—¿Es la única ciudad del mundo con una estatua al Diablo, supongo?
—Pues eso dicen, y puede que sea verdad. Aunque, que yo sepa. hay al menos dos estatuas más que suelen considerarse homenajes o representaciones de Lucifer. Y seguro que hay muchas más, alegóricas o menos evidentes, pero se suelen mencionar estas tres. Otra que a veces se menciona es una que hay en Santa Cruz de Tenerife, también en España, en las Islas Canarias, que creo que se llama también Monumento al Ángel Caído, pero parece que es un homenaje Franquista y que lo del Ángel Caído se lo inventaron para que no la retiraran. Ya veis, también somos el único país del mundo que conserva monumentos en honor de su peor y más reciente dictador.
Se rieron sin muchos problemas; ellos poco sabían de la etapa franquista, posiblemente Franco no fuera más que una visión paleta e inofensiva de Mussolini o Hitler. Y no andaban muy lejos, si no fuera por lo de inofensivo. Habían venido a pasar dos semanas por España y yo había decidido bajar ese fin de semana a verles. Hacía casi cinco años que no veía a Matt, hasta me sorprendió que se pusiera en contacto conmigo. Yo encantado, la verdad, siempre estoy encantado de ver a viejos amigos, más si son la gente del Erasmus, ya tan lejano, hay pocas oportunidades de verles. Xavi, que se vino conmigo ese año, me dice siempre que me quedé allí, un poco al menos, puntualiza siempre a continuación, y puede que tenga razón, han pasado más de 10 años ya…
Matt es franco canadiense, aunque en todo parece americano, incluso en su forma de vestir y de ser, más lanzada y abierta, quizá algo más artificial, de lo que esperarías de un “Quebecoise”. No venía solo, claro, su novia, Nancy, y otra pareja de amigos le acompañaban. Él, Cedric, también de Montreal, y ella, Carla, americana pero de ascendencia alemana.
—¿Y dónde están las otras dos estatuas que dices? —preguntó Carla, en su inglés de acento sureño. Había nacido y crecido en Nueva Orleans y no había perdido nada de acento, me costaba entenderla cuando hablaba demasiado rápido— Pues una en Turín, no me preguntes dónde, y la otra en Nueva York.
—¿En Nueva York? —replicó extrañada— ¿Dónde?
Esperé unos segundos antes de responder, para darle un poco más de dramatismo al asunto, sabiendo que la respuesta desconcertaría a más de uno.
—En el Rockefeller Center —dije sonriendo.
Se miraron unos a otros con gesto incrédulo, al final fue Matt el que habló. Desde que nos vimos, la lengua franca entre todos había sido el inglés, pero me resultaba raro hablar con él en Inglés; entre nosotros siempre había sido el Francés la principal vía de comunicación, y me gustaba que fuera así, era un resto, un recuerdo de aquél año y medio en Francia, con apenas 24 años. Para mí era otra forma de seguir estando allí, un poco al menos.
—¿Qué dices? En el Rockerfeller Center no hay ninguna estatua a Satán.
—Eso te lo digo yo, que me he pasado en Nueva York los últimos tres años —añadió Carla.
—Bueno, es que ahí está el asunto, que no es una estatua a Satán. A Satán como Satán, al Diablo propiamente dicho, es una representación de Lucifer, o del mito de Lucifer. Ésta también, pero no exactamente.
—¿Cómo? ¿Y qué diferencia hay? —preguntó de nuevo Carla, de lejos la más interesada en el asunto.
—Pues depende a quién le preguntes. La verdad es que es una comparación lógica, pero un tanto arriesgada. Tanto la del Rockefeller Center como la de Turín técnicamente son representaciones de Lucifer, ergo se podría decir, haciendo una análisis en mi opinión sesgado por la mitología judeocristiana, que son también representaciones de El Ángel Caído, del Demonio, de Satanás, vaya. Ésta no, ésta representa al Ángel Caído sin más, y ahí es donde pueden surgir las diferencias. No es lo mismo Lucifer que el Ángel Caído, o no tiene por qué ser lo mismo —me detuve un momento, me estaba poniendo un poco pedante, para variar, y no quería subestimar su interés.
—Vale, ya sé a qué te refieres, tiene que ver con los nombres del diablo que no todos son lo mismo y demás, ¿verdad?— dijo Carla, antes de que pudiera continuar— Pero sigo sin saber por qué dices que hay una estatua de Lucifer en el Rockefeller Center.
—Eso es, no es lo mismo Lucifer que Satán, puede que ni siquiera Satanás sea lo mismo que el Demonio. A ver, para la cultura Cristiana, Judía o Musulmana, todos vienen a ser lo mismo, más o menos, pero en otras culturas, si bien el nombre puede no ser igual, el mito aparece representado de distintas maneras. La más conocida de ellas es, claro, la del Titán Prometeo robándoles el fuego a los Dioses y dándoselo a los hombres en la mitología griega. Lucifer significa algo así como “el que trae la luz” o “el dador de luz”, esto puede ser muy bien interpretado como el mito de entrega del fuego a los hombres. De ahí que Prometeo se identifique con Lucifer.
—Joder, estás diciendo que el Diablo entonces no es tan malo como lo pintan —arguyó Cedric.
—A ver, primero, yo no soy un erudito en estos temas, y, segundo, estas cosas no son aceptadas por todo el mundo. Un teólogo cristiano probablemente te diga que esto no es del todo cierto y demás. O quizá te diga que es cierto, pero que hay matices, que es una representación mítica de un hecho importante para el hombre, que han ido adoptando y transformando las distintas culturas y civilizaciones. Sin embargo, hay otros historiadores y estudiosos, algo más “outsiders” —reproduzco el término inglés porque es el que mejor explica eso de fuera de los círculos oficiales—, que te dirán que efectivamente Lucifer no era tan malo como lo pintaban y que su rebelión contra Dios fue por apoyar a los hombres, por liberarles. ¿Liberarles de qué? No lo sé, la verdad, ya te digo que no soy un historiador. Incluso habrá quién te diga que los distintos nombres del diablo pueden responder a entidades distintas, etc. Todo esto tiene su punto interesante, pero no es algo que sea aceptado. Y, para ser sincero, la mayor parte de estas teorías suelen estar muy poco apoyadas por estudios serios. Si nos atenemos a lo que dice la Biblia, Lucifer se rebeló justamente por lo contrario, por haber puesto Dios a los hombres por delante de los ángeles.
—Dices que no sabes de esto, pero te acabas de marcar una parrafada sobre el Diablo y su puta madre, que ya me contarás… —Matt acompañó su frase agitando su mano derecha cerca de su cabeza, la izquierda estaba enganchada, casi de forma perenne, a su novia mientras paseábamos— Juan es un poco así, te dice que no sabe de algo y luego te suelta un discurso sobre ella, a veces con resultados bastante soporíferos.
—Muy gracioso Matt, aunque tienes razón el algo, si quiero, puedo dormir hasta a las piedras.
—Pues a mí me está pareciendo muy interesante, no seas así Matt —intervino de nuevo Carla—. Lo que sigo sin saber es dónde está la estatua de Satán o Lucifer, o como quiera que se llame, en Nueva York.
—¿De verdad no lo sabes? —esta vez fue Nancy, que llevaba callada desde hacía media hora, la que habló. Era una chica típica americana, canadiense en este caso, al menos de pinta. Piel clara, muy clara, pero sin las esas rojeces que tanto desmerecen las pieles blancas. Rubia y de ojos oscuros, pequeños, igual que su boca y su nariz, era una especie de muñequita, algo más alta que Matt, aunque eso no significara gran cosa; los dos eran bastante bajitos. Me calló bien desde que la vi, aunque no hablara demasiado, tenía esos rasgos suaves y dulcificados de las buenas personas, de las personas que se toman la vida con cierta calma, sin odios ni inquinas estúpidas.
Carla negó con la cabeza en respuesta al comentario de Nancy.
—Nada, es normal, lo has visto tantas veces sin darte cuenta, sin fijarte, que ahora te es imposible asociarlo —intervine, intentando que Carla no se sintiera avergonzada—. Todo guarda mucha relación con tu visión negativa sobre el Demonio, la que todos, en mayor o menor medida, tenemos, y la visión totalmente opuesta que tienes del Rockefeller Center, todo luz, navidad, la pista de hielo, etc.
—“Fuck”, pero decidme dónde está de una maldita vez —Carla lo dijo medio en broma medio desesperada por su incapacidad para darse cuenta de algo que parecía obvio para todos los demás.
Nos reímos con su comentario; era una chica graciosa, más habladora y abierta que su novio o marido; no tenía aún claro que tipo de relación tenían. Daba la sensación de que ella había vivido bastante más que él. No sé si era una sensación propiciada por su acento y condición de americana o por su forma de ser, pero tenía aspecto de haber ido y haber vuelto de todas partes muchas más veces que el resto.
—Es la estatua grande, ¿no? La dorada, te refieres a esa —dijo de nuevo Nancy.
—Pues sí, exactamente.
—No puede ser, si eso es… —Carla se quedó detuvo ahí mismo, pensó unos segundos y volvió a hablar— Anda, vale, ya lo pillo, es una estatua de Prometeo, lleva el fuego en la mano, por eso lo de Lucifer, por eso lo del Demonio. Yo creo que mi padre me lo había contado alguna vez, lo de Prometeo, digo.
—Joder, muy bien, al final lo has cogido a la perfección —dije yo.
—No soy tan tonta como parezco, créeme —Carla me miró a los ojos y sonrió mientras lo decía— Pues nada, ya puedo decir que en Estados Unidos hay una estatua dedicada a Satán, ¿no?
—Sí, pero asegúrate de contar la historia entera o te van a tomar por loca, ya sabes cómo se las gastan tus compatriotas con ciertos temas… —repliqué.
—Sí, no te preocupes, luego me la escribes y así ya no hay problema.
Seguimos caminando aún un rato más, alejándonos de la glorieta que había dado pie a nuestra conversación. Era uno de mis lugares preferidos de Madrid, a pesar de todo, me ayudaba considerarlo así. Hacía bastante tiempo que no pisaba ciertas zonas del Retiro y había otras que no pisaba más que durante la Feria del Libro. Hacía calor, pero siendo casi las ocho de la tarde, se podía pasear sin cocerse demasiado. Volvimos sobre nuestros pasos y les sugerí que nos sentáramos delante del Palacio de Cristal, probablemente el lugar preferido de casi todo el mundo. Al ser ya mitad de Agosto no había mucha gente, ni allí ni en ningún lugar del parque. Era una gozada ver Madrid así, les dije, es cierto que no está tan animado por las noches, pero es una suerte verlo a media carga, con las calles y parques casi sin gente.
—¿Por qué si no sabes tanto de la estatua esa, sabes tanto? —preguntó de repente Matt, en un tono algo capcioso o jocoso.
—Pues no sé, por qué siempre me ha gustado y un día me puse a buscar un poco información sobre ella. De hecho se me ha olvidado deciros algo, algo qué es posiblemente lo que más me gusta de ella.
—¿El qué?
—Pues que está situada, justo y exactamente, a 666 metros sobre el nivel del mar.
Se rieron y Carla dijo: Te lo estás inventando.
—No, en serio. Es una gracia del que diseñó el pedestal, nada más. No hay nada esotérico detrás, creedme. No que yo sepa —no mentía, o mentía a medias. No decía toda la verdad, simplemente. Aunque sabía cosas de aquella estatua que nunca contaría, no sabía nada sobre si sus medidas guardaban algún propósito oculto. Desde luego, nada se decía al respecto en ninguna parte.
Carla me miró de soslayó, con un brillo algo extraño en sus ojos, como si no terminará de creerse mi historia, como si supiera que no decía toda la verdad.
—Pero esto es fácil —continué—, ya os digo, no os penséis nada extraño, Madrid está a una altura como de 650 metros sobre el nivel del mar, llegar a los 666 es bastante normal, no sé si hasta fue de casualidad, creo que no. La estatua primero se hizo en yeso o algo así, luego, para un exposición en París hicieron una reproducción en bronce y después se decidió colocarla aquí, para lo que se hizo el pedestal —me estaba empezando a resultar molesto hablar tanto de la dichosa estatua. Oscurecía poco a poco y no podía evitar sentir una punzada en el estómago al ver como las aguas del estanque enfrente de nosotros y los árboles de alrededor se teñían de un negro cada vez más sólido.
—Pues menuda casualidad, ya me empieza gustar menos estar aquí, ahora que hay menos luz.
Nancy tenía razón, aunque no lo dijera completamente en serio. A mí tampoco me gustaba estar en el retiro cuando se iba la luz.
—¿Y tú qué opinas? —dijo Carla súbitamente
—¿Que qué opino de qué? —contesté yo confundido
—Ay, perdona, es que a veces hablo siguiendo mis pensamientos, sin darme cuenta de que el resto no me está oyendo pensar —sonrió, otra vez, sonreía casi siempre, como Nancy, eran una especie de troupe de canadienses felices—. Digo que qué opinas de lo de Lucifer, el Demonio y demás.
No respondí automáticamente, como hubiera sido natural en mí. Me quedé mirando a Carla. Volvía a tener ese deje extraño en la mirada, como si quisiera tantearme o buscar algo que sabía escondido a propósito. Yo me había cuidado de no dar muestras de nada, la verdad, pero se notaba que ella le había dado vueltas al asunto desde que lo mencionamos delante de la estatua.
—¿Yo? Pues la verdad, que todo son mitos absorbidos y transformados, quizá provenientes de una fuente común, quién sabe, pero que no son más una forma de explicar procesos o eventos que para el hombre primitivo de otra forma inexplicables. Luego, las distintas religiones se han ocupados de usarlos a su manera. Eso ya es otra historia, en mi opinión, hay entran asuntos más profundos que la imaginación o el tratar de explicar algo, ahí hay mucha política, poder, dinero…
Carla pareció dispuesta a decir algo más, pero no llegó a emitir sonido alguno. Se notaba que mi explicación no la dejaba del todo satisfecha, pero no dijo nada más.
—Venga, es hora de irse, que esto de noche no es que esté demasiado iluminado—dije, mientras me levantaba y me sacudía los pantalones.
—Pues venga, ¿dónde vamos ahora? —dijo Matt, y todos los demás se levantaron con nosotros, dejando las escaleras delante del agua y con el Palacio de Cristal, brillando con una extraño brillo anaranjado, producto de la luz de las primeras farolas que se encendían en el paseo cercano.
El día había sido bastante completo, por la mañana museos, Prado y Reina Sofía; a todos les gustó más El Prado, aunque el Guernica les dejó también entusiasmados, y nos dio pie a charlar un rato sobre la Guerra Civil, la República, la Dictadura… No sé si se quedaron con mucho de lo que hablamos, pero creo que que conseguí darles una mínima idea de lo que había sido el último siglo para España. Me sorprendió que, salvo Carla, que parecía de lejos la más culta, ninguno de ellos supiera que Franco había estado en el poder más de treinta años, y, ni Cedric ni Matt ni Nancy tenían ni idea de quién o por qué se había luchado en la Guerra Civil. Carla sí, y además con bastante profundidad, lo que me sorprendió y me encantó al mismo tiempo. Mencionamos a Hemingway, claro, aunque éste hubiera vivido una guerra más “light” de lo que la gente solía creer. Carla parecía también muy buena chica, y era guapa, aunque algo gordita, pero creo que sus curvas realzaban aún más una belleza que era algo terrenal, auténtico, nada construido o planificado. Estaba siempre sonriendo, un sonrisa clara y firme que parecía a prueba de bombas, y eso la hacía aún más atractiva. Su pelo largo y negro no encajaba para nada con su ascendencia alemana. Más tarde supe que era alemana por parte de padre y que su madre era americana pero con ascendencia india, nativa americana no india de la India, creo que dijo que tenía sangre Biloxi o Choctaw. Era una chica un poco desconcertante, y eso que sólo llevaba unas horas con ellos; podía ser tan americana como sacada de un anuncio, pero al mismo tiempo era la más natural o menos estandarizada del grupo, y mucho menos artificial de lo que suelen ser sus compatriotas. Me pareció que Cedric tenía mucha suerte de tener a alguien así, tan especial y exótico.
Dimos una vuelta por el centro después de los museos: el Madrid de los Austrias, la Plaza Mayor, lo básico y típico. Paseamos por La Latina, tomamos alguna caña, aunque preferí llevarles a comer un bocadillo de calamares en la calle Postas. Después de estar tumbados un importa nada a andar, y ellos me dijeron que preferían andar, así que les tuve todo el día dando vueltas. Para cuando salimos del Retiro, estaban todos deseando que nos sentáramos a cenar, más que irnos de tapas por la zona de la calle Jesús, que había sido mi idea inicial. Les propuse cenar en un sitio pequeño de comida casera en la calle Santa María y les pareció bien; no era algo muy lujoso, pero bastante típico y bien de precio. Además, así andábamos cerca de Huertas para tomarnos luego algo por ahí. No es que Huertas sea mi zona preferida, nunca lo ha sido, pero yendo con guiris me pareció muy buena opción.
Cenamos bien, aunque algo de más. Al salir, casi les tuve que arrastrar hasta el Jazz Bar, situado a escasos cincuenta metros de donde habíamos cenado. No dieron, o no dimos, yo también andaba bastante cansado, para mucho más. El bar es un lugar tranquilo, siempre con buena música de fondo y el alcohol es de una calidad aceptable. Nos tomamos algunas copas, ellos una, que tuve que elegir y pedir por ellos; estos extranjeros no saben ir más allá de la cerveza o los cócteles de colores con sombrillitas. Yo me tomé tres güisquis, mientras tanto, que me dejaron más tocado de lo que quise admitir. No tenía ganas de irme a dormir, y ellos en realidad tampoco, o eso decían, así que decidí que se vinieran a casa, no andábamos lejos, apenas diez minutos hasta la plaza de Santa Ana, de allí te caes al número siete de la calle Príncipe. La idea les gustó, les dije que pondríamos algo de música y que podíamos tomar alguna copa más tranquilamente y fumarnos unos porros si les apetecía. Les pareció muy buena idea a todos, sobre todo a Carla que, para variar, estaba bastante más animada que el resto.
Vivo solo, creo que no hace falta decirlo. Reconozco que en los últimos tiempos destilo algo de soledad en cada palabra que digo. Una soledad bien entendida, la soledad no como concepto de solitud y desesperanza, sino como hecho. Hoy por hoy vivo solo, y estoy solo emocionalmente, pero no estoy solo en general. Y me siento bien, tranquilo. Tengo amigos, familia, alguna mujer, hombres quizá; los años me han convertido en una persona muy heterodoxa en estas lides. Desde hace casi tres años vivo en una especie de limbo personal. Y es que no soy una persona fácil, antes creía que sí, pero después de ciertas experiencias y decepciones, me he dado cuenta de que no lo soy. Llevo rumiando mi condición demasiado tiempo, y sé que todos somos, a nuestra manera, difíciles, pero prefiero no arriesgarme a joderle la vida, o unos cuantos meses de esa vida, a nadie más. Vivo solo, a veces me siento solo, pero sé que no estoy solo. Un amigo me dijo hace poco que la soledad estaba sobrevalorada, y he decir que me abrió los ojos, tenía mucha razón con su comentario, demasiada soledad o mitificar la soledad sólo nos lleva a sentirnos completamente solos, algo nefasto y casi nunca cierto. Sin embargo, sigo pensando que un poco de soledad está bien, mientras ésta sea buscada, pretendida.
Mi casa estaba ordenada, aunque el ambiente estaba cargadísimo; llevaba diez días ya de vacaciones y no había pasado por allí más que un día para hacer un cambio de maletas y salir pitando a la casa de mis padres en Santander; de Cádiz a Santander en dos días, una paliza, pero una paliza que merecía le pena. No había contado con tener que coger el coche otra vez, pero en cuanto Matt me llamó, no dudé, al fin y al cabo, con las carreteras de ahora, apenas son cuatro horas desde Santander. Abrí la única ventana del salón y las del baño y mi cuarto para que hubiera un poco de corriente. También levanté un poco los dos tragaluces justo encima del sofá y la pequeña cocina americana, para ver si así era posible sobrevivir sin aire acondicionado. El piso es pequeño, un salón, cocina en el salón, casi, baño y un cuarto amplio. Es más grande de lo que parece, pero al ser abuhardillado, se pierde mucho espacio. A pesar de ello, tengo dos sofás grandes y una zona amplia donde sentarse y charlar. Serví un par de copas para Matt y Carla, y serví otra, un poco más cargada para mí. Le di la maría y un poco de papel a Cedric para que se fuera liando uno. Yo no fumo, tabaco no, pero encontré algo de tabaco de liar, un poco reseco, resto de alguna fiesta en mi casa.
Llegamos a mi casa hacia la una y media y estuvimos dos horas charlando un poco de todo, bebiendo y fumando. Tuve al fin oportunidad de charlar más en tranquilamente con Matt y que me contara qué había sido de su vida, qué planes tenía y demás. La verdad es que las cosas le iban bien, su negocio iba bien y acababa de comprarse una casa en una zona residencial de Montreal. Lo de que su negocio iba bien era un eufemismo, su negocio iba increíblemente bien y debía estar ganando mucho dinero con él. Hace un par de años creó un aplicación para móviles con un amigo suyo que era un teclas y a los pocos meses ya estaban en los primeros puestos de todas las tiendas de aplicaciones de Apple y Android. Ahora estaban en boca de casi todo el mundo y en los móviles de más de medio mundo. Me confesó que estaban empezando a recibir contactos de grandes compañías interesadas en comprarles, aunque dijo que por ahora seguirían así, al menos uno o dos años. Bueno, dijo Matt ya un poco tocado, a no ser que nos ofrezcan una millonada y tengamos que decir que sí. Tenía apenas 33 años, dos menos que yo, y ya tenía la vida solucionada. Pensé en comentarle alguna de las ideas que me rondaban la cabeza, pero desistí rápidamente, no creo que fueran el momento ni el lugar. Saqué el móvil en cuanto pude y apunté una nota para no olvidarme de comentárselo en otro momento. Nunca lo había pensado así, pero era amigo de uno de los personajes más en boga de todo el panorama tecnológico y empresarial mundial, y el tío, gracias a Dios, seguía siendo el mismo de siempre. Algo payaso, en el buen sentido, Matt era todo un coco, pura imaginación, ahora estaba más mayor, pero seguía conservando sus salidas de tono y su humor siempre en la línea del buen gusto. No se cortaba por nada, supongo que por eso le había ido tan bien, no recuerdo nada que le hiciera vacilar o dudar de sí mismo; ese era un rasgo que yo, de natural más apocado, admiré desde el principio.
—Mierda, Matt, y con toda la pasta que tienes, ¿qué haces viajando así?
—Bueno, no tengo tanta pasta, hacemos mucha pasta, pero no toda va para nosotros, y ya te he dicho que me acabo de comprar una casa. Además, nos gusta viajar así, como gente normal. Y, joder, tampoco es que estemos durmiendo en un albergue. Además, Nancy ya exige otras cosas, que la he tenido viviendo en el piso con mis colegas casi dos años.
Tenía razón, su hotel no estaba lejos y era uno de los nuevos mejores hoteles de la ciudad. Ya no éramos universitarios, ahora cada uno tenía su vida, una vida por hacer, que construir, ya no jugábamos, no como antes. No acabé de enterarme de a qué se dedicaba su colega Cedric, pero creo que a algo parecido.
Hacia las tres y media, empezaron a hablar de marcharse, sobre todo Cedric y Nancy. Se disculparon pero era evidente que necesitaban ir a la cama cuanto antes; Nancy llevaba ya un rato medio dormida, con la cabeza recostada sobre el sofá. Como es lógico, Matt decidió también que ya era hora y yo, animado por las copas y la maría, empecé a pensar en si sería capaz de darme una vuelta solo por alguno de los bares de la zona. Lo había hecho alguna vez, y siempre había acabado borracho como una cuba; a falta de conversación, bebía. Y una vez hasta ligué con un grupo de inglesas y acabé en casa con una de ellas, lo que siendo británicas no tiene demasiado mérito, todo sea dicho.
—¿Ya nos vamos? ¿Por qué?
Carla estaba sentada en un cojín en el suelo, recostada sobre sus brazos, en una postura bastante sugerente, que mostraba el buen tamaño de sus pechos. Cedric se había levantado siguiendo a Nancy y Matt, pero se quedó a medio camino ante el ruego de su compañera. Miraba a un lado y a otro, esperando que alguien decidiera por él.
—Sí, Carla, que es tarde, nos hemos dado una buena paliza hoy; paliza que estado genial, Juan, no te lo tomes a mal —negué con cabeza, Nancy tenía razón, había sido una paliza, yo también estaba cansado pero medio borracho ya, casi ni me acordaba de ello—. Mañana deberíamos levantarnos pronto para ir a Toledo.
—Jo, yo no quiero irme todavía.
—Pues quedaros, podéis venir luego, el hotel está aquí cerca, ¿verdad?
—Sí, yo os puedo acompañar luego si hace falta —afirmé, después de darle el último sorbo a mi copa.
—Buf, yo no creo que me quede, Carla —intervino Cedric—, estoy deseando irme a dormir.
—Joder, pues nada, venga, vámonos.
—Pero no te enfades, mujer, quédate si quieres, a mí no me importa, pero yo me voy que estoy que se me cierran los ojos.
Cedric no hablaba por hablar, sonaba como si de verdad no le importara. Me gustó que no le importara, y no es porque tuviera ganas de que Carla se quedara, que en parte también, sino porque me gustó la confianza que demostraba, la seguridad en sí mismo con la que lo dijo.
—Vale, me quedo entonces, no te importa, ¿no?
—Qué no, de verdad, pero tampoco te pases que mañana a las diez como tarde hay que estar en pie.
—Vale, no te preocupes, un rato más y me voy. No te importa, ¿verdad, Juan?
—Para nada —dije yo, intentando aparentar la misma tranquilidad que ellos aparentaban ante la situación de quedarme a solas con ella en mi casa.
Se despidieron con normalidad, le di un abrazo a Matt y les acompañé de nuevo hasta el portal; la entrada al piso es un tanto extraña, en realidad es un piso que da a la calle paralela, es como una especie de añadido al edificio y hay que bajar para luego subir. Algo muy raro, las típicas cosas de casa antigua reconvertida.
Al subir, vi a Carla asomada a la ventana, saludando con su mano.
—No me han visto
—Ya, es difícil, estás mirando hacia la calle que no es
—Ah, vaya, haberme avisado, ¿entonces a quién coño saludaba?
—Yo que sé…
Volvió a sentarse en el suelo, en la misma postura de antes, justo enfrente de mí, al otro lado de la mesa, a pesar de tener todo el sofá para ella sola. Sonreía por el último comentario e intentaba sacarle un trago más a su copa más que acabada.
—¿Quieres otra? —pregunté.
—La verdad es que sí, pero no me la cargues mucho. ¿Cómo dices que se llama esta Ginebra? Está muy buena. A mí no me suele gustar la ginebra y mira, ya voy por la tercera.
Se la veía algo achispada, pero no creo que llegar a borracha; se había tomado tres copas, pero tres copas ridículas. Hasta ese momento no había planteado nada más allá de charlar con ella, pero las ideas obvias de una situación así comenzaron a volar de un lado a otro, sin que tuviera mucho éxito en devolverlas al hueco revuelto del que surgían. Eran ideas traviesas, siempre, ideas que no controlamos demasiado, supongo que son la forma en que las pulsiones se muestran en nuestro cerebro, de ahí que sean tan incontrolables; son una pulsión, el instinto hecho ideas.
—Es que es una ginebra buena, se llama Martin Millers. Si me preguntas a mí, te diré que es simplemente una ginebra más flojita y con aroma de hierbas, pero los entendidos te contarían toda la historia del agua traída desde Islandia y no sé qué hostias más —Esto último lo dije en español, no sé por qué.
—¿Qué has dicho lo último? ¿Qué significa?
—“No sé qué mierdas más” que dicen que le ponen a la ginebra esta —dije en inglés
—¿Cómo es? ¿”stia”?
—“Hostia”, es una palabra un poco bestia
—¿Qué significa?
—Puede ser el pan de la comunión, lo que te comes en la iglesia, puede significar también golpe o puñetazo, o puede ser utilizado como exclamación, como ahora, ¡joder, hostia!
Se río al oírlo.
—Me encanta como suena, suena muy masculino. En general el español de España suena muy masculino.
—¿Por qué el de España? ¿Sólo el de España?
—Bueno, no sólo, pero vosotros habláis más serio, con un tono más alto, sois más europeos, digamos, cuando habláis.
Terminé de servir las copas y volví a sentarme. La botella de Martin Millers había sido un regalo de mi amigo Pedro. Bueno, regalo, la trajo un día para tomarnos algo, bebimos dos copas y se la dejó aquí. No me la ha vuelto a pedir, así que es un regalo como otro cualquiera. Puede que él no piense lo mismo, pero llegará tarde a recogerla después de esta noche.
—Oye, gracias por acompañarnos hoy, ha estado genial. Lo que más me ha gustado ha sido el parque del templo egipcio y la historia del parque.
—¿La de la estatua?
—Sí
—Mira, los dos son de mis sitios favoritos de Madrid. ¡Qué casualidad!
Sonrió y bebió con un gesto que me desconcertó. Yo no estaba dispuesto a hacer nada con ella, sabiendo que estaba con su novio aquí, y que era amigo de Matt. No me gusta estar con gente que tiene pareja, y menos si conozco a la pareja. Y mucho menos si encima es el colega de un amigo. Pero no pude evitar, de nuevo, pensar en ella de esa manera. Si no fuera porque no se movía de dónde estaba, sin moverse, justo al otro lado de la mesa, creería que se había quedado por algo más.
—Y tu colegio, tu colegio también me ha gustado. Tiene que ser genial haber ido a un colegio así, con historia, en el centro de Madrid.
—La verdad es que sí, y a mí me pillaba al lado de casa, además.
—Ah, ¿sí?
—Sí, yo vivía con mis padres en la calle Mayor, muy cerca de Sol, entre La Puerta del Sol y la Plaza Mayor
—O sea que eres madrileño puro
Me encantó como sonó el “madrileño” dicho en Español con su acento. No dejaba de sonreír con un gesto tan agradable como perturbador en su mirada.
—La verdad es que no, para eso hay que ser un gato, y es difícil ser gato. Mis padres son de fuera de Madrid, los dos.
—Gato es “Cat”, ¿verdad?
—Sí
—Es lo de que tienes que tener al menos dos generaciones por encima de ti de Madrid.
—Exacto, sí, más o menos, no sé si son dos o tres. ¿Cómo lo sabes?
—Nos lo contó el taxista que nos llevó al hotel
Estuvimos callados un par de minutos, mientras pensaba en si hacernos otro porro o no. Empezaba a estar borracho, aunque por alguna razón, quizá la copiosa cena, no llegaba a emborracharme de verdad. Mejor, pensé, no es la situación ideal para acabar chuzo perdido. O sí…
—Oye, y dime la verdad, ¿por qué sabes tanto de lo de la estatua del Diablo?
La pregunta me pilló por sorpresa. Tal y como había pensado, Carla había intuido que me guardaba cosas cuando hablábamos esta tarde. Sí que había una razón para que supiera más de esa estatua, pero no era algo que quisiera contarle a nadie. Me preocupó que ella me hiciera esa pregunta y más que usará ese tono, como si supiera cuál era la respuesta.
—Ah, nada —contesté, intentando aparentar normalidad—, pues por qué es uno de mis sitios preferidos de Madrid. Una estatua al Diablo es algo digno de ver, la verdad, sea donde sea, y siempre que quiero saber de algo, tengo que mirarlo y aprenderlo, soy así. Si no puedo contarle toda la historia de una estatua o una fuente a mis amigos cuando vengan a verme, no me quedo tranquilo.
Se quedó mirándome fijamente, sonriendo, siempre, con sus ojos algo achinados, muestra de las caladas que había dado a los dos porros que había hecho circular Cedric hacía un momento. Era algo más que guapa, era guapa y tremendamente atractiva, pensé, era mi tipo de chica. El alcohol empezaba a hacer efecto y lo que antes era un mero interés tornaba en atracción, por el momento soportable. Esperaba que se quedara así, a distancia de mí, no quería hacer algo de lo que me iba a arrepentir mañana, sin duda. Aunque por otro lado… Probablemente, como otras tantas veces, estuviera confundiendo señales y signos, pensando que aquí todo el mundo busca lo mismo. Mierda, pensé, mis dos mitades que se pelean y una de ellas que empieza a ser más simpática y convincente que la otra.
—Sí, ya, pero del Templo de Debod no nos has hablado tanto.
—Bueno, no habéis preguntado —le devolví la sonrisa socarronamente
—Ya, bueno… Yo creo que hay algo que no nos has contado
—¿El qué?
—Venga, tiene que haber alguna historia detrás de esa estatua, alguna leyenda o algo. No me creo que no haya nadie que se haya, al menos, inventado una historia alrededor de la estatua de “Lusaifer” (en el inglés original, más o menos).
Me quedé pensando. Se me borró la sonrisa sin darme cuenta. Contarlo o no contarlo. Y cómo contarlo. No era más que una leyenda, pero, ¿y la historia del viejo Floro? ¿y lo que vimos aquél día? ¿Era eso también una leyenda? Vimos lo que vimos o lo que quisimos ver. No, era mejor no contar historias que luego pudieran extenderse. Tenía razón, era muy raro que nadie hubiera creado una leyenda alrededor de esa estatua, pero estaba mejor así.
—Pues la verdad es que sí hay una —me oía hablar y no sabía por qué lo hacía, pero no podía parar de hacerlo—, lo que pasa que no la sabe mucha gente y tampoco me gustaría que se extendiera demasiado. Imagínate lo que sería tener a un montón de tarados por aquí, siempre alrededor de la estatua. Y más en un país tan católico como este, igual hasta se la acaban llevando a un almacén.
—Bueno, cuéntamela a mí, yo soy americana y vivo en Montreal, no tengo muchos amigos, no creo que se la pueda contar a nadie que le interese.
Me reía con su comentario, a pesar de la trifulca que se desarrollaba en mi cabeza, luchando a brazo partido mis ganas por sacar todo de una vez y mi reticencia natural a hablar demasiado.
—No, si te la cuento —sabía ya que la iba a contar, pero también sabía que no debía—, no se la puedes contar a nadie más, nunca, y punto.
—Está bien, está bien, no te pongas tan serio. Sé guardar secretos, de verdad.
—Quizá después de que te la cuente no tengas ganas de contárselas a nadie más, créeme,
Por un momento su sonrisa bajó de intensidad, mi tono había sido de todo menos divertido. El tema no era divertido, no para mí, no me gustaba recordar esta historia, pero ya era hora de contarla, de que alguien más lo supiera. No había hablado de esto en muchos años y necesitaba sacarlo, por eso me había lanzado a hablar contra mis propios deseos, mi cerebro había decidido que ya era hora de sacarse esa negrura de dentro.
—Vale, bueno, ¿qué hora es? No quiero que estemos aquí hasta las diez de la mañana.
—Tenemos tiempo, tú tranquilo. Venga, cuenta.
Estaba más nervioso de lo que dejaba entrever y estos nervios habían hecho que mi borrachera quedará en un segundo plano. De un plumazo se me quitaron todas las ganas de acercarme a ella, sólo quería hablar, sacarlo todo de una vez, sin pensar.
—Has hablado de mi colegio. Bueno, en mi colegio había un bedel muy viejo cuando yo estudiaba, que se jubiló estando yo en mi penúltimo año de colegio. Te acuerdas de dónde estaba, ¿verdad?
—Sí, al lado del puente grande ese
—Sí, al lado del Viaducto, delante del Parque de las Vistillas.
—Sí, me acuerdo, me acuerdo.
—Bueno, este bedel era un huérfano que había sido recogido por los curas del colegio cuando era sólo un niño, algo habitual en aquellos años. Lo normal, lo que solía pasar con estos huérfanos, es que acabarán como sacerdotes, pero según lo que él nos contó, él valía para todo menos para dar misa. A pesar de los esfuerzos de los curas, que intentaron una y otra vez meterle en vereda, las misas y los catecismos le resbalaron siempre. Y no es que fuera una mala persona, algo tarambana, con mucho carácter, pero no mala persona. Ni estaba en contra de la Iglesia, al contrario, siempre fue un hombre muy pío. Los curas, lejos de dejarle en la estacada, le ofrecieron una plaza de bedel en el propio colegio cuando se rindieron a la evidencia de que la vocación jamás surgiría en él. Todo esto te lo cuento como él nos lo contó. Ahí estuvo trabajando más de cincuenta años, viviendo en el mismo colegio, en la residencia de los curas que habían sido su única familia desde siempre. Era una persona hosca, de trato brusco, pero buena persona, y a pesar de su mal carácter y sus broncas, era bueno con los alumnos y se llevaba bien con la mayoría de nosotros.
—Espera, espera, creo que no te refieres a “maintenance man” (yo llevaba desde el principio llamando así al bedel, a falta de una palabra mejor), era más un “janitor”, ¿no?
—Eso es, gracias
—Es que es más fácil de decir y como hablas rapidísimo, te sentirás más cómodo
Me reí y le di las gracias, tenía una manera muy personal, deliciosa de recalcar los errores o los defectos de la gente, durante el día había hecho muestra de ello varias veces.
—Bueno, pues yo me llevaba muy bien con este “janitor”, yo y mi amigo Fidel, que también vivía por la zona, a cinco números de mi casa. ¿Por qué? Porque éramos bastante bestias de pequeños y nos quedamos castigados por la tarde en el colegio, haciendo deberes, día sí día también. Como Floro, así se llamaba el bedel, abreviatura de Florindo, siempre andaba por ahí, cuando nos veía se quedaba hablando con nosotros y nos avisaba cuando se acercaba el cura o el profesor a cargo del castigo. Con los años fuimos tratándole más, hasta llegar incluso a tomarnos de vez en cuando unas cañas con él, los últimos años antes de que se jubilara, y más mayores. Cañas que no dejó que pagáramos jamás, por cierto. Bueno, pues Floro nos contaba montones de historias sobre Madrid, él lo conocía como la palma de su mano, eso decía, al menos el centro. De pequeño siempre se escapaba del colegio en cuanto podía y se dedicaba a recorrer solo las calles del centro, los mercados, los bares, todo. Le encantaban las tertulias futbolísticas que se montaban en un bar por la zona del Paseo Pontones, cerca del Estadio Vicente Calderón, y dice que se hizo del Atlético sin pensar gracias a las que se montaban allí los días de partido.
Paré un momento y miré a Carla. Seguía despierta y atendiendo a mi historia.
—¿Me sigues?
—Sí, más o menos, con tantos nombres de calles y eso me pierdo un poco, pero me entero
—Perdona por mi Inglés, en cuanto habló un rato empiezo a confundir verbos, palabras y el género de la gente
Se río y dijo que no pasaba nada, que lo hablaba muy bien.
—Sigue, sigue, que empieza a ponerse interesante, si me pierdo te digo.
—Vale. Bueno, eso, que era muy madrileño, le encantaba Madrid y le gustaba contarnos cosas sobre ella. A veces nos hablaba de los asesinatos más famosos que había habido en Madrid, sobre todo por el centro, y aunque, la verdad, nunca he comprobado si decía la verdad, los contaba con una pasión y una profusión de datos, que cuesta pensar, incluso hoy, que no fueran verdad. Si le daba por ahí, Madrid era la ciudad más aterradora del mundo. Si no, otro día, te parecía que lo de esta ciudad era un auténtico paraíso en la tierra. No era de esos que echaban de menos el pasado, vivía solo, sin sentirse solo, nunca pensé lo contrario, y le gustaba vivir así, no había futuro, y el pasado no era más que una buena fuente de historias para él. Poco más. De todas esas historias, hubo una que nos contó en ese último año en el colegio, tomando un día unas cañas, que nos será muy difícil olvidar.
Hice un parón y le di un trago largo a la copa. Aquí empezaba la verdadera historia y estuve a punto de retirarme, de dejarlo donde estaba. Pero no lo hice, cogí fuerzas y seguí contándole a Carla, que había cambiado de postura y se sentaba ahora apoyada en sus piernas cruzadas. Mira, está sentada a lo indio, pensé. Menos mal que no lo dije en alto…
—Fue el único día que se emborrachó estando con nosotros —continué—. No fue una borrachera brutal, fue algo circunstancial, una borrachera tranquila, poco a poco fue enmudeciendo hasta quedarse casi callado del todo. No le habíamos visto así en la vida. No daba pena o lástima, no, no había tristeza en ese hombre, nunca, no parecía saber lo que era la nostalgia, simplemente se quedó callado, como pensando. Después de un buen rato así, que nos dejó algo confundidos, volvió a hablar. Siempre empezaba sus historias con un “No sabéis lo que era”. Bueno, no siempre, pero sabías que iba a ser una buena historia cuando comenzaba así. En este caso empezó hablando de la zona dónde estábamos, de su vida con los curas, de que le estuvieron intentando hacer cura toda la vida… Algo bastante típico que habíamos oído otras veces, pero no fue más que una especie de introducción, un trampolín que usó para darse impulso y meterse de lleno en la historia que quería contar.
“No echo de menos esos tiempos. Estuvieron bien como estuvieron. Aunque el parque… Quizá el parque sí que era otra cosa. Puede que no mejor, ahora está muy bonito, muy cuidado y todo eso, pero entonces tenía algo especial. Todo era más rústico, había más arena, también más vida, o una vida distinta, la gente ahora no va al parque de la misma forma. Antes el parque, cuando yo era joven, era un lugar para relacionarse, para verse con los amigos y parientes, para ver a las chicas. Ahora los parques parecen una necesidad vital, ves a la gente entrando en ellos apresurada, deseando buscar un rincón en el que tirarse, no pasean, no se miran, no los disfrutan…”
—Si alguna vez sentimos algo de nostalgia en ese hombre, fue aquí, lo que nos dejó algo decepcionados. La nostalgia es muy fácil, yo soy un nostálgico empedernido, pero si algo me gustaba de él, era esa ausencia de miedo, esa felicidad tan poco explosiva, tan recia que parecía cultivar. Era un hombre culto, gracias a los curas, criado en la ciudad, pero que siempre mantuvo ese aire reposado dela gente del campo. No quiero adelantarte nada, pero no andábamos del todo finos interpretando sus palabras. Sigo contándote, mejor. Ella asintió con su cabeza.
—Nosotros hicimos un par de comentarios sobre el parque, que no estaba mal, que la gente sí que paseaba y ligaba, pero él negaba con la cabeza y decía: “no como antes, no como antes, no había esa necesidad”
“Mirad, la gente sabe muy poco de Madrid, es demasiado grande y hay demasiados madrileños itinerantes, pero la gente sabe aún menos sobre el Parque.”
—¿A qué te refieres, Floro? —dijo mi amigo Fidel.
“A qué el parque guarda secretos, algunos poco secretos, historias nada más, otros son secretos muy profundos, secretos de verdad, mucho más que historias.”
—Si antes pensamos en la nostalgia, ahora vimos desaparecer esa nostalgia y como era sustituida por algo parecido al miedo. Ingenuos, nos miramos y pensamos, “esto se pone interesante”.
“Los curas del colegio no son lo que pensáis. O, bueno, sí lo son, en general son buena gente, simples curas la mayoría, nada más. Hombres, con sus vicios y sus flaquezas. Quizá no debería contaros todo esto, pero, qué demonios, ya sois mayores y alguien tendrá que saberlo. Yo en menos de un año ya no estaré aquí; no pienso quedarme aquí cuando me jubile.”
—Nosotros nunca pensamos que ese hombre podía estar harto de vivir en el colegio, pero quizá no era la sombra estoica que siempre pensamos, después de todo. La charla, si bien aún no estaba dándonos nada de historia, de chicha en forma de contenido, sí que nos estaba abriendo un poco los ojos de cara a un personaje que creíamos conocer de sobra.
“Estos curas guardan un secreto y ese secreto tiene mucho que ver con el parque. El parque tiene que ver mucho, demasiado con la ciudad, luego los curas juegan un papel fundamental en la ciudad. Ya os he dicho, no todos, pero si algunos de ellos. Madrid está maldita, quizá que os diga esto no os sorprende, pero no es un decir, caramba, Madrid es una ciudad maldita de verdad. Creo que es la única ciudad maldita del mundo. “
—Estábamos algo acostumbrados a ciertas salidas de tono en contra de Madrid, de las que siempre había una contrapartida positiva que balanceaba toda su conversación, pero esta vez se salía un poco de la escala.
“Madrid está maldita y la maldición tiene mucho ver que estos curas y con la Iglesia.”
—Por qué, Floro, a qué viene esto, le dijimos, aunque parecía hacernos muy poco caso. Tenía la mirada fija en su mano, que reposaba agarrando el vaso sobre la mesa.
“Yo lo vi, lo he visto al menos dos veces, continuó, lo he visto y ahora agradecería no haberlo visto nunca. Fue por culpa del padre Sentino y de su empeño en recuperarme para la iglesia. Si no hubiera estado él, yo no hubiera visto nada y, quién sabe, quizá hubiera acabado dedicando mi vida a la iglesia, después de todo.”
—El padre Sentino era un cura muy viejo que murió teniendo nosotros doce o trece años. Poco sabíamos de él, salvo que se decía que había sido exorcista del vaticano. Aunque eso es algo que se decía de casi todos los curas viejos y enigmáticos que quedaban por el colegio renqueantes, pasando sus últimos días en la comunidad de sacerdotes que lo dirigía. La diferencia con otras ocasiones estaba en su forma de hablar. En esta ocasión no nos miraba demasiado a nosotros, se perdía mirando detrás, a través de nosotros, como si estuviera perdido en su propia historia. No creas que nos dimos cuenta de esto en el momento, simplemente pensamos que estaba más borracho que de costumbre y punto, pero hoy entiendo un poco más la razón de su ensimismamiento.
Carla escuchaba atenta, su sonrisa era tan parte de su cara, de su gesto, que era inevitable sonreír si la mirabas de seguido.
“Yo tendría unos años menos que vosotros. El padre Sentino era muy bueno conmigo y con todo el mundo, buena persona pero católico a ultranza, y siempre me decía que si la iglesia me había dado tanto, mi obligación era devolvérselo en cuanto pudiera. Y la mejor manera de devolvérselo era dedicando mi vida por entero a Dios. Ya sabéis que yo he sido muy respetuoso y siempre he estado muy agradecido a la iglesia, pero que eso de dedicar mi vida a Dios se me daba un adarme. Pero nada, él, erre que erre, haciéndome hacer de monaguillo día sí día también, dándome libros sobre vidas de santos para que me leyera, llevándome de viaje a Toledo, Segovia y demás provincias cercanas, asistiendo a más misas, a citas y charlas con otros sacerdotes, todo ello por querer hacer brotar en mí “la llama de Dios”, como él decía. Pero nada funcionaba, yo no podía mentirle y siempre que él me preguntaba que cuánto quería a Dios, yo siempre le daba la misma respuesta: no lo suficiente, padre, no lo suficiente. Era mi manera de decir que no iba a ser cura aunque así me ganase el cielo de forma directa. Lejos de desanimarse, él siguió siempre con su idea. Misas, entierros, obra de caridad, era su sombra después de las clases, siempre detrás de él, ayudándole en todo lo que me pidiera. Yo estaba acostumbrado a aquello, y tampoco me resultaba muy pesado, tenía ya claro que no sería sacerdote, así que esa era mi manera de devolverle a la iglesia lo que había hecho por mí, mi penitencia. En la primavera de ese año, el padre Sentino se ausentó unas semanas del colegio, semanas en las que pude disfrutar de una libertad inaudita para mí. Esta libertad acabó de golpe un día de mayo, poco después de que el padre volviera. Era de noche, no más de las doce, pero en esa época era lo suficientemente tarde para que todo el mundo durmiera, incluido yo, y más en el colegio. El padre Sentino se presentó en mi cuarto sin avisar y me despertó, llevándome un susto de muerte al ver esa figura negra agazapada sobre mi cama. Me costó recuperarme del sobresalto, el padre Sentino traía un gesto muy serio, poco habitual en él, y una sotana distinta, de un negro muy intenso y extraño, de una tela más fina y brillante. Me dijo que me vistiera y que le esperara en la puerta de abajo, la antigua puerta que vosotros habéis visto cerrada, pero que antiguamente se utilizaba como entrada y salida de los sacerdotes. Pasados unos minutos, bajó por la escaleras con su nueva sotana revoloteando a su alrededor y una biblia y una estola de color rojo sujetas contra su costado; entonces, medio dormido y aún reponiéndome del susto de mí despertar, no le di mayor importancia a lo de la estola roja, pero que sepáis que eso no es algo que se vea muy a menudo, y menos de aquel color rojo sangre. En seguida pensé que me llevaba a darle la extremaunción a algún pobre moribundo o algo así, asocié mártir con muerte; no lo había hecho nunca, pero lo había intentado todo, por qué no enfrentarme a la muerte, era lo último que le quedaba. O eso pensaba yo.”
—La historia se iba animando por momentos. No te haces una idea de lo bueno que era cuando una historia le gustaba. Lo mejor era que no parecía que se inventara nada. Es lo que te decía antes, que lo describía todo tan bien, con ese detalle, que parecía imposible que inventara nada. Todo era como muy fluido, sin parones, no dejaba lugar para la inventiva, no podía ser tan rápido.
“Salimos a la calle y comenzamos a andar en dirección a la basílica de San Francisco. Era principios de mayo, pero aún hacía frío y recuerdo haber lamentado no coger mi abrigo. El padre Sentino no pareció inmutarse, a pesar de que esa sotana parecía más fina de lo normal. Andaba rápido, más que de costumbre, y su gesto era muy serio, con las mandíbulas apretadas y la mirada perdida al frente. Apena si se percataba de mí, que le seguía a duras penas tras sus largas zancadas. A los pocos minutos yo iba ya asfixiado persiguiendo los vaivenes de su túnica. Vamos Floro, me decía, no te pares, no debemos llegar tarde. Anduvimos un poco más, manteniendo el ritmo, hasta llegar a la esquina de la calles Toledo y Colegiata. Ahí nos detuvimos. El padre miró su reloj con gesto nervioso y se giró por primera vez para mirarme. Yo intentaba recuperar el aliento como podía, había llegado casi corriendo. Se me quedó mirando y dijo: Floro, a partir de aquí, silencio total, no digas nada, no respondas a nada, no hables bajo ningún concepto. Si hay que hablar, yo lo haré. Me dejó algo confundido, si no asustado, y me quedé más que dispuesto a cumplir a rajatabla con lo que me había pedido. A los pocos minutos llegó un coche de color negro, muy lujoso, un Mercedes, creo; me recordó mucho a los que usaron en la visita del Papá a Madrid hacía un par de años. Paró delante de nosotros, el padre abrió la puerta y entramos dentro, uno detrás de otro. Me sorprendió comprobar lo vacías que estaban las calles; en todo el trayecto hasta allí no nos habíamos cruzado más que un par de coches solitarios.
El interior era oscuro, tanto como la dichosa sotana, y el conductor, también vestido con un traje y un sombrero negros, nos recibió con una extraña sonrisa. Nos miró a los dos varias veces, girando la cabeza de forma ostensible y al fin dijo: ¿está seguro de lo del chico, Padre? Sí, respondió Sentino. Bueno, usted verá, ya sabe que no hay muchos que lo soporten, si se vuelve loco o abre la boca cuando no debe, es su problema. A ver, chaval, dijo, ¿qué haces aquí? Estuve tentado a responder, pero no lo hice. Miré al padre Sentino y después al conductor, pero no solté prenda. Muy bien, dijo el conductor, así tienes que estar toda la noche, bien calladito. Las palabras del conductor me provocaron un escalofrío. En el coche olía a una mezcla de romero e incienso, olía a iglesia. Todo en él era sobrio, oscuro, como si nada debiera destacar o brillar dentro de aquel vehículo.
No tardamos más que unos pocos minutos en llegar nuestro destino. Nuestro chófer nos dejó en la calle Alfonso XII, enfrente de la segunda puerta lateral del Parque, la que se encuentra justo delante del Casón del Buen Retiro. Bajamos sin hablar, nadie dijo nada, nadie decía nada. El padre Sentino cerró la puerta con cuidado y se aseguró que guardara silencio haciéndome un gesto con el dedo índice delante de su boca. Delante de la puerta señorial, nada más subir los escalones, nos detuvimos y el padre se puso la estola roja que traía. No había mucha luz, pero supe enseguida que aquello no era nada habitual. Tampoco la estola; doblada no había nada raro en ella, aparte del color, pero cuando se la colocó, pude ver como estaba recorrida por una sucesión de símbolos extraños, bordados sobre el rojo en hilos dorados. El padre no hizo mucho caso a mis miradas y, aferrado a su biblia, entró sin vacilar al parque.
Yo entré detrás, de nuevo haciendo lo posible por mantener su ritmo. El paseo por el que entramos no era lo que es ahora. Antes no era más que un camino de arena y punto cercado por una fila de árboles, pero sin estatuas ni bancales. Me dio la impresión de que el frío era aún mayor allí y me froté los brazos con las manos, también ateridas. Al menos el caminar siguiendo al padre “patas largas” me ayudaba a estar algo más caliente. Llegamos hasta el paseo principal y giramos a la derecha. Anduvimos dejando el estanque a nuestra izquierda, hasta llegar a la segunda plazoleta que nos encontramos en el paseo. Yo sabía muy bien cuál era esa glorieta. La conocía muy bien, siempre había ese sitio, era el más asombroso; al fin y al cabo, lo de tener un estatua del mismo Diablo en medio de un parque, no es algo demasiado normal. Yo siempre me había preguntado qué historia guardaría esa estatua, pero todo el mundo respondía siempre lo mismo: “no hay historia”. Todo ese escepticismo, ese querer quitarle magia a las cosas y reducirlas a lo común, tan madrileño, no consiguió nunca quitarle el encanto a esa fuente. Hasta ese día, hasta esa noche. No he vuelto allí en más cincuenta años. Y jamás he vuelto a entrar al parque a una hora tardía.
Al llegar allí nos detuvimos. Sentí la mordida del frío de una forma que rara vez había sentido. El padre Sentino dio un cuarto de vuelta a la fuente que sostiene la estatua, y yo detrás. Se colocó pegado a su base, de espaldas a ella, justo enfrente del paseo que se abre en dirección contraria. Dio unos cuantos pasos, contándolos con precaución, creo que unos siete u ocho, no más de diez seguro, se arrodilló y sacó una pequeña botella de cristal, una de las que usan para guardar el vino para las misas, de un bolsillo interior de su sotana. Apoyó el pequeño recipiente en el suelo y mustiando unas palabras que leyó en el libro que yo había creído una biblia, lo bendijo. Acto seguido lo abrió y sin dejar de musitar palabras en latín extraídas del libro que sujetaba con su mano izquierda, lo vacío en el suelo trazando una especie de círculo. Se levantó con cierta dificultad, ayudado por mí, y, agarrándome de un hombro con más fuerza de la debida, me arrastró con él hasta dentro del círculo que había dibujado torpemente en el suelo. En voz baja y con el rostro más serio que jamás le vi, me dijo: oigas lo que oigas, veas lo que veas, no se te ocurra salir de este círculo ni hacer el menor ruido.
Se colocó de frente a la fuente y me situó, con su brazo, pegado a él, casi a su espalda. Yo estaba agarrado con fuerza a su sotana, helado y cada vez más muerto de miedo. Esperamos así varios minutos. No sé cuántos, se me hicieron eternos. El Padre se mantenía firme, abierto el libro que llevaba, que ahora podía ver y que parecía una especie de misal, aunque algo distinto, abierto sobre su mano izquierda, con el índice de la derecha posado, señalando una línea concreta. Recuerdo esa tensión, recuerdo que el ambiente comenzó a cargarse y que todo pareció detenerse a nuestro alrededor. No había ruidos, nada de viento, incluso el frío pareció cesar de repente. De repente, cuando creí que mis nervios no aguantarían y que rompería a gritar o a correr, se oyó un crujido, o más bien un lamento, un grito gutural pero doliente, como si el metal se quebrara lentamente con voz de mujer. Me escondí detrás del padre Sentino, que se mantuvo impertérrito, y cerré los ojos; no sabía por qué, pero los cerré, casi por instinto. El lamento aumentó de intensidad hasta convertirse en un grito, en un aullido claro y distinguible. Un aullido horrible, profundo y cada vez más agudo. Cesó y acto seguido llegó hasta nosotros el ruido sordo del metal golpeando contra la piedra, varias veces, y una respiración, un gruñido nervioso, salvaje que surgía por detrás. Quería mirar, averiguar que estaba pasando, pero no podía. Nada me lo impedía y al mismo tiempo había algo, dentro de mí, algo atávico, que no me dejaba salir de mi escondrijo tras el padre Sentino.
Los sonidos de esa noche se me quedaron grabados a fuego, más que lo que vi incluso. Pero éstos no fueron lo peor, ni mucho menos, porque al final tuve que mirar. ¿Cómo no mirar? Hice acopio de todas las fuerzas que me quedaban, espoleado por una curiosidad salvaje, y asome un ojo por detrás de la espalda del sacerdote. Lo que vi me dejó petrificado, y si no llega a ser por la mano del cura que me agarró de la espalda con fuerza al notar la tensión de mis manos tirando de su túnica, hubiera salido corriendo sin mirar atrás. De la estatua parecía bajar una criatura informe, de todos los colores y ninguno, ora agarrando la piedra con unas garras enormes y brillantes, ora deslizando como si fuera una serpiente, ora desplegando unas alas coriáceas que se agitaban nerviosas para desaparecer al minuto siguiente. No parecía tener ojos, pero al momento siguiente tenía miles de ellos, por todo su informe volumen. Le salía un pelo horrible y enmarañado por cada poro de su piel, pero se lo tragaba y su piel se convertía en una superficie resbaladiza y escamosa, babeando desde una boca de fauces de lobo. Era todo y era nada. No puedo decir más.
No me había dado cuenta hasta ese momento, pero el cura murmuraba unas palabras en latín, una y otra vez, en forma de letanía, sin mover un solo del resto de sus músculos. La criatura llegó a la base de la fuente y se sumergió en la negrura. Todo crujió entonces, la cosa gritó, más fuerte que nunca y otros gritos semejantes, pero sin llegar a su intensidad, se unieron a él. Las bocas de los chorros de la base se contrajeron en ese grito final y en un segundo todo quedó en silencio. De la base del monumento surgió una mujer de pelo negro como el azabache. Un pelo tan negro como la sotana de mi guía aquella noche; tan negro como la misma noche. Estaba desnuda y sus ojos, que pasaron sobre nosotros sin vernos, brillaban por encima de la oscuridad reinante con el color del fuego. El padre Sentino seguía con su letanía, pero a través de la túnica le noté sensiblemente más calmado, lo que me hizo estar algo más tranquilo a mí también; sentí como si lo peor hubiera pasado. La mujer salió de la fuente con paso lento, indiferente, y aspiró el aire de la noche con fuerza. Estaba desnuda, aunque desde dónde estábamos poco se podía distinguir. Comenzó a caminar y dio una vuelta mirando a la fuente, tocándola con sus manos, contemplándola con respeto, acariciando las cabezas de dragón que sueltan chorros desde su base. En pocos pasos estuvo justo a nuestro frente. Ya no andaba desnuda, llevaba ahora un vestido completamente normal, como cualquier mujer de entonces, y su pelo estaba anudado en una larga coleta. Se arrodilló y a sus pies contempló la mitad de lo que antes había sido la estatua del Ángel Caído. Estaba abierta, como partida desde su interior. La acarició también con cierto cuidado, casi con mimo, sonriendo. Se levantó y dirigió la vista hacia dónde estábamos. Se acercó hasta estar justo enfrente del padre Sentino y se detuvo. Su imagen era normal, demasiado normal, salvo porque iba descalza y porque un extraño olor, mezcla de almizcle y otros que no supe distinguir, lo cubrió todo a nuestro alrededor. Era un olor delicioso, un olor dulce y fresco, un aroma que llamaba a otros aromas y que en un momento me dejó tan relajado que casi me pongo a cantar. De nuevo, quizá sabiendo cuáles y cómo eran las reacciones, quizá presa de la misma incontenible mezcla se sensaciones, el padre me agarró fuerte y me apretó contra sí. Tras unos segundos interminables frente a nosotros, mirando sin mirar, sin poder vernos aparentemente, olisqueando el aire como un animal, al fin habló. Y habló con una voz de mujer sin tono, sin calor, pero infinita y cautivadora.
“Estás ahí, ¿verdad? Siempre puntuales, eso me gusta”. Nadie dijo nada, el padre Sentino siguió en su pose regia, aunque cesó en sus murmullos, cerrando el libro.
“Bien, no contestéis. Firmemos el trato y dejadme salir “. El sacerdote sacó un pequeño rosario de cuentas de una especie de madera blanca de uno de sus bolsillos y lo arrojó al suelo, a los pies de la extraña mujer. Está no se sorprendió lo más mínimo y se agachó a cogerlo. Extendió su mano y aguardó unos segundos antes de tocarlo, con un rápido movimiento lo cogió y en un espasmo que le recorrió todo el cuerpo, gritó como si le partieran en dos el pecho. Me tapé los oídos como pude pero mis manos no mitigaron un ápice el punzante sonido. Agarrotado por el horripilante grito, apenas vi como la mujer, en lo que parecía un esfuerzo sobre humano para ella, besó el crucifijo temblando, como si este pesará una tonelada, y lo volvía a arrojar a su pies, a punto de derrumbarse sobre sí misma.
“Está bien, ya puedes marcharte”. Fue el padre Sentino quién habló entonces. La mujer miró desde su posición agarrotada y entonces nos vio. Supe que fue entonces cuando pudo vernos. Asomé mi cabeza y la mujer me miró, rígida, penetrante, sentí rabia, una rabia inmensa, miedo, terror, pavor, el mayor cariño y la felicidad más profunda, acto seguido me sumí en la pena y comencé a llorar. Ella sonrió, apartó sus ojos y se levantó con la mirada fija en el sacerdote que ahora tenía delante, a su alcance.
—¿Ya puedo marcharme?
—¿Sí?
—¿No vas a recoger tus baratijas?
—En cuanto te vayas
—¿Hasta cuándo tengo?
—Lo sabes muy bien
—¿No tengo una extensión por buen comportamiento? —replicó zalamera
No respondió, el padre Sentino mantuvo su mirada, apretado su puño derecho y su mano izquierda cerrada sobre el libro de misas. Sus nudillos eran de color blanco y las tapas se doblaban ante la evidente presión que estaba soportando.
La mujer sonrió, otra vez, y me miró, otra vez su gesto era de algo parecido al cariño, pero un cariño amargo. Extendió su mano y me acarició la cara, no tuve tiempo de retirarme, no tuve oportunidad de hacerlo. Su caricia fue algo normal, pero su sonrisa me produjo un escalofrío.
—Con lo que yo he hecho por vosotros, y ahora miraros, unos esclavos.
—Conoces el trato y qué ocurrirá si lo rompes
—Sí, sí, viejo, lo sé. Hasta la próxima entonces, tráete al chico también, hacía tiempo que no veía un alma tan cándida, ¿no le habéis echado el lazo todavía, verdad?
El padre Sentino me miró por primera vez, respiró hondo y recuperó su posición de firmes, impasible dentro del círculo.
La mujer soltó una última carcajada, se dio la vuelta y se fue en dirección contraria, dando pequeños saltos y bailando, dando vueltas sobre ella misma. Dio una fuerte patada a la carcasa metálica vacía que yacía tirada en el suelo y siguió su camino, en dirección contraria a nosotros, adentrándose en lo profundo del parque.
Esperamos allí unos minutos más, hasta que desapareció de nuestra vista y oídos. El padre soltó un suspiro largo, como si se deshinchara, y una gota de sudor calló al suelo delante de mí. Le miré, estaba empapado. Nada más salir del círculo, se puso a temblar y a toser de forma terrible. Casi calló al suelo, tuve que soportar todo su peso para no dejarle caer. Es sólo un momento, decía entre toses, ahogándose, casi sin poder coger ningún aliento, aplastándome en su debilidad. Vamos hacia ese banco, me sentaré allí unos minutos. Hice lo que decía y conseguimos llegar a duras penas. Yo también estaba sudando cuando se sentó y el frío, aunque menos profundo y cortante que a nuestra llegada, empezaba a hacer estragos.
Padre, dije yo, ¿vamos a quedarnos mucho tiempo aquí? No, Floro, no, dame unos minutos, respondió, el coche tardará en llegar, aún tenemos tiempo. Pero padre… ¿Sí? ¿Y si vuelve? ¿Quién? Ella. No volverá, y aunque volviera, no tiene ningún poder sobre nosotros. Ya no. ¿Te has convencido ya? Me preguntó, pasados unos segundos, habiendo recobrado algo de aliento. ¿De qué, padre? De la verdad del señor, de que en este mundo Jesús y su verdad son de lo poco que vale, de que la iglesia es mucho más que las misas, los rezos y el incienso. No supe que contestar. Bajé la cabeza, intentando ignorar su mirada inquisitiva. Pasarían aún muchos días antes de que pudiera asumir todo lo que había pasado.”
No continué. Me detuve ahí y miré a Carla a los ojos. No sonreía, me miraba seria y hacía movimientos con la cabeza como diciendo: joder, esa sí que es una historia. Pero no dijo nada. Yo tampoco, me debatía entre callarme y dar por terminada la historia, al fin y al cabo, con aquello era suficiente, o terminarla y sacarlo todo de una vez, aunque me tomara por loco.
—¿Qué? ¿Qué te ha parecido? —dije al fin, intentando disimular y que esta india alemana no volviera a pillarme con las medias verdades o con las medias historias.
—Pues la verdad es que la historia mola, pero es un tanto fantástica, ¿no?
—Sí, la verdad es que sí, imagínate como nos quedamos cuando nos la contó. Y no es que este hombre contara historias de este tipo. Nunca nos contó algo parecido, al contrario, era un tío muy pragmático, religioso pero con bastante cabeza y los pies muy en el suelo. Por eso precisamente nos dejó tan alucinados.
—O sea, que le creísteis.
—Pues casi, le creímos pero decidimos no creerle, por nuestra salud mental. Este tipo de historias no suelen ser verdad, siempre tienen un poso de confusión o algún elemento que las hace inverosímiles, aparte de todo lo fantástico. Me refiero a que siempre hay una persona que medio ve algo, que oye algo que puede ser, etc. En este caso no. En este caso nos lo contó en primera persona y el tipo parecía bastante afectado.
—¿Y la historia terminó ahí?
—La verdad es que no, nos dijo que como dos años más tarde, creo, se repitió la misma escena, pero esa vez fue peor, nos dijo que el mencionado padre Sentino acabó mucho más afectado y tuvo que estar varios en días en cama después de todo aquello. Ahí se acabó la historia. Nos dijo que nos lo contaba porque alguien tenía que saberlo y porque era la razón que le convenció definitivamente para nunca hacerse sacerdote. Pero por más preguntas que le hicimos, no nos contó nada más.
—¿Y de verdad este Floro no iba al Retiro nunca?
—No sabría decirte, la verdad, no vivíamos con él, pero me extraña.
Intentaba aparentar normalidad y no darle pie a seguir preguntando. Preguntas que, pensándolo bien, podían ser obvias, o que hubieran sido obvias para mí si hubiera estado dónde y cuándo se encontraba ahora ella.
—Ya, es un poco demasiado. El demonio bajando, una mujer de pelo negro, el cura rezando en latín, todo demasiado prototípico, ¿no crees?
—Pues sí, la verdad, un poco peliculero el tema. Si coge esto alguien de Hollywood, te hacen una película de adolescentes en el parque y se forran.
Sonrió con mi comentario, pero se quedó aún pensativa. Se la veía satisfecha pero todavía con ganas de saber algo más.
—Eso sí —continué—, la segunda vez fue parecido pero no igual. Nos dijo poco de esa vez, pero sí que nos contó que no vieron una mujer, que en esa ocasión aquello era un hombre, descalzo también, más bien bajo, con un pequeño bigote recorriendo la comisura de su labio superior, vestido con un traje negro y un sombrero hongo.
—Vaya, eso tiene más gracia, y es menos machista, la verdad.
—Sí, pero no sé qué da más miedo
—¿Te da miedo la historia?
—Hombre, ahora no, pero lo de estar en El Retiro de noche, eso ya me gusta menos.
Volvía a sonreír y me miraba extrañada. No pretendía que la historia la aterrorizara, pero sí que al menos la dejara algo turbada. Le había contado la verdad, lo que a nosotros nos contaron.
—Nunca le he contado esto a nadie, que lo sepas.
—¿Y por qué? La historia está muy bien, aunque no sea cierta. Tampoco es para avergonzarse, si la cuentas como la historia de un viejo bedel, hasta tiene más gracia.
—Bueno, puede ser. Pero el tono de confesión que le dio Floro al asunto, siempre me ha echado para atrás a la hora de hablar de ello. No me gustaría que el tema se banalizara. Ni que le tomarán a él por loco y a nosotros por ingenuos. Tampoco es fácil ir contando este tipo de cosas.
—¿Seguro? —preguntó, entrecerrando sus ojos de modo circunspecto.
—¿Seguro qué?
—Que si seguro que es por eso por lo que no lo habéis contado
—Sí
—No me lo creo
—¿El qué? —sabía bien por dónde iba, por no quería ponérselo fácil. No me gustaba el final que anticipaba esa intuición suya.
—Que no me creo que no hicierais nada después de esa historia. ¿No has dicho antes que cuando te interesa algo, intentas aprender sobre ello, “todo lo que puedes”?
—Sí, y la verdad es que mi interés por esa estatua viene de ahí. Pero no encontramos nada, y eso que preguntamos a casi todo el mundo, incluida la academia de Bellas Artes, etc.
—¿Y a los curas de vuestro colegio?
—Pues al principio lo intentamos, pero con los que teníamos más contacto, que eran los más jóvenes, se rieron de nosotros, y a los viejos ya nos dio vergüenza preguntar. De todas formas, si sabían algo sobre el tema, no iban a contarnos nada.
—Ya, y os quedasteis así y hasta hoy, quince o veinte años después, no has dicho ni hecho nada.
Me quedé callado. No supe qué decir. La borrachera se había convertido más en una pesadez de cabeza y de cuerpo, mi última copa rebosaba por el hielo derretido y había dejado el último porro a medio liar.
—Cuéntamelo
—¿El qué?
—Ay, no seas pesado, cuéntamelo, tienes algo que no me has contado y quiero que me lo cuentes. Que más te da ya, soy de confianza, de verdad, no te voy a tomar por loco, lo sabes, sé por qué lo cuentas. Y es una historia de un viejo, nada más, no vamos a tomarnos este tipo de cosas en serio.
Algo se rompió dentro de mí al oírle decir eso. En otras circunstancias hubiera estado de acuerdo con ella, pero su manera de referirse a ello como la historia de un viejo, de no considerarlo en serio, deshizo mis miedos.
—Es mucho más serio de lo que te piensas
—Ah, vaya, ¿y por qué?
—Por qué yo también lo vi
—¿Cómo?
—Que yo lo vi. Que yo estuve en el Parque una vez más y lo vi.
Se quedó callada, evaluando si lo que decía era un intento de tomarle el pelo, una mentira descarada o una táctica desesperada por darle credibilidad a mi historia. No pareció creerme en ningún momento. Me dio igual, yo estaba demasiado serio y nervioso como para detenerme ahí.
—Tienes razón. No nos quedamos parados. Un tiempo sí, pero en seguida, Fidel y yo comenzamos a hablar del tema, a investigar aquí y allá. Intentamos hablar más del tema con Floro, pero siempre que le mencionábamos algo que se relacionara mínimamente con ello, nos echaba a patadas, literalmente. Un tiempo después dejó el colegio y se marchó sin despedirse, creo que al pueblo de una mujer que había conocido tiempo atrás y con la que, según el padre Linaza, nuestro profesor de historia, un cura joven y bastante moderno en su forma de ser y de hablar, llevaba toda la vida viéndose. Lo primero que hicimos, claro, fue ir al Retiro y darnos una vuelta por el lugar, buscar algún rastro de lo que Floro nos había contado. No encontramos nada, ni rastro de marcas o restos, nada que pudiera decirnos que había algo de verdad en sus palabras. Debo reconocer que eso nos dejó bastante desanimados; esperábamos haber encontrado algo, alguna muestra de esos rituales que parecían celebrarse cada cierto tiempo, alguna señal que nos permitiera partir de algo tangible, pero nada. Decidimos recabar toda la información posible sobre la estatua, pero ni por esas. Su historia, la de la estatua, me refiero, era de lo más normal, ni historias ni leyendas ni marca alguna que saliera de lo habitual.
—Salvo lo de los seiscientos sesenta y seis metros de altura, ¿no?
—Sí, salvo esos tres seises, muy bien, veo que estás atenta. Pero incluso esa medida parecía estar explicada de manera perfectamente racional. Acabamos hartos y dejamos que el asunto se apagara poco a poco. Era un tema que siempre volvía entre nosotros, pero de una forma ya no tan fuerte, hablábamos sobre ello, sobre la verdad que había puesto en su relato Floro, y a veces nos convencíamos de ello, de que era verdad, pero las más pensábamos justo lo contrario. Pensábamos algo como lo que tú has dicho antes, que no eran más que la historias de un pobre viejo, borracho, para más inri, cuando lo contó.
—Ves, sabía yo que había algo, desde que te he oído hablar de ello en el Retiro, he sabido que había algo más detrás de todo ese interés y ese detalle.
Yo ya no estaba tan interesado en sus sonrisas. Ahora Carla iba a escuchar toda la historia, quisiera o no, me creyera o no. Ya no me importaba nada lo que pudiera pensar de mí o lo que a ella pudiera afectarle todo aquello.
—Sí, hay algo más, pero no es algo demasiado agradable.
—Bueno, pero cuéntame, ¿qué visteis?
—Vimos lo que vimos, pero ya que estamos hablando, prefiero contártelo todo antes.
Estaba ya un poco molesto con su insistencia, y ella lo notó. Aunque mi desazón no era sólo fruto de su curiosidad, era más bien una mezcla de la tremenda confusión y la pena que me producía hablar de todo aquello, a pesar del tiempo transcurrido.
—La cuestión no es lo que vimos. Lo que más importa es cómo conseguimos verlo. Te he dicho que no encontramos nada cuando en un primer momento nos pusimos a buscar información sobre el asunto, pero no es del todo cierto. El padre Sentino había muerto, creo, un año antes de que Floro nos contara su historia. Y se nos ocurrió colarnos a buscar la habitación en la que había vívido. No sabíamos si iba a estar abierta, ocupada por otro sacerdote y ni si iba a servir de algo aquella visita, pero lo hicimos. Conocíamos más o menos en qué habitación se quedaba cada sacerdote, porque nos había tocado limpiar los pasillos de la residencia más de una vez. La residencia y el colegio son el mismo edificio, aunque alas y plantas diferentes. Bueno, era así, eso ha cambiado mucho. Como te decía, tuvimos que colarnos en la planta de los curas, algo relativamente fácil en un día de clase. Nada más entrar nos encontramos con uno de los más ancianos, que paseaba con su tacataca por el pasillo, llevando un gorro de bici para los posibles caídas; sé que suena cómico, pero así nos le encontramos, me acuerdo muy bien porque nos reímos. No fue mucho problema, era algo más que anciano y no hizo más que mirarnos y sonreír al vernos pasar. Para nuestra suerte, o desgracia, según se mire, no sólo encontramos la habitación del padre Sentino abierta, sino que, al abrir el primer cajón de su escritorio, descubrimos una biblia ajada de tapas granates y otro libro a su lado, de color negro, sin título ni inscripciones, sólo una cruz destacada en su parte frontal. Lo cogimos rápido y lo abrimos. Todo estaba en latín, poco entendimos, pero vimos que encajaba muy bien con lo que Floro había contado. Sonreímos y nos dispusimos a salir de allí lo antes posible, pero, ah, en la puerta nos esperaba el padre Lázaro, un auténtico vinagres, que nos echó una bronca de narices. Nos hizo dejar el libro dónde estaba y nos llevó al director, dispuesto a que nos echaran del colegio por robar, nada más y nada menos. Bueno, es lo que estábamos haciendo, pero no robábamos por robar, era por pura y simple curiosidad; el asunto merecía la pena. Y casi nos echan de verdad, a los dos, pero al final conseguimos convencerles con una excusa absolutamente estrambótica pero que el director nos compró, vete tú a saber por qué.
—¿Qué les dijisteis?
—Una chorrada, pero al director, un poco mayor, debió de parecerle algo bonito, no sé. Quizá simplemente no quería echarnos, siendo nuestro último año. La cosa es que les dijimos que sabíamos que el padre Sentino había sido un santo (eso se dijo en el colegio después de su muerte, que iría santo al cielo) y que queríamos coger alguna de sus pertenencias, porque la tía de Fidel estaba muy enferma y quería ver si con eso podía curarse…
—¿En serio?
—Sí, un despropósito, pero debimos ser muy convincentes o sencillamente no querían más líos en nuestro último curso, no sé, igual hasta se dieron cuenta de lo que habíamos cogido y decidieron no hacer nada para no armar un escándalo. No sé, la cosa es que pudimos terminar el curso.
—Bueno, pero entonces ¿encontrasteis el libro y no pudisteis ver nada?
—No, no entonces, pero sí años más tarde. Sin ese libro no hubiéramos podido hacer nada.
—¿Y cómo lo conseguisteis?
—Fue estando ya en la universidad. Después de mucho tiempo de darle vueltas, de mucha charla y mucha tontería, nos decidimos a probarlo todo de verdad, de una vez por todas. Lo primero que hicimos fue tratar de encontrar el libro en cuestión. Y la verdad es que tuvimos algo de suerte. Fue como por segundo de carrera, casi al inicio del curso, allá por noviembre o diciembre. ¿Segundo? Sí, segundo de carrera, Fidel nos dio un susto de muerte a todos.
—¿Qué pasó?
—Pues el tío nos reunió un día y nos dijo que se metía a cura. Así, sin más. Que llevaba pensándolo mucho tiempo, que había hablado con algún cura del colegio y que estaba decidido a hacerlo. Yo me quedé alucinado, pero el resto ni te cuento. La verdad es que siempre había sido algo tarambana, distraído en clase y esas cosas, pero a pesar de ello, muy tranquilo y reflexivo, no callado, pero si prudente a la hora de hablar, y, sobre todo, muy buena persona. A me dio pena y algo de rabia, e intenté convencerle, pero nada, no hubo forma, el tío estaba decidido. Comenzó el seminario casi inmediatamente, lo llevaba preparando desde hacía meses. Así pasaron unos cinco años, un tiempo en que le vimos bastante poco. Algunas tardes se escapaba con nosotros, y hasta se tomaba una o dos cervezas, ahí, con su pinta de seminarista, pero poco más. Yo le pude ver algo más, pero tampoco demasiado. Se ordenó en apenas cinco años porque nuestro colegio, que se llamaba, y se llama, Colegio Arzobispal, era considerado como Seminario Menor y consiguió que le convalidaran el primer año, o algo así.
—La verdad es que de esto último no me he enterado mucho, pero tú sigue, si luego no entiendo algo, te digo.
—Sí, la verdad es que me enrollo como las persianas, perdona.
—No, no, me gusta porque das todo tipo de detalles, la verdad es que te lo curras, pero a veces me pierdo.
—Sí, y yo me inventó las palabras
Se rio desde dónde estaba ahora, sentada en el sofá, más cómoda que en el suelo, supongo. Eran ya casi las cinco y media y se empezaba a ver algo de luminosidad por la ventana justo detrás de ella.
—Oye, se está haciendo tarde, te lo puedo contar otro día o lo que sea.
—¿Qué otro día? Sigue, que yo no tengo prisa, mañana me acuesto pronto y listo.
—Bueno, pues eso, que Fidel se metió a cura y llegó hasta el final. Fue poco después de que se ordenara cuando me llamó un día por la mañana. Yo estaba ya trabajando y me sorprendió oírle al otro lado del teléfono. Recuerdo que estaba bastante excitado, pero contento, y que tardé en entender lo que decía. Lo he encontrado, conseguí coger al fin. El qué, le dije. El libro, lo tengo en mi mano, estaba en el mismo sitio en dónde lo dejamos tú y yo. ¿Qué dices? Sí, de verdad, en el mismo cajón del mismo cuarto. Últimamente ya sabes que paso mucho por el colegio, y el otro día pude meterme en el cuarto del padre Sentino, está prácticamente igual a como estaba. Miré en el cajón y ahí estaba, lo cogí y me lo guarde. Joder, Fidel, le dije, no llevas nada de cura y ya robando. No me jodas, Juan, que sabes por qué lo he hecho, además, ese libro llevaba ahí la tira de años, nadie va a echarlo de menos. Voy a echarle un vistazo cuando pueda y volvemos a hablar. A ver si puedo escaparme un rato esta semana.
No volví a saber de él hasta dos semanas después. Estaba esa semana sólo en casa, así que le dije que se pasara. Cenamos algo rápido y nos pusimos a hablar directamente del tema. Me contó un poco lo que había leído en el libro y lo que había podido averiguar sobre ello. No era mucho, el libro era un especie de manual de exorcismos, pero específicamente preparado para un tipo de encuentro o tipo de demonio. Eso me dijo. Llegados a este punto, yo ya estaba dispuesto a creer en todo, con tal de poder probarlo. Lo más interesante de todo, me dijo, y agárrate a la silla, es que en el libro se dan fechas. ¿Cómo?, respondí. Sí. Bueno, a ver, fechas, fechas, no, pero se dan instrucciones sobre cómo calcular el momento idóneo. ¿Momento idóneo para qué?, dije. Eso mismo pensé yo, respondió, y tras darle muchas vueltas creo que son fechas de encuentros, el momento exacto en que se deben dar esos encuentros. ¿Tú crees? Sí, ¿qué si no? Yo empezaba a asustarme con todo aquello, tengo que reconocerlo. Hasta entonces había sido algo exótico, una historia de misterio, una ficción al fin y al cabo, pero ahora todo tomaba más cuerpo, se hacía más real, mucho más alcanzable. ¿Entonces dices que podemos saber cuándo va a ocurrir? Pues sí, creo que sí, respondió sin pensarlo mucho. Joder Fidel, esto es demasiado. Ya lo sé, pero también es genial, contestó, menos nervioso que yo. Bueno, y qué podemos hacer, dije yo después de unos momentos de silencio. Pues yo diría que tenemos dos opciones: buscar una fecha próxima y aparece por allí, o dejarlo pasar y olvidarnos del tema para siempre. Sopesé ambas opciones durante unos segundos. Estuve pensando en sus dos opciones durante unos segundos antes de responder. A ver Fidel, podemos ir, ¿pero no crees que si se trata de fechas muy concretas, alguien aparecerá por allí, alguien como el padre Sentino? Él también pensó un momento antes de responder. Bueno, dijo, tienes parte de razón, alguien podría pasar por allí, pero nosotros iremos un poco antes y punto. Sabemos más o menos a la hora que fue Floro por allí, las dos veces a una hora parecida, nosotros nos presentamos allí antes y listo. Puede no funcionar, repliqué. Puede, pero tenemos que intentarlo. Vale, no estoy del todo de acuerdo, pero vale
¿Y el círculo? pregunté pasados unos segundos. El círculo no creo que sea una complicación, respondió, Floro lo dejó bien claro, se trata de coger vino consagrado y hacer un círculo con él en el suelo, diciendo las palabras adecuadas. El libro también lo específica así, aunque se refiere al vino como la sangre de Cristo, claro. Y en cuanto al número de pasos —me quitó la pregunta de la boca—, en el ritual se específica que han de ser siete. ¿y por qué siete?, pregunté. Hombre Juan, esto tú deberías saberlo, el siete es el número de Dios en la biblia, como el seis es el del demonio. Tenía razón, lecciones básicas de la clase de religión en nuestros años de colegio. Siete y seis, siempre enfrentados, aunque también había dieces, doces, y otros números en la biblia. Pero bueno, si el libro lo decía, así sería.
Aquella misma noche, salvados el miedo y la impresión de ver como todo lo imposible se hacía real, nos decidimos a actuar. Los dos teníamos ganas de ir, pero, mientras las mías se veían mermadas por el lógico miedo a lo inexplorado, a que todo aquello resultase algo real, las suyas, las de Fidel, se apoyaban en todo lo contrario, en el sentimiento triunfal de hallar una prueba tangible para su fe. Y si todo resultaba ser mentira, una invención del gran Floro, eso no le haría quedar peor a nuestros ojos, muy al contrario, le haría ser aún más grande, no sólo un narrador, sino un genial creador de historias. Sí, recuerdo que pensé para tranquilizarme, lo más probable es que Floro sólo quisiera inventar una leyenda para su ciudad, una leyenda con cierta base real, como todas las buenas leyendas. Quizá nosotros formábamos parte de su plan para extender esa leyenda, por eso no quiso hablar más con nosotros, por eso se mostró siempre en contra de darnos detalles, quería mantener el secreto, espolear nuestra curiosidad todo lo que pudiera, provocar que lo divulgáramos, que creyéramos en ello. Sí, me daba excusas para apartar el miedo; algo dentro de mí me decía que allí había algo más, que habíamos encontrado demasiadas pruebas para que todo aquello fuera una mera invención.
—Muy bueno tu amigo Fidel, ¿no?
—Pues la verdad es que sí, pero así era él, una fuerza de la naturaleza cuando se lo proponía.
—¿Era?
—Hace tanto tiempo que no le veo que ya hasta hablo de él en pasado.
—¿Y cómo calculó la fecha en cuestión?
—Ni idea, nunca me dio detalles del asunto, el libro era cosa suya, yo no quise meterme demasiado.
—¿Ni siquiera después?
—¿Después de qué? Si todavía no sabes cómo va acabar la historia.
—Bueno, pero creo que tengo una idea.
—¿Ah sí? Pues nada, me callo.
—No, venga, termina, termina, me callo yo.
—Pues nada, ya te había dicho que Fidel había estudiado todo el ritual que describía el libro en detalle. Este libro es un tesoro, no entiendo por qué seguía allí, me dijo esa noche, en el día y la fecha señalada, cuando nos encontramos cerca de Cibeles, unos veinte minutos antes de las diez de la noche. Hay de todo, rituales de llamada, localizaciones de lo que llama “puntos de entrada”, y lo que ocupa la mayor parte del libro, un ritual que se llama algo así como “Aceptación”. ¿Ese es el que nos contó Floro?, pregunté. Sí, creo que sí. ¿Cómo que crees? No creo, estoy seguro, no puede ser otro, corrigió Fidel al momento, tal y como decía Floro, consiste en repetir básicamente la misma frase, una y otra vez, con ligeras variaciones, más un par de frases finales. En ningún momento se habla de Satán como tal, se nombra a “un príncipe”, “al salvador”, se habla de un “sacrificio”, pero es todo bastante hermético, la verdad.
Subimos por la calle Montalbán, para coger la misma puerta de la calle Alfonso XII que Floro había descrito. La más señorial delas que están en ese lado del Parque, la segunda viniendo desde la Puerta del Alcalá. No quisimos cambiar nada de su historia, hacerlo todo igual. Al llegar allí y verme en el mismo lugar que Floro hacía más de medio siglo, siendo éste un niño, me sentí diminuto, me sentí yo también un niño, asustado ante lo desconocido, metido de lleno en sus fantasías.
Todo parecía desierto, apenas un puñado de coches circulaba por allí; me acordé de lo que Floro contó en su relato, la sensación de unas calles extrañamente vacías, el frío… Fidel iba mucho más decidido que yo, estaba exultante, parecía hasta encantado con la situación. Antes de entrar, respiró profundamente y dijo una última cosa: es muy importante que estemos en silencio, absoluto silencio a partir de ahora. El ritual es muy estricto en eso, silencio y no salir del círculo bajo ningún concepto. Nos miramos fijamente, intenté sonreír pero no me salió más que una especie de mueca mordida por el frío. Fidel se puso a andar y yo detrás. Antes de que pudiéramos dar dos pasos, me detuve e intenté hacerle un gesto a Fidel, pero no me vio. No tuve más remedio que chistarle para que se detuviera. Se dio la vuelta con cara de enfado y haciéndome un gesto para que me callara. Le hice un gesto con las manos alrededor del cuello y bajando por los hombros; la estola, Floro habló de una extraña estola roja con símbolos, Fidel no la llevaba puesta ni parecía llevarla guardada. Se acercó y dijo, con evidente enfado: ¿Qué pasa? La estola, Fidel la estola roja, no la tenemos, le dije. Ya lo sé, dijo, no he podido encontrarla, no había nada más en el cuarto de Sentino. Y de todas formas, el ritual no dice nada sobre ella. Hay mucho sobre rezos, protección previa, abluciones, todo lo he realizado cuidadosamente antes de salir, pero ni rastro de la estola. ¿Y no crees que quizá no deberíamos hacerlo sin ella? No, no dice nada, si esto tiene algo que ver con el demonio, la fe y Dios nos protegerán, tenlo por seguro. Me chocó que Fidel hablará así de la Fe y de Dios, era la primera vez que me topaba con el Fidel sacerdote ¿Y si no es cosa del Demonio y Dios?, dije. ¿Y qué va a ser entonces? No lo sé, pero… Pero nada, Juan, estamos aquí y vamos a hacerlo, lo más probable es que todo resulte un fraude absoluto, sentenció. Lo que sí he traído, por cierto, es el rosario, de madera y bendecido, de eso si habla el libro, lo llama “singum”, “el sello”, más o menos. Está bien, dije, vamos. Pues vamos, pero ni una palabra más, terminó diciendo.
Recuerdo esa noche con especial viveza, como es lógico, pero si algo se me quedó grabado a fuego, aparte de lo que vi, fue el frío, un frío cortante, irreal, un frío sin viento. No debía hacer ese frío esa noche, pero el camino hasta la glorieta fue todo un suplicio. Al llegar allí, hicimos todo lo previsto. Contamos los siete pasos desde el borde la fuente. Fidel se arrodilló entonces y sacó la pequeña botella llena de vino. Abrió el libro y recitó las palabras adecuadas mientras la bendecía. La cogió con su mano derecha y mientras continuaba susurrando latines, la vació trazando un círculo que a mí me pareció del todo irregular. Me hizo una seña y entramos los dos dentro del mismo. Recuerdo el miedo entonces, miedo y frío, la tensión de todo cumpliéndose, paso a paso. Y al mismo tiempo, recuerdo bien sentir una especie de fuerza indefinida que nos empujaba a quedarnos allí, que nos anclaba al suelo, de pie, contemplando la sombra de la fuente frente a nosotros. Las palabras de Floro resonaban en mi cabez,a dando vueltas, del principio al fin, y del fin al principio, bailando, intercalándose unas con otras sin sentido. Floro estuvo allí de niño, nosotros éramos ya adultos, podríamos con aquello, pensé, no había nada que temer, el círculo nos protegería, eso había dicho Fidel.
Me pudo entonces la tensión y a punto estuve de hablar, de decirle a Fidel que nos fuésemos, de tirar de él y salir corriendo de allí. Pero no lo hice. Le contemplé de pie, firme, el libro abierto sobre su mano, la otra guiando su lectura, en una réplica moderna aunque bastante exacta del padre que había guiado a Floro en su primera vez. Y entonces llegó el silencio. Un silencio visceral, un silencio profundo. El silencio del tiempo, recuerdo haber pensado, que calló sobre nosotros sin previo aviso. Nada se movía, ni el viento, era difícil decir si continuábamos respirando. Era el silencio de la muerte. Ese pensamiento me aterró, me sentí temblar, me sentí débil, más aún cuando vi que Fidel no se inmutaba, el rostro serio, sus ojos fijos en la negrura que ahora se abatía inmisericorde sobre la plazuela.
Fidel comenzó a hablar, a recitar el latín del libro y a los pocos segundos surgió el primer crujido. Un crujido leve que fue subiendo de tono, multiplicándose, hasta convertirse en algo animal, en un hondo lamento. Fue del grave al agudo y su filo era tan acerado que parecía que nos partiría en dos, retornó en su gravedad hasta producir un nuevo sonido más próximo al gruñido de un animal enfermo, desesperado. Contemplaba la estatua, pero nada ocurría, aparentemente. Fidel seguía hablando, repitiendo las frases entre dientes, sin mover un músculo, sus mandíbulas parecían soportar toda la tensión de su cuerpo.
Repasé la fuente, ahora como lejana, sumida en una especie de bruma negra. Lo primero que noté fue una especie de agitación en su base, como si en el fondo se agitarán unas aguas inexistentes, tan oscuras que el resto de la noche. Y un movimiento extraño, cambiante de las formas de las que surgían los chorros de agua. Vi caer la estatua al suelo, tal y como Floro dijo, partida, casi por la mitad, reventada desde dentro, estruendosa. Al levantar la cabeza lo vi.
Detuve mi relato sin querer. Carla estaba cada vez más cerca de mí, en su rostro se reflejaban al mismo tiempo su interés y su cada vez más pretendida incredulidad ante lo que le estaba contando. No sé si era esto lo que había esperado, pero no era más que la verdad. Una verdad horrible que me llevaba acompañando desde entonces, sin cicatrizar, sangrando siempre que algo me la recordaba. Como hoy. Aunque fuera ese un sangrar sano, una sangría purificante y liberadora, en cierto modo.
—Vi lo que Floro vio —continué—. O no. No lo sé. No vi nada y lo vi todo. No puedo explicarlo. Era una forma, una sombra oscura, una bestia con garras, un niño, una especie de dragón, una babosa informe, una serpiente, todo junto, escamas y pelo, piel y sangre. Es la visión más horrible que jamás he tenido, pero no pude, dentro del terror que aquello me producía, haciéndome flojear las piernas, sino maravillarme en cierta forma horrible ante aquel horrendo espectáculo. Los gruñidos acompañaban los movimientos de la informe masa, hasta que por fin alcanzó la base de la fuente y se sumergió en sus aguas negras. Los dragones de sus chorros se agitaban ahora, boqueaban y chillaban de una forma parecida a como la criatura había gemido antes, pero con mucha menor intensidad. Tras la orgía de sonidos guturales y chillidos acerados, todo cesó de golpe. Contemplé a Fidel, por primera vez desde que todo se revolviera a nuestro alrededor. Seguía impertérrito, la frente empapada de sudor, recitando los textos que leía en el libro. Dirigí de nuevo la mirada a la fuente. Una mano se alzaba ahora desde dentro. Una mano pequeña seguida de las formas suaves de un brazo y un cuerpo de niño. Erguido y desnudo miró hacia nosotros. Su cara era como la de cualquier niño, pero sus ojos, tal y como Floro los describió, eran un pozo de fuego que te atrapaba brillando por encima de toda la oscuridad. Sonrió de forma horrible y se dirigió hacia donde estábamos, rodeando la fuente con cuidado, repasando sus formas, acariciando las formas de bronce en su base. Andaba de forma extraña, su cuerpo era delgado, se movía con una cadencia algo femenina, sus andares no encajaban demasiado con su constitución, eran algo más elásticos. Su cadera se movía de lado a lado, sus pies, uno casi delante del otro, sus brazos moviéndose más de la cuenta en cada paso. Se agachó ante lo que antes parecía haber sido su prisión y también la acarició, repasando el interior, sonriente, aunque fuera esta, ahora ya de más cerca, una sonrisa aterradora, además de increíblemente dulce. Lo era todo y nada en uno. Todo se desarrollaba como Floro dijo, casi con total exactitud, eso me produjo una cierta sensación de calma; si era así, si todo iba según lo previsto, no había nada que temer. El niño caminaba sobre sus pies descalzos acercándose hacia donde estábamos, ataviado ahora con la ropa de cualquier niño de su edad. No recuerdo haber visto que se vistiera, haber visto ningún gesto, la ropa simplemente estaba ahí, quizá nunca estuvo desnudo, era difícil de decir, la realidad parecía completamente alterada, el tiempo atrapado en un torbellino del que no podía escapar… Durante todos esos momentos, dentro del círculo, todo fue y no fue, las cosas aparecían ser pero al mismo tiempo parecían ser muchas más, todas las posibilidades en una. Todas las veces que me he permitido pensar en ello, no encuentro mejor comparación que la de enfrentarse al infinito, al concepto de eternidad inabarcable, a todos los estados del hombre y a ninguno.
Llegó hasta dónde estábamos en unos cuantos pasos de su forma infantil. Era un niño como otro cualquiera, pero caminaba con la mirada y el aire de quién, en realidad, ha sido niño hace ya mucho tiempo, quizá nunca. Sonreía de forma satisfecha, aliviado. En frente del círculo, Fidel recitando el ritual, se detuvo y aspiró en el aire, “olisqueando como un animal”. Entonces rió. Una risa que me hizo temblar, pero que al mismo tiempo me produjo una sensación de euforia indescriptible, que se transformó indefectiblemente en insondable desesperación segundos después. Estuve a punto de echarme a llorar. Y ese olor, un olor dulzón, quizá hasta recargado, que se parecía al de la pan recién hecha, pero que se intercalaba con momentos de aromas a hierbas, a incienso y un toque amargo que se podía casi saborear, producía un efecto aún más turbador.
Aquí estáis, dijo al fin. Y la voz sonó humana, infantil, pero con una profundidad imposible de evitar. Fidel repitió una frase una vez más y calló. Cerró el libro entonces, sacó el rosario y lo arrojo fuera del círculo sin dudar. Su rostro cambió entonces, en cuanto vio el rosario a sus pies, su sonrisa desapareció y sea gachó a coger el crucifijo lentamente. Tal y como Floro nos contó, al llegar a tocarlo, no sin antes tomarse su tiempo, sus ojos brillaron de rabia y su boca se curvó en un gesto de dolor. Al llevarse la cruz a la boca con desgana, todo su cuerpo se agitó, como si se estuviera electrocutando. Gritó entonces y arrojó el crucifijo al suelo con asco y desprecio. Levantó la cabeza una vez recuperado y pude ver cómo me miraba. Ahora sí, ahora podía vernos. Su mirada se me metió hasta dentro, por dar una impresión de lo que sentí, es como si me hubiera agarrado con sus manos en vez de con sus ojos y me sacudiera boca abajo, con la fuerza de un gigante, riendo y saltando mientras tanto. Las lágrimas afloraron de nuevo a mis ojos. Fidel habló e hizo que sus ojos se apartarán de mí.
Conoces el trato, dijo con voz firme, sabes lo que ocurrirá si lo rompes, ahora vete.
Cuando el extraño niño volvió a hablar, su tono denotaba cierta burla, cierta suficiencia que me crispó los nervios. ¿Quién eres tú?, dijo con su voz de niño saliendo del subsuelo. Fidel no respondió. Dime, volvió a decir, no te conozco, pero me gustas, tú también, miró hacia donde yo estaba. No soy nadie, respondió al fin Fidel, quién soy yo no es importante, márchate ya, conoces tus límites, ahora vete. No, respondió el niño, todavía no. Pude sentir la crispación en Fidel, crispación ante el primer hecho no previsto. Márchate, volvió a replicar a mi amigo, en un tono que mantenía a pesar de todo su firmeza. El niño volvió a mirarle desde abajo, su pelo era de un rubio muy claro y reposaba lacio y brillante sobre sus hombros. Sus ojos, cambiantes, parecían querer llegar a un azul de tonos verdosos, pero eran incapaces de alcanzar una estabilidad. Locos, dijo el niño, sin dejar de sonreír, vosotros no sabéis nada. Sus ojos se volvieron a clavar en mí. Intenté apartarme, pero me fue imposible. Fidel repitió de nuevo su orden: Márchate ya, tienes lo que querías, conoces las normas. El supuesto crío Le miró a los ojos, desafiante: Está bien, me iré, pero antes…
—¿Antes qué? No te pares ahí —dijo Carla
Me detuve de forma inconsciente. Llevaba al menos los últimos dos minutos con los ojos cerrados, sin darme cuenta, recordando cada detalle. Todo aquello era, definitivamente, algo liberador. El pavor y el frío me atenazaban a pesar de encontrarme en casa, lejos de allí, de aquella noche, estaba sacando el pus de una herida que llevaba demasiado tiempo infectada e infectándome. No sabía si podría evitar las lágrimas al llegar al final, no sabía si quería llegar al final…
—Antes nada —proseguí—. No dijo más, simplemente sopló hacia donde estábamos, hacia nosotros. Sopló lenta y largamente, sonrió y se marchó descalzo, saltando y dando vueltas, como bailando, en dirección contraria a nosotros. Nada más. Cuando desapareció, Fidel, como el padre Sentino más de cincuenta años atrás, se puso a toser de forma incontrolada. Era una tos como no la había visto yo nunca. Se ahogaba, se asfixiaba hasta el extremo de manchar de sangre sus labios y sus manos con cada espasmo. Tuve que agarrarle para que no cayera. Estaba helado, extremadamente frío, más que yo incluso, y su cuerpo temblaba también sin medida. Esperamos en un banco cercano, no sé si Fidel llegó a desmayarse, el nunca aceptó que perdiera el conocimiento, pero creo que sí llegó a hacerlo. Más de media hora después, pudo levantarse a duras penas y salimos del parque por la misma puerta por la que habíamos entrado.
Al llegar a casa bebimos agua como posesos; yo tenía la garganta sequísima, sentía el inconfundible sabor caustico de la sangre en mi boca. Recuerdo que me costó tragar un poco los dos primeros vasos de agua. Fidel seguía temblando, ya no tosía, ahora se agitaba de puro frío. Le puse el termómetro y tenía casi 40 grados. Quise llevarle a urgencias, pero se negó. Dijo que aquello era normal, que el esfuerzo físico era grande, que yo no lo entendía. Conseguí al menos que se tomara algo de paracetamol y le metí en mi cama con una manta además del edredón. No me dormí hasta que no dejó de tiritar. Y aun así, a pesar de encontrarme yo tremendamente cansado, me costó horrores dormirme, tuve que dejar la tele puesta y esperar a que hubiera algo de claridad fuera para atreverme a cerrar los ojos el tiempo necesario. Al día siguiente Fidel se levantó aún bastante enfermo y tuvo que estar en cama bastantes días antes de recuperarse. Yo me levanté cansado, con muy mal cuerpo, como con resaca, con el estómago al revés, dolor de cabeza y cuerpo magullado después de mi noche en sofá. Volvimos a hablar de eso algunos días después, Fidel quería seguir investigando, meterse más a fondo en la historia. Yo no estaba muy de acuerdo, me bastaba con lo que había visto. Yo no soy demasiado creyente, no me gusta la iglesia, lo que había presenciado se salía de cualquier escala, cualquier razonamiento científico o religioso. Yo no tenía la fe para refugiarme como tenía Fidel. Tenía claro que no volvería allí por nada del mundo, aunque no era capaz de decírselo abiertamente. Al final, la suerte me echó un cable. Fidel recibió la noticia de que habían aceptado su solicitud y que se marcharía a Costa de Marfil en pocas semanas. Eso fue todo, el tema pasó a un segundo plano para él y yo decidí no volver a tocarlo nunca, si podía. Hasta hoy, que te lo he contado a ti.
Ahora sí, me detuve y abrí los ojos de nuevo. Ese era el final de la historia. Así fue como ocurrió, o casi. Carla me miraba con el ceño fruncido, con gesto de evidente preocupación. Tardó en hablar, me miraba, sopesaba mis reacciones, mis palabras, lo que ella sentía, lo que yo sentía entonces. Evaluaba el grado de veracidad de mis palabras. Yo hubiera hecho lo mismo, no me hubiera sorprendido que se hubiera reído, que hubiera pensado que la tomaba el pelo. Quizá hubiera sido mejor así, que yo le hubiera seguido la corriente y hubiera aceptado aquello como una broma. Pero no lo hizo.
—Menuda historia —dijo al fin, midiendo sus palabras—, ahora entiendo por qué no querías contarlo.
—¿Me crees?
—No lo sé, la verdad. Por un lado sí, aunque por otro… Por otro me parece que todo lo que cuentas es imposible y hay alguna cosa que no encaja.
—¿Cómo qué?
—Como que nadie fuera esa noche aparte de vosotros.
—Es cierto. Nadie vino, pero hay algo más curioso o más increíble todavía en ello.
—¿El qué?
—El tiempo.
—¿Qué tiempo?
—El tiempo que transcurrió desde que entramos en el círculo. Para nosotros fueron unos minutos, cerca de quince o veinte, no sabría decirte, para el mundo no fue así.
—¿Qué quieres decir?
—Que prácticamente salimos al mismo tiempo que entramos. Cuando miramos el reloj, nada encajaba, es como si nada hubiera ocurrido. Es posible que alguien llegara después que nosotros, a la hora señalada, pero nos fuimos mucho antes de que eso ocurriera.
—Joder, eso es todavía más difícil de creer.
No hablaba con acritud, no juzgaba, simplemente resaltaba un hecho. Y estaba en lo cierto, todo aquello era muy difícil de creer, era prácticamente imposible de creer.
—Lo sé, te entiendo muy bien. No pretendo convencerte de nada. Te lo he contado, piensa tú lo que quieras. Tengo que reconocer que ha sido algo liberador para mí. Me he sacado un gran peso de encima.
—Ya me imagino. Aunque ya veré lo que hago. Casi me gustaría que no fuera verdad.
—A mí también me gustaría.
—No, si no es sólo por lo que es, por ser algo que dé tanto miedo —hablaba de ello con tanta calma, como si no fuera con ella, que llegaba a molestarme un poco—, es también porque si te has inventado esa historia ahora, casi me gustaría más.
—Demasiada imaginación, ¿no crees?
—Sí, la verdad es que si te las has inventado ahora, sobre la marcha, deberías dedicarte al cine o algo. Pero bueno, también puede ser algo que le cuentes a las “guiris” —utilizó el término en Español— que te encuentras por Madrid, algo que tengas practicado de antes…
—Puede —agradecí ese poco de humor, me ayudó a relajarme un poco—, aunque no es una historia demasiado buena para ligar.
Se rió.
—Puede, aunque por otro lado, así dejas a las pobres incautas aterradas y con ganas de abrazos.
Nos reímos los dos esta vez. Estuvimos unos minutos más hablando de nada, una conversación típica después de la tensión, como la charla después del sexo, sólo que sin sexo. La claridad cada vez más patente en la ventana nos avisó de la hora. Carla iba a dormir muy poco ese día. Preferí no mentar a su novio en ese momento, pero me preguntaba qué coño pensaría él al día siguiente. Yo había sido legal, aunque ahora tenía claro que la chica me gustaba de verdad; lo tenía todo, era guapa, inteligente, era curiosa, y con un toque exótico, para variar. Si bien no tenía yo el cuerpo para mucha marcha, en otra situación, le hubiera sugerido que se quedara a dormir. Ella tampoco dio ningún pie a ello. Como no sabía dónde estaba el hotel, no perdí la oportunidad de acompañarla.
Bajamos a la calle y anduvimos por la calle Príncipe, en dirección a la Carrera de San Jerónimo. Ya era de día, aunque no habían dado ni las siete. Me encontraba bien, cansado, pero toda la tensión excretada me había dejado en un estado cercano a la beatitud.
—¿Todo lo que me has contado es verdad? —preguntó de repente.
—Sí
—¿De verdad?
—Sí
—Joder
—¿Te asusta?
—A medias
—¿Por qué?
—Porque vengo de una cultura diferente
—¿Y qué quiere decir eso?
—Pues eso, que mi cultura es diferente. Estoy muy lejos de los rollos cristianos, siempre lo he estado. La religión no ha sido mi fuerte, nunca, pero siempre me gustaron las historias de mi abuela. Ella me enseñó a respetar a los espíritus. No los espíritus de gente, como se ven ahora, que también, aunque no los llamaría espíritus, sino los espíritus de la naturaleza, del mundo. Esos espíritus que estaban aquí mucho antes que nosotros.
—¿Entonces no crees que eso fuera el Demonio?
—No. Bueno, no creo. Como tú dijiste ayer, creo que lo del demonio no es más que una representación, una forma que se le dio a algo que no se llegaba a comprender; quizá nunca podamos. El Demonio como tal no existe, de eso estoy segura. Otra cosa es que no crea que, si lo que me has contado es verdad, no haya que respetar y hasta quizá temer eso que visteis.
—Está bien, no te he dicho toda la verdad —admití de sopetón.
—Ajá, ahora viene lo bueno…
—¿Recuerdas que te he dicho que mi amigo Fidel pasó un tiempo muy enfermo después de aquello y que se fue a Costa de Marfil?
—Sí
—Bueno, pues no es cierto, no del todo. Fidel estuvo enfermo un tiempo, pero no se fue a Costa de Marfil. No se fue a ninguna parte, Fidel nunca se repuso.
—¿Qué?
—Que mi amigo Fidel murió de un cáncer fulminante, apenas unas cuantas semanas después de aquella noche. Empezó en sus pulmones, aparentemente, y se extendió en poco tiempo y de forma irremisible por todo su cuerpo. Los médicos no tuvieron ni tiempo de darle un tratamiento, para cuando se lo diagnosticaron estaba terminal. Dijeron que no habían visto nunca un cáncer tan agresivo. Nunca fumó, más allá de algún porro que otro antes de meterse a cura, bebía lo nomral, y desde que era cura menos todavía, y hacía deporte. Era un cura, vivía muy bien, era una persona sana. No había antecedentes en su familia, nada. La tos, su ahogo de aquel día, la sangre en sus labios, en sus manos, todo eso es lo más difícil de olvidar. Todo eso y su enfermedad de después, hicieron que otros recuerdos horribles no dejarán la misma huella en mi memoria.
—Lo siento mucho. Siento haber dudado.
No contesté, ni me detuve. Seguimos andando, estábamos ya casi en la calle de su hotel.
—Juan, te creo —dijo de nuevo, en el tono más serio que le había oído aquella noche—. Sí, te creo, aunque eso no me deja nada tranquila.
—No te preocupes, te entiendo muy bien, no quería ser borde. Sólo que es algo tan irreal, tan increíble, literalmente, que es difícil que no cambie toda tu vida.
—Y entonces por qué dices que te gusta esa fuente, ese lugar.
—Por qué sí, para no dejarme vencer por lo que vi, porque me gusta, me recuerda a Fidel, a mis tiempos del colegio, a Floro. Todo eso son buenos recuerdos, a pesar del dolor, y no quiero dejar que eso se pierda. No quiero que eso, sea lo que sea, me venza, condicione mi vida más de lo que ya lo hizo. Mi amigo murió allí, de eso estoy seguro, sigo yendo allí para recordarle, para no rendirme al miedo. Fidel me ayudó mucho con esto. Él sabía más sobre el tema de lo que quiso decirme, lo sé. Durante esas últimas semanas hablamos mucho sobre ello, pero no quiso contarme nada más, sólo me decía que no había nada que temer, que aquello que vi era también parte de la creación que no tuviera miedo de eso ni de nada. Sigue yendo allí, decía, vence al miedo, no tiene ningún poder sobre ti. Recuerdo muy bien una de las últimas cosas que me dijo estando solos, cuando le pregunté, algo enfadado, porque no quería contarme todo lo que sabía: “el mundo tiene sus luces, pero también sus sombras, sombras profundas que guardan sus secretos, secretos que vienen de lejos, de muy lejos, y que es mejor que sólo unos pocos conozcan”. No volvimos a estar a solas, dos días más tarde murió, tranquilo, y tranquilizador, animando a vivir a su madre y a sus hermanos, y a mí. Así fue él, una persona auténtica, tranquila, una buena persona, que no es decir poco en estos tiempos.
—Siento haberte hecho recordar todo esto —dijo Carla unos segundos después.
—Al contrario, me has ayudado mucho, me he liberado de una presión que llevaba guardando desde hace años. Has sido una escucha genial, de verdad, gracias.
Anduvimos en silencio los pocos pasos que nos quedaban. No quería entrar con ella, no podía tampoco. Nos detuvimos en la puerta y nos miramos, otra vez, ella volvía a lucir esa sonrisa plástica en su boca.
—Juan —dijo mi nombre, lo había hecho más de una vez en la noche, antes de comenzar a hablar; no es algo habitual, la gente no suele llamar por el nombre a nadie en medio una conversación, hemos perdido algo de calidez en el habla, nos refugiamos en la impersonalidad, hemos perdido la costumbre de mirarnos a la cara y decir nuestros nombres, directamente, casi todos salvo Carla—, me gustaría volver a verte alguna vez, en otra circunstancia, en otra ciudad quizá.
—A mí también, pero no tiene por qué ser en otra ciudad. Madrid está bien, a mí me gustaría verte aquí otra vez, más después de haberte contado todo esto. Madrid no tiene nada de malo, no está maldita como decía Floro, al contrario, Madrid siempre resistirá las maldiciones, Madrid puede tener todas las maldiciones y al mismo tiempo, no tener ninguna, o no sufrirlas, sino disfrutar de ellas. Quizá una maldición de este tipo hubiera acabado con otra ciudad, pero no con ésta. Madrid es dura, pero sabe ser suave y acogedora, valiente con quién la pisa y disfruta, Madrid tiene un corazón que otras ciudades no tienen. Quizá sea un efecto contra esa supuesta maldición, quién sabe, visto lo visto, hasta las ciudades pueden tener alma.
Me dio un abrazo y un beso en la mejilla; un solo beso que me supo a gloria y que me aseguró que volveríamos a vernos.