundo hasta escaparse por las yemas de mis dedos; destilando vida. Vida que arrastra consigo las penas y horrores de esta existencia, que se torna yerma y vulgar cada día, nuevo comienzo de semana.
Con los ojos cerrados, ya inmerso en el éxtasis del recuerdo, siento la presencia de mis compañeros alrededor, de todos ellos, percibo sus mismas sensaciones de pureza, de paz hacia el mundo. Puede que conscientemente no reconociéramos su valor, pero todos sabíamos, ya en esos tiempos, lo que disfrutábamos de aquellos momentos finales, hipnotizados por el calor de una voz y el crujido del fuego. Los necesitábamos, después de un día abrazados por la naturaleza, majestuosa en el verde eterno, la reflexión nos enviaba al sueño y nos preparaba para seguir en el disfrute de otro día más. El canto final no era más que el símbolo de culminación de todo el ritual; cantado en una lengua antigua, dedicado a una madre eterna, nos unía definitivamente a todos y provocaba la explosión de alegría que acumulábamos cada hora en ese raso. Las sílabas finales eran gloriosas, esa aclamación última nos la tomábamos como algo personal, queríamos que sonará perfecta y que nos llenará, porque no era hasta dentro de otras 24 horas, que volveríamos a tener la oportunidad de buscar la entonación óptima, una vez más.
Ay, como añoro la sed, la sed eterna que te perseguía buscando algún botijo con restos de agua. La vida era más completa, tenías paz, alegría, salud… lo tenías todo. La muerte no se percibía en el horizonte, pero no la de uno mismo, sino la de tus familiares y amigos; al menos durante 15 días, nos volvíamos inmortales. Quién nos iba a hacer daño, vigilados por unas montañas que nos conocían tan bien y a las que habíamos aprendido a querer con locura. Aún las quiero y seguro que ellas, «las grandes las solas» también me recuerdan. Evadirme hasta allí es mi vacuna contra el tiempo que me queda, saltarme las normas de la física y descubrirme de nuevo chutando ese balón, cargando esa mochila, saboreando esa lluvia, viviendo de verdad los momentos que se nos regalaron. Una V me ha vigilado siempre, a su sombra ha crecido lo mejor de mi persona y me niego a dejar que esta madurez impuesta, acabe con las sensaciones inmensas que nos dimos, allí, en esas sierras de Soria, a los pies de una madre encerrada en los pinos profundos.
Soria 2009